Por el padre Pablo Sierra López
La educación ha estado siempre presente en la obra de la evangelización de la Iglesia: su presencia en la promoción de la cultura y en la creación de instituciones educativas ha buscado explicar, ilustrar y demostrar el mensaje de la fe, partiendo del conocimiento de la Creación y de las capacidades intelectuales del ser humano.
La Iglesia educa, en primer lugar, para transmitir el mensaje de Cristo a las nuevas generaciones y para que así puedan hacerse cristianas; es lo que llamamos “la iniciación cristiana”, que se realiza en cada persona normalmente con la colaboración de la familia, la parroquia y la escuela.
La educación de la Iglesia sirve también para mostrar de manera concreta el ideal evangélico de que todos somos hermanos, puesto que se pretende transmitir el conocimiento a todos, y especialmente a los más pobres. Solo hay que pensar en la cantidad de iniciativas dirigidas a la educación de los más necesitados de la sociedad que ha habido a lo largo de la historia. Esto muestra que el cristianismo no es contrario al desarrollo material y cultural del ser humano, sino que tiene como misión perfeccionarlo y elevarlo mediante la aportación de un sentido trascendente. La Iglesia, como maestra de humanidad, educa para formar personas de manera íntegra y plena, imitando a Jesús, el maestro de Nazaret.
Tras la caída del Imperio romano y la formación de los diversos reinos, proliferaron escuelas episcopales para formar a los candidatos al sacerdocio: el II Concilio de Toledo del año 527 prescribió en su canon I que los jóvenes oblatos, una vez tonsurados, fueran educados por la Iglesia, bajo la tutela del obispo local, por una persona encargada especialmente de su educación, y que vivieran junto al obispo en la “Domus Ecclesiae”, la “Casa de la Iglesia”. Las escuelas monásticas —que ya habían aparecido con el monacato en Oriente— cultivaban la formación intelectual y la espiritual en los novicios.
Así, podemos afirmar que en la época visigoda había dos tipos de escuelas diferentes: las monásticas y las diocesanas, según fueran dirigidas a futuros monjes o a futuros clérigos seculares. Los sacerdotes y los monjes se convirtieron no solo en guías morales y espirituales del pueblo, sino también en agentes de instrucción elemental. En aquellas escuelas de la Iglesia se daban mezcladas la enseñanza religiosa, moral y literaria, y no solo para futuros sacerdotes y monjes, puesto que también se admitía a otros niños y jóvenes no llamados a la vida consagrada.
El IV Concilio de Toledo (633), presidido por san Isidoro, ordenó que todo presbítero pasara por una escuela catedralicia antes de su ordenación, estableciendo que todas las diócesis creasen escuelas catedralicias en las que, además del Trivium (gramática latina, retórica, lógica) y del Qvadrivivm (aritmética, astronomía, geometría, música), se enseñaran hebreo, griego, teología, derecho y medicina.
A finales del siglo VII el reino visigodo hispánico había asimilado los saberes de los exiliados africanos y estaba en un momento de gran esplendor cultural, realizando innovaciones políticas y sociales que preludiaban la aparición de la monarquía absoluta moderna. Era un proceso paralelo al que se desarrollaba en Bizancio, el Imperio romano de oriente.
Los escritores de la España visigótica nos describen los diversos aspectos de la labor educativa eclesial, transmitiéndonos que la misión de los sacerdotes era “predicar y enseñar”, algo nada fácil en una sociedad rural y poco cristianizada. Encontramos escritos que muestran un atento estudio y conocimiento de la psicología infantil y juvenil, como la explicación que hace san Isidoro de las etapas del desarrollo racional y madurativo de la persona. El mismo san Isidoro es un ejemplo de la acción educadora por iniciativa de los obispos, pues siendo joven iniciaría sus estudios en la biblioteca episcopal de su hermano san Leandro, donde abundaban los libros de poetas paganos (Cicerón, Salustio, Marcial y otros) y diversos manuales escolares latinos. Esta formación le sirvió para sus escritos de historia y política, y sobre todo para su gran obra, “Las Etimologías”, así como para su misión de obispo de Sevilla. La Iglesia influyó de manera notable en el desarrollo de la cultura y la espiritualidad del reino, gracias a los letrados formados en las escuelas y bibliotecas episcopales y monásticas de Toledo, Sevilla, Mérida, Zaragoza y otras.
El Concilio II de Toledo (527) estableció el reglamento de la escuela episcopal, donde los aspirantes al sacerdocio debían recibir instrucción de un prepósito, bajo la presidencia del obispo, hasta que cumplidos los dieciocho años decidieran entre la vida religiosa o la secular. También existieron escuelas parroquiales, como muestra el Concilio de Mérida del año 666. Los escritos mozárabes hacen suponer que fueron muy abundantes.
En las zonas rurales, los hijos de los campesinos recibían la instrucción en las primeras letras del sacerdote de la parroquia o de algún monje de un monasterio cercano. Así lo indicaban las directrices de los obispos en los concilios. En las ciudades había más posibilidades educativas: san Eulogio habla de los maestros de las basílicas cordobesas de san Acisclo y de los Tres Santos; san Eladio instruyó en su monasterio de Toledo a Justo, a Eugenio II y a lldefonso; el poeta san Eugenio III fue maestro de san Julián en la escuela episcopal, e igual se cuenta de san Leandro, san Braulio, san Isidoro o san Eulogio. Estos testimonios de la vida de ilustres eclesiásticos nos muestran que la educación comenzaba a edad temprana en centros educativos de la Iglesia. Es probable que hubiera algún maestro laico, pero tenían poca importancia ante la gran preparación de los maestros y doctores eclesiásticos.
Aunque no hay muchos datos acerca de los métodos de enseñanza o acerca de las retribuciones de los maestros, sí se puede afirmar que las clases se impartían en latín, y que hubo un trasiego constante entre la clerecía y el monacato, como se ve en los casos de monjes que fueron elegidos obispos.
Santidad en la Hispania Visigotica
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