Hay dos “liberalismos” distintos que acosan a la sociedad hoy en día, con diferentes orígenes y diferentes caminos y requieren respuestas diferentes. Los llamaré “liberalismo relajado” y “liberalismo destructivo”.
Por Michael Pakaluk
El “liberalismo relajado” es la opinión de que todos los seres humanos son por naturaleza libres e independientes. Por lo tanto, los únicos vínculos que legítimamente los constriñen son los que libremente han contraído. Como filosofía política, tal punto de vista es útil para trasladar la carga de la prueba a la realeza y la nobleza, para justificar por qué deberían gobernar. Despeja muy bien el camino para el gobierno, “del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. Pero tomado como una descripción general de la naturaleza humana, es corrosivo, ya que según sus normas, la familia, la Iglesia y la sociedad civil son injustas.
La relajación del liberalismo se vuelve especialmente corrosiva cuando se aplica a las relaciones económicas ("el mercado"), porque éstas son muy generalizadas. Su efecto es expulsar de ese dominio cualquier sentido de que los participantes del mercado deberían actuar en vista de un bien común. Por lo tanto, permite que los ricos y poderosos promuevan sus propios intereses, bajo la apariencia de “libertad e igualdad”.
Cuando los críticos católicos afirman que el “liberalismo” ha fracasado, o cuando atacan el libre mercado, por lo general tienen en mente este “liberalismo relajado”.
Y, sin embargo, hay otra forma de liberalismo que es al menos igual de problemática, a la que llamo "liberalismo destructivo", porque se requieren actos de destrucción bajo su comprensión de la preocupación social.
Tal vez usted recuerde el comentario de Robert Frost de que “un liberal es alguien de mente tan amplia que no se pone de su lado en una disputa”. Ese comentario ya debería habernos alertado de que existe un tipo de liberalismo diferente del tipo "relajado". Este otro tipo está marcado, al principio, por una modestia no poco atractiva, que puede parecerse mucho a la humildad. Pero se convierte en una especie de suicidio intelectual. Su máximo apogeo es la deslealtad a sus propios compromisos, de hecho, una subversión de ellos y de quienes aún los mantienen. Claramente, tal camino es muy diferente de la lógica de “personas concebidas como libres e iguales”.
Vemos ejemplos de liberalismo destructivo a nuestro alrededor. Considere el aborto legal interpretado como un “derecho” al aborto, es decir, como un reclamo contra usted y contra mí de que estamos obligados a apoyarlo. No es suficiente, para un liberal destructivo, que usted y yo mostremos compasión hacia las mujeres con embarazos difíciles, concretamente, en todo tipo de formas: también es necesario que neguemos y destruyamos nuestro amor por los no nacidos, que es destruirnos a nosotros mismos.
O tomemos el transgenerismo: no es suficiente que colaboremos en encontrar formas para que las personas con diversos sufrimientos prosperen lo mejor que puedan. Más bien, es necesario que la masculinidad y la femineidad, y el padre y la madre, sean destruidos al hacerlo. La destrucción es necesaria en aras de la “inclusión”; la inclusión cuenta sólo si implica un acto de destrucción de lo que antes estaba incluido. Se puede ver que todas las “reformas” de un liberal destructivo tienen este carácter.
Para entender completamente qué es el “liberalismo destructivo” y cómo se comporta, debemos interpretarlo como una corrupción de la caridad cristiana. En un acto de caridad, puede parecer superficialmente que el donante se destruye a sí mismo al beneficiar al otro. Considere, por ejemplo, a San Maximiliano Kolbe, tomando el lugar de un compañero de prisión en el Búnker del Hambre en Auschwitz.
¿No alabamos a Kolbe precisamente por aniquilarse para ayudar a otro? En realidad no. Es cierto que Kolbe entregó su cuerpo para ser sacrificado. Pero en ese acto, ganó para sí mismo la corona de un mártir, la gloria en el cielo e incluso la aclamación de la Iglesia. Su posición total después de su acto, plenamente justificada, fue una ganancia estupenda en lugar de una pérdida total.
Sin embargo, imagine a alguien que carece de fe viendo el ejemplo de Kolbe. Imagine a alguien que piensa que los únicos bienes y males que pueden estar en juego, en un acto de amor, son los bienes y males corporales, los placeres y dolores corporales. Tal persona, cuando ve a Kolbe admirado precisamente por su sacrificio por su compañero de prisión, debe suponer que la caridad es más extrema cuando implica algún tipo de sacrificio aniquilador de lo que uno más quiere. Entonces, alguien que realmente sacrificó sus compromisos más profundos, ¿no mostraría un desprecio por sí mismo aún mayor y un mayor amor por los demás, que alguien que simplemente sacrificó su cuerpo?
Varias visiones teológicas equivocadas lo alentarían en esta suposición: la idea, por ejemplo, de que Jesús realmente se despojó de su divinidad, negando su naturaleza divina, para hacerse hombre (una interpretación equivocada de la kénosis paulina): si es así, ¿no deberíamos nosotros también seguir ese ejemplo, y negar lo que es divino en nosotros, para ayudar a otros?
O supongamos que el universalismo es cierto, y todos se salvan, incluidos los que se consideran pecadores despreciables; entonces, por lo que sabemos, un pecador público aparentemente despreciable, que se defiende diciendo que antepone el cuidado de los demás a la doctrina correcta y la ley moral, estaría mostrando mayor caridad que la persona ostensiblemente recta, precisamente porque desprecia y rechaza estas cosas.
Para un liberal destructivo, un presidente Biden parecerá claramente más admirable y más caritativo que un activista pro-vida recto, porque Biden se presenta como si hiciera el bien precisamente a través del sacrificio de lo que supuestamente más aprecia.
En este caso como en muchos otros, las películas nos hablan de nosotros mismos. En la década de 1990, hubo una película Breaking the Waves (Rompiendo las olas), ambientada en Escocia, sobre un esposo que, después de quedar paralítico en un accidente en el trabajo, por compasión hacia su esposa le dice que tenga aventuras y le informe los detalles, para que él puede compartirlas indirectamente. Su esposa al principio está horrorizada, pero luego obedece de maneras cada vez más espeluznantes. Los cineastas claramente querían representarla como una mujer de gran amor abnegado, mientras que las personas que iban a la iglesia a su alrededor y criticaban su moral eran, por supuesto, hipócritas rígidos y farisaicos.
Si la base teológica que esbocé para el liberalismo destructivo le pareció fantasiosa, considere esta reflexión de un clérigo bien posicionado:
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Sin embargo, imagine a alguien que carece de fe viendo el ejemplo de Kolbe. Imagine a alguien que piensa que los únicos bienes y males que pueden estar en juego, en un acto de amor, son los bienes y males corporales, los placeres y dolores corporales. Tal persona, cuando ve a Kolbe admirado precisamente por su sacrificio por su compañero de prisión, debe suponer que la caridad es más extrema cuando implica algún tipo de sacrificio aniquilador de lo que uno más quiere. Entonces, alguien que realmente sacrificó sus compromisos más profundos, ¿no mostraría un desprecio por sí mismo aún mayor y un mayor amor por los demás, que alguien que simplemente sacrificó su cuerpo?
Varias visiones teológicas equivocadas lo alentarían en esta suposición: la idea, por ejemplo, de que Jesús realmente se despojó de su divinidad, negando su naturaleza divina, para hacerse hombre (una interpretación equivocada de la kénosis paulina): si es así, ¿no deberíamos nosotros también seguir ese ejemplo, y negar lo que es divino en nosotros, para ayudar a otros?
O supongamos que el universalismo es cierto, y todos se salvan, incluidos los que se consideran pecadores despreciables; entonces, por lo que sabemos, un pecador público aparentemente despreciable, que se defiende diciendo que antepone el cuidado de los demás a la doctrina correcta y la ley moral, estaría mostrando mayor caridad que la persona ostensiblemente recta, precisamente porque desprecia y rechaza estas cosas.
Para un liberal destructivo, un presidente Biden parecerá claramente más admirable y más caritativo que un activista pro-vida recto, porque Biden se presenta como si hiciera el bien precisamente a través del sacrificio de lo que supuestamente más aprecia.
En este caso como en muchos otros, las películas nos hablan de nosotros mismos. En la década de 1990, hubo una película Breaking the Waves (Rompiendo las olas), ambientada en Escocia, sobre un esposo que, después de quedar paralítico en un accidente en el trabajo, por compasión hacia su esposa le dice que tenga aventuras y le informe los detalles, para que él puede compartirlas indirectamente. Su esposa al principio está horrorizada, pero luego obedece de maneras cada vez más espeluznantes. Los cineastas claramente querían representarla como una mujer de gran amor abnegado, mientras que las personas que iban a la iglesia a su alrededor y criticaban su moral eran, por supuesto, hipócritas rígidos y farisaicos.
Si la base teológica que esbocé para el liberalismo destructivo le pareció fantasiosa, considere esta reflexión de un clérigo bien posicionado:
Puede haber una auténtica donación de sí mismo al otro, en el que se prolonga la Procesión del Espíritu, junto a una experiencia sapiencial apremiante, en la que se prolonga la Procesión del Hijo, pero coexistiendo con imperfecciones éticas. En este sentido -por tomar un caso extremo- puedo aceptar la interpretación positiva que algunos comentaristas le dieron a la película Rompiendo las olas.
Este comentario es del arzobispo Víctor Manuel "Tucho" Fernández, considerado el asesor teológico más cercano del papa Francisco y el escritor fantasma de Amoris Laetitia. (El pasaje es de “La Mística de estar atento al otro”, Communio, Revista Católica Internacional, Año 6, No. 3, sept. 1999, pp. 73-74.)
"Tucho" Fernández
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