miércoles, 13 de abril de 2022

EL SACERDOCIO CATÓLICO Y LA TRADICIÓN

Se pensó que, para acercar a los fieles al sacerdote, había que hacerlo más parecido a ellos, casi como si se quisiera secularizar para hacerlo más accesible. Ser antitradicional les parecía a algunos una evolución.

Por Aurelio Porfiri


Creo que uno de los signos más evidentes de la crisis postconciliar se puede ver en la profunda crisis de identidad del sacerdocio católico. Se pensó que, para acercar a los fieles al sacerdote, había que hacerlo más parecido a ellos, casi como si se quisiera secularizar para hacerlo más accesible. Ser antitradicional les parecía a algunos una evolución.

Si la intención parece buena, las consecuencias han resultado desastrosas, ya que a los fieles no debe importarles la personalidad de tal o cual sacerdote, sino su función. El sacerdote puede caer bien o mal, esto es secundario con respecto a su papel de "sacerdote", que es el que realiza las cosas sagradas o "sacerdote, presbítero", el mayor y más sabio en este sentido. 

Esta persecución de la juventud, que es uno de los males de los últimos tiempos, no ha dado muchos frutos. Los jóvenes perseguidos han seguido corriendo y nunca han sido alcanzados.

En una audiencia del 21 de noviembre de 1973, Pablo VI advirtió: 

"Recordemos bien esta gran lección, que debe penetrar en la pedagogía del cristiano moderno: mirar con serena objetividad todo el horizonte de las cosas y de los hechos que nos rodean; más aún, con admiración, con entusiasmo y con ojo científico todo el panorama de la creación; con respeto, con simpatía, con amor todo rostro humano, sea extranjero o enemigo; con mirada sabia y crítica toda manifestación de la experiencia humana que ofenda, o no acepte el juicio moral a que nos obliga nuestra profesión cristiana. Aquí empiezan las dificultades. Hemos sido quizá demasiado débiles e imprudentes en esta actitud, a la que nos invita la escuela del cristianismo moderno: el reconocimiento del mundo profano en sus derechos y valores; la simpatía, en efecto, y la admiración que quizá se le debe. En la práctica, a menudo hemos ido más allá de la marca. La llamada actitud permisiva de nuestro juicio moral y de nuestra conducta práctica; la transitividad hacia la experiencia del mal, bajo el pretexto sofístico de querer conocerlo para saber defenderlo (la medicina no admite este criterio; ¿por qué deberían admitirlo quienes quieren conservar su salud espiritual y moral?); el laicismo que, queriendo marcar los límites de las competencias específicas, se impone como autosuficiente y pasa a negar otros valores y otras realidades; la renuncia ambigua y quizás hipócrita a las señas externas de la propia identidad religiosa; etc., han insinuado en muchas personas la cómoda persuasión de que hoy, incluso los que son cristianos, deben asimilarse a la masa humana, tal como es, sin cuidarse de marcar ninguna distinción por sí misma, y sin pretender, nosotros los cristianos, tener algo propio y original, que pudiera, en comparación con los demás, aportar alguna saludable ventaja". El muy discutido Pablo VI también identifica bien la verdadera cuestión y subraya la necesaria distinción que debe existir para el cristiano, más aún para los consagrados a Dios de manera especial.

Al recordar la institución del sacerdocio católico, recordemos el don concedido a la humanidad y reflexionemos sobre su etimología con mayor atención.


Aurelio Porfiri


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