Cinco años de Bergoglio
Cinco años son un soplo en la presencia de la eternidad y una migaja en la historia milenaria de la Iglesia. Pero dieron al mundo la impresión de un cambio radical.
Por Marcello Veneziani
El papa Francisco apareció inmediatamente como el Gran Simpatizante, acogido desde el inicio de aquel 13 de marzo de 2013 con el apoyo de los medios de comunicación y la simpatía de los no creyentes. Un papa en mano, ajeno a la liturgia y al carisma, extrovertido e irracional.
¿Cuál ha sido el rasgo específico que lo ha caracterizado en estos cinco años?
Es un papa percibido como un hijo de su tiempo más que de la Iglesia, un hijo de la globalización más que de la tradición. Segunda ronda de globalización, es decir, del lado de todo el hemisferio sur, todos los suburbios, pauperismo y hospitalidad.
Pero en el horizonte global, ya no nacional ni europeo, ni siquiera occidental o cristiano: un papa abierto a los más lejanos, que ama a su prójimo más lejano, abierto a los musulmanes antes que a los cristianos, a los protestantes antes que a los católicos, a los pobres más que a los fieles, a los individuos, incluso a los homosexuales, más que a las familias.
Así, al menos, aparecía a la vista del público y así lo presentaban los medios. Todo esto ha sido ennoblecido como “un retorno al cristianismo primitivo”.
Y esto ha generado consenso y simpatía a partir de los más alejados de la Iglesia, de Roma, de la fe cristiana. Y más desconfianza si no disidencia entre los más cercanos a la Santa Madre Iglesia, Católica Apostólica Romana. Hasta el anatema de algunos y la acusación de herejía, sobre la que no nos atrevemos a pronunciarnos.
Pero el papado de Bergoglio coincide con la fase más aguda de tres grandes pérdidas: el eclipse de la fe y la religión, la irrelevancia de los católicos en la política, la irrelevancia de la tradición y la civilización cristianas.
El primer fenómeno no nació con el papado de Francisco sino que tiene sus raíces en un proceso centenario. Es la descristianización del mundo, la irreligión occidental, la pérdida de la fe, el más allá y la práctica religiosa.
Pero este proceso histórico se ha agudizado y acelerado en los últimos tiempos: así lo demuestra la disminución de la devoción, de las vocaciones, de los fieles a Misa, del debilitamiento del sentimiento religioso. Al menos debe observarse que el advenimiento de Bergoglio al pontificado no ha frenado, ralentizado, atenuado este declive, sino que coincide con su aceleración y agudización. No es un buen resultado pastoral, es una derrota religiosa.
El segundo fenómeno atañe más de cerca a Italia. Desde la época del último Papa italiano, Pablo VI (el Papa Luciani fue un paréntesis demasiado corto), la influencia de los católicos en la política ha disminuido gradualmente. Tuvo un golpe letal con el fin de la DC, pero pareció recuperarse con los años porque el Papado, la Conferencia Episcopal, el papel de los católicos se convirtió en la balanza de un sistema bipolar, por lo que tuvo un papel decisivo, central, aunque no la mayoría más importante.
Las últimas elecciones políticas, que son las primeras bajo el papado de Francisco, registraron por primera vez la irrelevancia absoluta del voto católico. Y no me refiero sólo al papel de las parroquias y sacristías en la orientación de los creyentes. Pero de manera más amplia y más profunda a temas religiosos o pertenecientes a temas queridos por la iglesia, como la familia, la vida, los nacimientos, la bioética.
La conciencia religiosa ha desaparecido en las encuestas. La Iglesia de Bergoglio rehuyó estos grandes temas y valores, congeló silenciosamente las jornadas familiares y todas las disputas relativas a la vida, la esfera sexual y a la protección de los niños. Así, por primera vez en la historia política de nuestra república, los católicos fueron completamente irrelevantes en la orientación del voto.
Finalmente, la irrelevancia de la tradición y la referencia a la civilización cristiana. La Iglesia de Bergoglio no es ecuménica sino global, ilimitada, desprovista de un vínculo espiritual con la civilización cristiana. Hasta aparecer en algunos casos como una gran ONG, una especie de Urgencias en sotana, perdiendo el vínculo vivo con la tradición.
La Iglesia bergogliana vive casi con peso y fastidio su herencia milenaria, prefiere presentarse como una agencia moral y social del presente, cita más a Bauman que a Santo Tomás, persigue las noticias y troca el carisma por la seducción.
Una vez el papa no quiso criticar algunos comportamientos hasta ayer considerados despreciables por la Iglesia, escudándose en la humildad cristiana: ¿Quién soy yo para juzgar? Habría que responderle: usted es papa, es decir, Santo Padre, y tiene no sólo el derecho sino el deber de juzgar, guiar, exhortar y condenar. De lo contrario, fracasa en su papel pastoral, en su misión evangélica.
Pero la objeción que quisiera hacerle a él y a sus seguidores es de otro tipo: ¿quién es él para juzgar, y de hecho para relativizar y anular, la tradición cristiana y católica, el pensamiento de los papas, teólogos y santos, la doctrina, la vida y ejemplo de mártires y testigos de la fe? ¿Por qué doblegar la verdad a la época y la tradición milenaria a los usos del presente y a las fobias de lo políticamente correcto?
Pero esta pregunta nos devuelve al punto de partida: el papa Francisco parece ser un hijo más de su tiempo que de su Iglesia, un hijo de la globalización más que de la tradición. Nos hubiera gustado que fuera el padre de su tiempo más que un hijo; árbol más que fruto y fruto más que hoja en el viento del presente.
MV, Il Tempo 12 de marzo de 2018
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