La celebración cae en la octava de la Asunción, para subrayar el vínculo muy estrecho entre estos dos misterios gloriosos meditados en el Santo Rosario.
Fue Pablo VI quien trasladó la conmemoración de la realeza de María al 22 de agosto (la fecha original del 31 de mayo permanece en el calendario de la "forma extraordinaria" del rito romano). El mérito de haberla instituido recae en cambio en Pío XII, quien en 1954 - Año Mariano y Centenario de la solemne definición del dogma de la Inmaculada Concepción - publicó la encíclica Ad Caeli Reginam. La encíclica, como recordó el propio Papa Pacelli, fue una respuesta a las “insistentes demandas” del pueblo cristiano, intensificadas tras la decisión de su predecesor Pío XI de instituir la solemnidad de Cristo Rey, también urgida por muchas devotas peticiones.
María ha sido honrada desde la antigüedad como Reina y con este título se la invoca 13 veces en las Letanías de Loreto. La primera razón de su dignidad real es su maternidad divina, que asocia admirablemente a la Madre con los misterios de su Hijo. Al mismo tiempo, recordando que “en el sentido pleno, propio y absoluto, sólo Jesucristo, Dios y hombre, es Rey”. Pío XII subrayó que “la Santísima Virgen debe ser proclamada Reina no solo por su divina maternidad, sino también por el papel singular que tuvo en la obra de nuestra eterna salvación”. Reina por gracia y mérito, por tanto, que cooperó en la Redención como “compañera” del divino Hijo, aceptando su cruz y participando maternalmente, en perfecta unión mística, en sus sufrimientos. Por esta razón, los antiguos Padres, comenzando con San Ireneo de Lyon (c. 130-202), exaltaron a María como la nueva Eva, siguiendo el ejemplo de la comparación paulina de Jesús como el nuevo Adán. Con su fe y obediencia que la hizo Madre en el orden de la gracia, Nuestra Señora pudo remediar la incredulidad y desobediencia de nuestro antepasado en el orden de la naturaleza.
El discípulo y biógrafo de San Anselmo de Aosta, Eadmer de Canterbury, citado por Pío XII, escribió: “así como... Dios, al hacer todo con su poder, es Padre y Señor de todos, así la bendita María, al reparar todos con sus méritos, es Madre y Reina de todos; porque Dios es el Señor de todas las cosas, porque por Su mandato establece a cada una de ellas en su propia naturaleza, y María es la Reina de todas las cosas, porque devuelve a cada una su dignidad original por la gracia que ella mereció”. La realeza de María en el orden natural y sobrenatural, en la tierra y en el cielo, está implícita en su propio nombre, según una de sus diferentes interpretaciones. San Jerónimo escribe: “Hay que saber que María, en lengua siríaca, significa Señora” (Liber de nominibus hebraicis). De lo dicho deriva su poder ilimitado para interceder ante Dios por sus hijos porque, como dijo el Beato Pío IX, la Madre celestial “obtiene lo que pide y no puede permanecer inactiva”. Actúa como mediadora de todas las gracias.
María es la mujer con una corona de doce estrellas (Ap 12, 1), llamada desde la eternidad a aplastar la cabeza de Satanás (Gn 3, 15), el primer enemigo de Dios y de toda la humanidad. Por tanto, la ayuda de la Virgen debe pedirse siempre con gran confianza para tener “ayuda en la adversidad, luz en las tinieblas, consuelo en el dolor” y, sobre todo, escribe de nuevo Pío XII, para “liberarse de la esclavitud del pecado” y merecer contemplar el Santísima Trinidad con ella un día.
Fue Pablo VI quien trasladó la conmemoración de la realeza de María al 22 de agosto (la fecha original del 31 de mayo permanece en el calendario de la "forma extraordinaria" del rito romano). El mérito de haberla instituido recae en cambio en Pío XII, quien en 1954 - Año Mariano y Centenario de la solemne definición del dogma de la Inmaculada Concepción - publicó la encíclica Ad Caeli Reginam. La encíclica, como recordó el propio Papa Pacelli, fue una respuesta a las “insistentes demandas” del pueblo cristiano, intensificadas tras la decisión de su predecesor Pío XI de instituir la solemnidad de Cristo Rey, también urgida por muchas devotas peticiones.
María ha sido honrada desde la antigüedad como Reina y con este título se la invoca 13 veces en las Letanías de Loreto. La primera razón de su dignidad real es su maternidad divina, que asocia admirablemente a la Madre con los misterios de su Hijo. Al mismo tiempo, recordando que “en el sentido pleno, propio y absoluto, sólo Jesucristo, Dios y hombre, es Rey”. Pío XII subrayó que “la Santísima Virgen debe ser proclamada Reina no solo por su divina maternidad, sino también por el papel singular que tuvo en la obra de nuestra eterna salvación”. Reina por gracia y mérito, por tanto, que cooperó en la Redención como “compañera” del divino Hijo, aceptando su cruz y participando maternalmente, en perfecta unión mística, en sus sufrimientos. Por esta razón, los antiguos Padres, comenzando con San Ireneo de Lyon (c. 130-202), exaltaron a María como la nueva Eva, siguiendo el ejemplo de la comparación paulina de Jesús como el nuevo Adán. Con su fe y obediencia que la hizo Madre en el orden de la gracia, Nuestra Señora pudo remediar la incredulidad y desobediencia de nuestro antepasado en el orden de la naturaleza.
El discípulo y biógrafo de San Anselmo de Aosta, Eadmer de Canterbury, citado por Pío XII, escribió: “así como... Dios, al hacer todo con su poder, es Padre y Señor de todos, así la bendita María, al reparar todos con sus méritos, es Madre y Reina de todos; porque Dios es el Señor de todas las cosas, porque por Su mandato establece a cada una de ellas en su propia naturaleza, y María es la Reina de todas las cosas, porque devuelve a cada una su dignidad original por la gracia que ella mereció”. La realeza de María en el orden natural y sobrenatural, en la tierra y en el cielo, está implícita en su propio nombre, según una de sus diferentes interpretaciones. San Jerónimo escribe: “Hay que saber que María, en lengua siríaca, significa Señora” (Liber de nominibus hebraicis). De lo dicho deriva su poder ilimitado para interceder ante Dios por sus hijos porque, como dijo el Beato Pío IX, la Madre celestial “obtiene lo que pide y no puede permanecer inactiva”. Actúa como mediadora de todas las gracias.
María es la mujer con una corona de doce estrellas (Ap 12, 1), llamada desde la eternidad a aplastar la cabeza de Satanás (Gn 3, 15), el primer enemigo de Dios y de toda la humanidad. Por tanto, la ayuda de la Virgen debe pedirse siempre con gran confianza para tener “ayuda en la adversidad, luz en las tinieblas, consuelo en el dolor” y, sobre todo, escribe de nuevo Pío XII, para “liberarse de la esclavitud del pecado” y merecer contemplar el Santísima Trinidad con ella un día.
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