Por el padre Jorge González Guadalix
Los datos son tercos y a nadie se le escapan. La tan por algunos cacareada antes “primavera conciliar” y ahora “primavera de Francisco” no es más que una mentira repetida con la loca pretensión de que llegue a ser verdad. Estamos bajo mínimos.
Sabemos, por ejemplo, que, en Hispanoamérica, mientras el número de católicos se desploma, crecen como setas las iglesias evangélicas. Lo de España es trágico. Pueden buscar datos. No se bautizan ni la mitad de los niños que nacen, las bodas por la iglesia apenas suponen algo más de un 10 % del total de los matrimonios que se celebran, y el porcentaje de jóvenes que se consideran católicos apenas llega al 50 %. A esto añado, experiencia propia y de compañeros cercanos, que hasta en los pueblos más pequeños, que suelen ser más tradicionales, ya se va dando el caso de sepelios sin presencia de sacerdote. No voy a entrar en más datos. Cierres de conventos y escasez de vocaciones ahí están.
La pregunta que traigo hoy al blog es algo que de cuando en cuando me hacen llegar. Es verdad que estamos donde estamos, falta analizar el por qué, y ahí me plantean dos posibilidades, en las que uno se resiste a entrar a fondo.
Una de ellas es que todo esto es fruto de la buena voluntad, de un no entender bien lo que el Concilio Vaticano II quería y pretendía, y de un lanzarnos a unas formas de predicación y apostolado que hicimos con todas nuestras fuerzas y dejándonos la piel en el empeño. Había ideales, deseos de ser más cercanos a la gente, ganas de renovación. Nos dijeron -me formé en los años 70- que eso era lo que tocaba y sin problemas. A por ello. Claramente los frutos no fueron los esperados. Hemos ido aguantando hasta que la biología hizo su callado trabajo. Negar hoy la crisis es batalla perdida con la realidad.
La otra posibilidad es terrorífica. Por mala y por retorcida. Consistiría en un plan perfectamente orquestado y trabajado con el fin de destruir la Iglesia no por la persecución y el martirio, que esto nunca dio resultado, sino desde el interior, con un programa que hiciera parecer óptimo lo que era una auténtica barbaridad. ¿A quién le va a parecer mal volcarse en la acción social a favor de los pobres? ¿Pondremos pegas a una predicación que anuncia la misericordia y deja de amenazar con las penas del infierno? ¿Hay algo más bonito que renunciar a hábitos y sotanas para estar más identificado con la gente? Una Iglesia donde la doctrina no era lo fundamental, descafeinada sin más teoría, teología o principio que un genérico amor al prójimo, y una liturgia que se olvidaba de lo divino para convertirse en poco más que encuentro fraterno. Sobre el papel, una maravilla. No olvidemos que el demonio tienta con mucho sentido común: es hora de actualizarse, de olvidar lo antiguo, de estar de una forma nueva en estos tiempos tan distintos. ¿Me siguen?
El demonio, otra de las realidades negada con rotundidad en estos últimos tiempos, necesita ejecutores. ¿Realmente podríamos estar hablando de complicidades incluso dentro de la misma Iglesia, unas por benevolente y superficial convencimiento, otras por infiltración externa en la misma Iglesia?
¿Lo que ha venido pasando, y que hoy se agudiza hasta se diría que con mucha prisa, es fruto de inconsciencia, dejadez o un proyecto claro de demolición? Me lo preguntan y como me lo preguntan lo dejo aquí.
Se lo he planteado a Rafaela. Me dice que prefiere no saberlo. Sabia mujer, pero la pregunta está ahí.
De profesión, cura
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