Por Anthony Esolen
Cuando el joven Agustín estaba en sus largos años de lucha, no buscaba oleadas de buenos sentimientos. Los obtenía de la amante que mantenía, a la que era fiel, y que le dio a luz a su querido hijo, Adeodato. No buscaba la eminencia en el mundo. Su brillantez como escritor y profesor podría ganársela. No quería el consuelo de que le dijeran que Dios respetaría sus nociones maniqueas de una deidad extendida por el universo como un ectoplasma omnipresente, corpóreo pero demasiado delgado para verlo a simple vista.
Quería encontrar la verdad y descansar en ella, como en una morada segura. Cuando la encontró, encontró a Cristo, al que a veces llamaba con el simple y poderoso nombre de Verdad. No fue el único padre antiguo que lo hizo.
Nuestras mentes están hechas para tener hambre de la Verdad y ser satisfechas por ella y sólo por ella. ¿Quién aceptaría a un cónyuge con la condición de que sólo pareciera amar, por muy persuasiva que fuera su actuación? ¿O quién diría: “Acepto esta fe porque me agrada y me ayuda en los sufrimientos de esta vida, pero no me importa si es verdadera”? No queremos ser engañados, ni siquiera cuando somos nosotros los que engañamos.
Cuando Agustín encontró la Verdad, se alegró de ella. Tal alegría es natural, en armonía con nuestra naturaleza de seres racionales e intelectuales. Jesús no dijo que Satanás era, en el centro de su maldad, el padre de los sentimientos heridos y los egos magullados. Dijo que Satanás era un asesino desde el principio, un mentiroso, el padre de la mentira. Satanás no se alegra de la verdad porque la verdad no está en él.
Yo pregunto, ahora, si los líderes de nuestra Iglesia se regocijan en la verdad. El salmista lo hacía cuando meditaba en la ley de Dios, que era una lámpara en su vida. No hay choque entre la verdad de las cosas hechas y la verdad de las cosas invisibles de Dios dice San Pablo; y no hay choque entre la ley moral y la ley del amor. Dios es el Creador y el autor de todo.
Cuando ves a un hombre, ves -seas consciente de ello o no, lo consideres o no, y te guste o no- a una persona formada para ser, en su modo de existencia física y también, como creemos, en su existencia espiritual, un padre. Lleva en su interior la semilla de una nueva vida humana. Cuando ves a una mujer, y del mismo modo, independientemente de las mismas cosas, ves a una madre, el campo, la tierra nutricia de donde brotará la nueva vida. Estas son verdades. De ellas, y de la naturaleza del niño humano, podemos deducir toda la ley moral relativa a la acción sexual.
Debería ser una alegría para nosotros hacerlo. Deberíamos deleitarnos con ello. Que no nos deleitemos con la ley moral no implica que haya algo defectuoso en ella, sino que hay algo defectuoso en nosotros.
Salto del Ángel
Si dijera: "Me gusta más el centro comercial", y nombrara una tienda en la que pudiera comprar o mirar ropa lasciva, empezaríamos a preguntarnos si se ha vuelto loco. Y esa es exactamente nuestra condición, en un grado u otro, con respecto a este o aquel campo de la verdad moral. Nos alejamos de ella, desviamos la mirada, arrastramos los pies, refunfuñamos. A menudo se necesita una larga operación para enderezar la trama de un alma humana. El hecho de que Dios soporte el tedio de la misma, es en sí mismo un acto de amor divino. Me imagino que hasta los ángeles bostezan.
Ahora oigo que los obispos de los páramos espirituales de Europa occidental niegan que, en este asunto que está en el corazón de todas las culturas humanas, porque es el que más afecta a esa sociedad fundamental que se llama familia, se puedan descubrir las cosas invisibles de Dios a partir de las cosas hechas. Para ellos, el hombre no es un hombre, y la mujer no es una mujer, sino que son personas indiscriminadas con una variedad de inclinaciones sexuales a las que pueden dar rienda suelta lícitamente sin tener en cuenta la realidad objetiva que cualquiera puede ver fácilmente con los ojos y con la mente.
La única forma de aprobar o incluso condonar cualquier forma de matrimonio simulado, homosexual o de otro tipo, es negar que tengamos acceso a la realidad objetiva fuera de nuestros sentimientos al respecto. Pero nuestros sentimientos deben ajustarse a la realidad, no al revés.
El hombre que quiere sodomizar a otro hombre puede llamarlo amor, y no me cabe duda de que puede haber pasiones poderosas y que algunas de esas pasiones pueden incluir movimientos de caridad mal empleados. Eso puede decirse de todos los vínculos humanos que son inmorales: las pasiones y la entrega truncada de los fornicadores como Agustín y su amante; las lealtades de sangre de una banda de delincuentes; la generosidad marchita de una ramera con su cliente; la abnegación de los piratas al ataque. No importa. Dios escudriña en lo más profundo del alma, pero nosotros no podemos, ni se nos exige. La ley moral es algo público, y si fuéramos inocentes, sería algo obvio.
Es obvio que el hombre en cuestión no puede amar al otro hombre en la plenitud del otro como hombre. Para él, la semilla no es semilla sino otra cosa -no quiero entrar en detalles-; y el hombre no es en su esencia un padre. Alguien que mira a un niño con deseo sexual no está pensando en el niño, que en la carne da testimonio del hombre o la mujer maduros en los que se convertirá; más bien, está pensando en una criatura como un juguete del aquí y ahora. Quien mira a una mujer con lujuria, pensando en el placer de la unión sexual pero no en lo que esa unión es y significa necesariamente, no está pensando en la mujer como tal, sino en un cuerpo femenino dotado de los aditamentos deseados.
No podemos hacer lo que estos obispos quieren sin derribar toda la doctrina de la creación tal como se nos revela en la Escritura. Me parece que sienten la verdad como un estorbo para la voluntad, una bola y una cadena, y que la voluntad personal sola, tan vaga y caprichosa como puede ser, debe reinar. Tal actitud, por supuesto, no es cristiana. No creo que pueda subsistir con ninguna religión. Es un juego para los ateos.
Crisis Magazine
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