lunes, 7 de febrero de 2022

“YO CREO EN LA CIENCIA”… ¿O EN EL CONSENSO EMOCIONAL?

Los mismos que nos enseñaron sofísticamente hasta hace poco que la “Ciencia” (con mayúsculas) excluye toda creencia, y menos en Dios, hoy nos dicen que hay que “creer en la ciencia”...

Por Don Stefano Carusi


“Creo en la ciencia”, “hay que creer en la ciencia”,  estas son las frases que se utilizan hoy en día a cada paso para exigir o justificar el asentimiento a priori de un conjunto de datos “científicos”, incluyendo datos que a veces no pueden ser conocidos más que por unos pocos expertos y quizás ni siquiera por ellos con certeza. De hecho, hoy asistimos, en un contexto de intereses estratosféricos a la fusión de una supuesta “Fe en la Ciencia” con las emociones sabiamente conducidas por la brida de los Medios, a los que a su vez se presta un ciego asentimiento. Y es precisamente ese mismo consenso mediático, que no escatima el recurso a la irracionalidad histérica, el que invoca incesantemente la cobertura de la “ciencia” en la que “tienes que creer”. Los mismos que nos enseñaron sofísticamente hasta hace poco que la “Ciencia” (con mayúsculas) excluye toda creencia, y menos en Dios, 
hoy nos dicen que hay que “creer en la ciencia” e incluso han llegado algunos clérigos, en la servidumbre imperante a los poderes mundanos, para decir que es un pecado grave no obedecer las tesis actuales “de la ciencia”.


¿Cómo es posible que el cientificismo de matriz racionalista se esté casando tan bien con la emotividad de inspiración inmanentista y por lo tanto, muy poco “racional”? La razón profunda de este matrimonio está en la muerte de la filosofía de la realidad, la del sentido común sobre la que se funda la metafísica clásica y en el cientificismo que, después de su nacimiento, necesita para sobrevivir del inmanentismo, o actividad ferviente del yo, creador de la realidad, que sustituye a la metafísica por reinventar lo real, recurriendo quizás a las matemáticas donde las matemáticas no tienen mucho que decir. Es así como las connotaciones del cientificismo se convierten en las de una verdadera religión, una religión más revelada, ciertamente no por Dios, sino por los órganos que “revelan” el pensamiento correcto, exigiendo asentimiento y creando consenso. Este proceso, que lógicamente es acientífico, merece un largo estudio, en este artículo nos centramos por el momento en la ya casi dogmática afirmación “Creo en la ciencia” y sus implicaciones morales.


" Yo creo ...

En primer lugar “yo creo”. ¿Qué significa “creer”? Quedándonos en el plano natural y sin querer entrar en el discurso sobre la fe infusa que no es nuestro objeto, se puede decir que “creer” significa someter la inteligencia a un objeto que no es evidente en sí mismo, pero en el que crees.


Por poner algunos ejemplos, podemos pensar en nuestra fecha de nacimiento, mi madre tiene constancia de que fue el 3 de enero, yo no. Creo en su palabra porque ella lo sabe con certeza y no me engaña. Esta certeza se llama “evidencia en la atestación”. Es decir, confío en el que certifica, que tiene conocimiento directo y prueba de lo que afirma. En el campo científico, este tipo de asentimiento es el que proviene de quienes creen en un científico que ha hecho un experimento que con absoluta certeza ha dado un resultado, un resultado evidente y cierto para el científico, pero no para el estudiante que "cree en él”, porque “tiene fe en él”, en este caso con prudencia. Otra cosa es que no haya pruebas definitivas ni siquiera del científico que estudia, en cuyo caso la certeza disminuye porque falta la “evidencia para atestiguar”. Este es el caso, por ejemplo, de lo que está en el centro de la tierra, hecho que no es evidente para nadie y tal vez no lo será nunca. Si afirmo que hay un núcleo incandescente, lo hago por “fe”, porque tengo fe natural en una hipótesis científica que, presente en todos los libros escolares, se ha convertido en un “consenso”, quizás incluso creíble, pero que sigue siendo una hipótesis para el estudioso que lo inventó y cree en él no estrictamente por “ciencia”, como veremos. Esta afirmación sigue siendo una hipótesis para el científico y para el estudiante que decidió creerle. En este caso, en comparación con el caso anterior, hay al menos dos actos de fe, el primero es el del científico a su propia teoría -si está fundada- el segundo es el del estudiante que a su vez cree en el científico. Y si hay una cadena de intermediarios, los actos de fe se multiplican. Y si toda una “comunidad científica” ha decidido creer en la hipótesis no probada por nadie, hay tantos actos de fe como científicos “creyentes” en el núcleo incandescente que nadie ha visto nunca, ni perforado con experimentos de extracción de núcleos, que solo hipotetizó sobre la base de algunos “efectos”. Aquí, en aras de la exhaustividad, también debemos recordar un fenómeno que tiene muy poco científico, de hecho, la pretensión del cientificismo de dar respuestas a todo adolece de tener que guardar silencio sobre cuestiones fundamentales, por lo tanto, frente a algunos misterios de la naturaleza no aclarados, prefiere tener “fe en una hipótesis” y, si es necesario, uniformar el consenso de fe. Es un poco como algunos científicos admitieron hace algún tiempo: “hay al menos tantos actos de fe como científicos "creyentes" en el núcleo incandescente que nadie ha visto nunca, ni perforado con experimentos de extracción de núcleos, sino que solo se hipotetizó sobre la base de algunos efectos”. También es como algunos científicos admitieron: “Debemos creer en el darwinismo -aunque la evidencia sea escasa- porque de lo contrario no queda nada más que creacionismo”, pero como la Creación es una “herejía” condenada por su dogma, no podemos ni siquiera reflexionar sobre ello…


Simplificando, podríamos decir que cuando no tengo evidencia de una hipótesis de estudio, no he visto, conocido, estudiado y demostrado personalmente tal cosa, por lo tanto cuando no tengo acceso directo a la veracidad de esta afirmación, puedo optar por “creer”. La cosa no me es evidente, mi inteligencia sin embargo, las más de las veces por la autoridad y la veracidad en toda regla de los que me proponen creerla, por una intervención de mi voluntad, se somete y dice -sin tener prueba alguna o sin haberlo probado: “yo creo”, “yo te creo”. Ojo con la creencia de la fe natural, poner fe en esa persona que me comunica algo que no me es evidente es un proceso no sólo legítimo, sino necesario para la vida diaria y encomiable, si es prudente, así como sería absurdo verificar cada día con un análisis químico lo que le compro al panadero: confío en el que es digno de confianza tanto porque sabe lo que ha puesto en el pan como porque siempre ha obrado bien y sin engaños. La fiabilidad del testimonio es evidentemente una premisa fundamental para creer en todos los ámbitos, incluido el “científico”.


... en la ciencia”

¿Qué se entiende por “ciencia”? Para Aristóteles, que parte de la llamada “filosofía del sentido común”, la ciencia es el conocimiento cierto por medio de la causa necesaria. La ciencia significa conocer las causas propias de las cosas. En un juicio de ciencia, pues, propiamente dicho, “no se cree”. No se cree porque o hay una percepción inmediata y evidente de la verdad o hay una demostración racional que excluye toda duda. Sé por las causas necesarias, sé que esa cosa es necesariamente causa de una cosa y no de otra. En este caso hablamos de ciencia propiamente dicha, no de “fe”. Lo sé, no lo creo. Sin excluir diferentes niveles en el rigor de la demostración según los diferentes campos, en el aristotelismo el procedimiento estrictamente científico es cuando de una cosa conocida llego al conocimiento de algo que antes no me era conocido y conozco la causa necesaria-relación efectiva entre ambos.

Para la visión de algunos modernos, pero sería mejor decir para el positivismo científico decimonónico, en gran medida superado, pero difícil de morir en su retórica, la ciencia es sólo la descripción de los fenómenos a través del llamado “método científico”. Es decir, queriendo lograr la objetividad de los enunciados, una vez observado un fenómeno, tratamos de crear un modelo matemático que describa el funcionamiento del fenómeno en determinadas condiciones, luego procedemos a verificar dicho modelo con experimentos para comprobar su validez. Es evidente que este “conocimiento científico” no es “objeto de fe”. No lo creo, lo demuestro. Nadie discute que sea cierto, solo se discute que dados los “límites matemáticos” que impone, subestima demasiado las capacidades abstractivas de la inteligencia humana frente a otros tipos de conocimiento y, al ser una “ciencia de laboratorio”, vale la expresión, es válida solo cuando se pueden reproducir ciertas condiciones muy precisas.


Sin embargo, es cierto que no todas las ciencias, sin dejar de ser verdaderas ciencias según su graduación y en relación con su propio objeto y método, pueden rastrearse sic et simplicitera (tan simplemente) con la evidencia de la verdad o a la necesaria demostración racional, como diría Aristóteles, o al método científico experimental con su reversibilidad de verificación, reproducción en el laboratorio, linealidad y claridad del uso de las matemáticas, como diría un científico. No solo la propia física experimental moderna nos recuerda hoy que no podemos conocer muchos fenómenos directamente, sino solo describir a grandes rasgos sus efectos (pensemos en la descripción del comportamiento del electrón), sino que existen ciencias como la medicina experimental y la biología, por ejemplo, las cuales no puede ser manejadas sólo con criterios de necesidad de las conclusiones. De hecho, no pueden rastrear las “causas” de todos los “efectos” y, a menudo, solo pueden formular hipótesis, sin poder “reproducir el fenómeno” también porque a menudo presenta demasiadas “variantes”. Hay explicaciones más plausibles, por lo que cuando hay una necesidad de elegir o construir un sistema de estudio, la declaración “yo creo” puede intervenir precisamente porque no existe una ciencia absoluta en el sentido descrito anteriormente, y también es necesario hipotetizar en casos específicos el asentimiento de “yo creo”. Esto no es raro en este tipo de estudio, ya que también puede ser necesario asumir una verdad para poder proceder. En este caso, se trata de “una actitud activa de la mente que se formula a sí misma la adhesión dada a una oración, donde falta uno u otro de los elementos requeridos para el conocimiento científico”, es decir, falta precisamente “la certeza perfecta, que excluye el riesgo de error” y carece de “la evidencia, capaz de imponerse a todas las mentes” (1).

Entonces repetimos lo que sucede: “la mente se formula a sí misma la adhesión a este enunciado”, es decir, “cree”, el proceso es pues, interno en nosotros, no es una constatación inapelable de ciertos hechos totalmente externos al yo. Por lo tanto, cuanto más es necesario argumentar que “se cree en la ciencia” para defender la opinión dada, más estamos afirmando que la tesis no goza en absoluto de la certeza científica propiamente dicha, o la del conocimiento por las causas necesarias si se trata del modelo aristotélico, o de verificación con el método científico si queremos ceñirnos al viejo modelo positivista. En ambos casos, tener que decir “Creo en la ciencia” significa afirmar que falta la certeza que se tiene en otros campos de la ciencia.

El asentimiento así dado en este caso “expresa una elección entre la posible afirmación y la negación, o entre varios enunciados posibles”. Por lo tanto, se convierte forzosamente en la elección voluntaria de una opinión. Resaltamos que voluntario no quiere decir arbitrario, sino que la inteligencia sola en este caso no está simplemente averiguando una verdad evidente, sino que debe intervenir la voluntad, la cual, habiendo valorado un conjunto de factores, hace su libre elección en un sentido. Y es que estamos en el campo de la creencia-opinión, que “lleva en sí el riesgo de error, por estar insuficientemente fundamentado desde el punto de vista experimental o racional, y este riesgo es necesariamente reconocido por quienes opinan” (2). Por lo tanto, es necesario reconocer esto, no mentir a la propia inteligencia y admitir la naturaleza no evidente de la afirmación.


Moralidad de “creer” en datos científicos

Es por lo tanto, a menudo, incluso en la esfera “científica”, la opinión de tal o cual erudito, quien -si es honesto- debe admitir que él mismo primero hizo una elección voluntaria a favor de una opinión, aunque sea la más probable; opinión del erudito que luego se propone a quien, no habiendo estudiado directamente la hipótesis, elegirá a su vez (no siendo necesario un dogma de fe infusa para la salvación eterna) creer o no, en base a criterios basados ​​en competencia del descubridor, de la honestidad intelectual demostrada durante su vida y también de su desinterés económico, de su inmunidad a la lógica de carrera, al prestigio o al chantaje, factores todos ellos que aumentan su credibilidad.


Y esto se debe a que la fiabilidad del testigo en este asunto es primordial. Por lo tanto, dado que no hay evidencia, para quien, como Aristóteles, tenía los pies sobre la tierra y quería hacer una elección moralmente buena, también es necesario, y verdaderamente “científico” preguntarse: ¿está interesado el testigo? ¿Me mostró en su totalidad los estudios que lo llevaron a esas conclusiones? ¿Lo echarían de la universidad o de su trabajo si tuviera la tesis opuesta? ¿Está proponiendo como “cierto” lo que todavía es “incierto”, por lo que es intelectualmente deshonesto? ¿Es posible que algunos científicos, aunque sean numerosos, puedan ser condicionados, especialmente si están en juego intereses considerables o sometidos al poder? ¿Ha habido alguna vez represiones que puedan haber afectado la libertad del científico? El llamado consenso de la “comunidad científica”, especialmente si el estudio está en una fase embrionaria, ¿es real después de estudios intachables o es también el resultado de quienes controlan el “consenso emocional de las masas”?

Estas preguntas ciertamente no pueden entrar en un “modelo matemático” o en un “índice de positividad”, pero son verdaderamente científicas ya que mi conocimiento a través de las causas, si es para “creer” en un hecho científico, también debe cuestionar su credibilidad y por lo tanto, el desinterés del testigo. Sólo así será prudente mi acto de creer. Lo dicho -para aquellos que han permanecido anclados en la filosofía realista y no sueñan con un conocimiento científico que tenga respuestas para todo de forma inmediata en forma de algoritmo- es aún más cierto en los primeros años que siguen a un descubrimiento. Particularmente en experimentos médicos, recordando que nuestro conocimiento del funcionamiento del cuerpo humano tiene límites, no estamos hablando del sistema inmunológico. Algunos descubrimientos adquieren, si no cientificidad absoluta, al menos mayor credibilidad cuando han sido tamizados por el tiempo. Mi “fe” no en la ciencia -que no significa nada- sino en ese tratamiento médico concreto que ya está establecido porque ha dado buenos frutos a largo plazo, se ha convertido con el tiempo también en una “fe razonable”. O incluso “tan razonable” que incluso sería imprudente no creerlo debido a las muchas confirmaciones recibidas a lo largo de los años. Pero también es cierto lo contrario: desde el punto de vista moral podría ser una grave imprudencia, y también podría ser un grave pecado de credulidad -si hay plena advertencia- dar el asentimiento imprudente, es decir, sin las comprobaciones necesarias. Especialmente si tenemos funciones como científicos, médicos o gobernantes, con serias responsabilidades para quienes nos escuchan u obedecen.

En conclusión, puedo creer en tal o cual científico por razones bien fundadas y no emocionales o convenientes, pero decir “Creo en la Ciencia” no significa nada. No hay creencia en la ciencia, existe la posibilidad de atribuir menor o mayor credibilidad a un estudioso u otro sobre una afirmación específica. El resto es sólo emotividad irracional íntimamente ligada al citado cientificismo positivista decimonónico, que, habiendo renunciado a la metafísica clásica, trata de imponerlas “al son de mayorías reales o ficticias” cuando carece de certezas.


1 R. Jolivet, Psicología , Brescia 1958, p. 569.

2 Ibíd .



Disputationes-Theologicae



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