Por Guilherme Maia
Mientras leemos la vida de Nuestro Señor en los Evangelios, lo encontramos innumerables veces usando la expresión “¡Ay!”. Sabemos por los estudios de las Sagradas Escrituras que cuando el Divino Maestro usa una palabra tan simple, está dictando una sentencia y censurando cierta actitud, por ejemplo, cuando dijo: “¡Ay del que escandaliza!”
La palabra escándalo proviene del latín scandălum y significa piedra con que se tropieza, es decir, aquello que causa error o pecado [1].
Como nos enseña el magisterio de la Iglesia, el escándalo es la actitud o comportamiento que lleva a otros a hacer el mal. Porque el que escandaliza se convierte en tentador de su prójimo, viola la virtud y la justicia y puede arrastrar a su hermano a la muerte espiritual [2].
Las diferentes severidades del escándalo
El escándalo tiene diferente gravedad. En efecto, Santo Tomás de Aquino en la Summa Theologiae aclara que, en primer lugar, tal acción es siempre un pecado por parte de quien la realiza, ya sea porque la obra es pecaminosa, o incluso porque tiene la apariencia de pecado [3]. De esto se deduce la razón por la cual Nuestro Señor le da tanta importancia a tal actitud, hasta el punto de lanzar la siguiente imprecación a quienes la practican: “Sería mejor que le ataran una piedra de molino al cuello, y que sea arrojado al mar!” (Lc 17, 2).
En caso de que tal actitud provenga de un acto pecaminoso, se vuelve muy claro a los ojos de los espectadores, e incluso la conciencia acusa al que ha pecado. Sin embargo, vale la pena detenerse en el segundo caso mencionado por el Doctor Angelico, es decir, cuando el mal está en el aspecto de la acción, ya que, en tales circunstancias, el escándalo se hace patente para todos, pero no siempre para quien cometió eso.
Este es el caso, por ejemplo, de quienes propagan modas deshonestas. Hay, es cierto, quienes las aceptarán y las alabarán. Pero esto se debe a que ya trabajaron su conciencia a largo plazo aceptando ese mal y convirtiéndolo en un “bien” para ellos mismos.
Sin embargo, sin la menor sombra de duda, también hay almas rectas que no cederán a tales modas y reprocharán tal actitud, porque han visto en ella una ocasión de caída o tropiezo. Y, en este caso, quien fue el instrumento de tal difusión comete el escándalo, por mucho que no pretenda hacerlo.
Ahora bien, según la sana doctrina, la gravedad del acto se juzgará de varias formas: Primero, si por acción o incluso por omisión lleva deliberadamente al otro a una falta grave [4], porque de lo contrario sería un pecado venial [5].
En segundo lugar, la autoridad de quienes la causan o la debilidad de quienes la padecen la agravan aún más. Por eso, el Divino Maestro dice: “¡Ay del que escandaliza a uno de estos pequeños…” (Mt 18, 6).
Por último, y quizás lo más importante, su gravedad alcanza un paroxismo cuando la cometen quienes, por naturaleza o función, deben enseñar y educar a los demás [6]. ¿Y cómo pueden estas autoridades escandalizar? El mismo Catecismo de la Iglesia Católica nos responde: “por leyes o instituciones, por moda o por opinión” [7].
Mientras tanto, en este siglo en el que el pecado está tan extendido y en el que se practican escándalos todo el tiempo, ¿cuál debe ser nuestra actitud como hijos de la Santa Iglesia? ¿Compromiso? ¡Para nada!
Ya San Agustín en el siglo V aconsejaba: “Cuando veas que muchos no solo hacen estas cosas, sino que también tratan de justificarse y aconsejar a otros que actúen de la misma manera, mantente firme en la práctica de la Ley de Dios y no sigas a esos delincuentes. Por supuesto, no serás juzgado según su opinión, sino según la Ley de Dios” [8].
Obviamente, es imposible medir todas las consecuencias de todas nuestras acciones, especialmente porque la gran mayoría de ellas tienen lugar en el mundo sobrenatural, a los pies de Dios.
Ahora, si el Creador las ve, no hay forma de ignorarlas, ya que serán usadas en nuestra contra o en nuestro favor en el último día. Así, siguiendo los consejos del hiponense, nunca cedamos a tales actitudes, sin preocuparnos por la opinión de los demás, porque no seremos juzgados según ellos, sino por el Juez Supremo.
Notas:
[1] Cfr. CUNHA, Antônio Geraldo da. Diccionario etimológico de la lengua portuguesa. Río de Janeiro: Lexikon, 2010, p. 257.
[2] Ver CCE 2284.
[3] Cfr. S.Th. II-II, q. 43, a. 2, c.
[4] Ver CCE 2284.
[5] Cfr. S.Th. II-II, q. 43, a. 4, c.
[6] Ver CCE 2285.
[7] Ver CCE 2286.
[8] Cfr. La catechesis de los principiantes XXV, 48.
GaudiumPress
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