jueves, 3 de noviembre de 2022

LA MUERTE, LA GRAN AUSENTE EN LA IGLESIA POSTCONCILIAR

¿Cuándo fue la última vez que oyó usted en una homilía hablar del cielo, no digamos del infierno, pese a ser la realidad teológica más nombrada por Cristo en los Evangelios?

Por Carlos Esteban


La muerte, que era la desesperación del pagano, ha sido siempre uno de los puntos fuertes del cristiano. Siendo así que todos vamos a morir, y que la otra vida es para siempre, la Iglesia ha hecho un especial hincapié a lo largo de la historia en lo que viene después. Hasta ahora.

“Muerte, juicio, infierno y gloria, ten, cristiano, en la memoria”, se solía decir. En la Salve llamamos a esta vida “valle de lágrimas”, lo que no es exagerado, y Santa Teresa la consideraba “una mala noche en una mala posada”. La Iglesia Militante -nosotros, aún sobre la tierra- peregrina en esta vida teniendo como meta la otra vida, “que es morada sin pesar”, y tiene todo el sentido del mundo que, siendo así, el clero predicase a menudo sobre los llamados Novísimos, es decir, las realidades últimas.

Pero, ¿cuándo fue la última vez que oyó usted en una homilía hablar del cielo, no digamos del infierno, pese a ser la realidad teológica más nombrada por Cristo en los Evangelios?

Y, sin embargo, nada tiene sentido sin estas realidades que no veremos hasta haber muerto, una circunstancia que nos afecta a todos, creyentes o no, y que siempre llega demasiado pronto.

Con esta perspectiva, el cristiano de siempre no solo tenía un urgente incentivo para hacer el bien y evitar el mal, sino también para no caer en una tentación que ha pendido sobre todas las generaciones: tratar de traer el paraíso a la tierra, invariablemente con consecuencias funestas.

Eso es lo que hace tan inquietante la “obsesión ecológica” del pontífice, sumisamente transmitida por la jerarquía con su “conversión ecológica”. Se llama al planeta “nuestra casa común” en una expresión claramente ambigua, porque para los cristianos nuestro hogar está en el Cielo, junto a Cristo, y se juzga su (imposible) preservación en el estado actual como un objetivo de la propia Iglesia, sobre el que se insiste bastante más que sobre el anuncio del Evangelio o la preservación de la fe.

Entendemos el valor moral de una justa ‘conciencia ecológica’, por cuanto el hombre tiene un deber de custodia sobre la creación material. Pero esta tiene que ajustarse a dos criterios que hoy, simplemente, han desaparecido de las frecuentes prédicas sobre el asunto

El primero es que la creación material existe para el hombre, y que el hombre es su dominador. Ahora, en cambio, la perspectiva hegemónica consiste en ver al hombre como una criatura más, en plano de igualdad con cualquier otra, con el mismo “derecho a la existencia” como la foca monje o el escarabajo patatero.

El segundo requisito para una justa conciencia ecológica cristiana es que se trata de cuidar la naturaleza, no pretender que sea eterna, ni siquiera que se mantenga igual, algo imposible. El cristiano sabe, y debe recordar, que todo lo que nos rodea no solo se va a calentar y enfriar lo queramos o no, sino que está llamado a la destrucción.


InfoVaticana


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