jueves, 6 de mayo de 2021

EL ESPÍRITU DE LAS ROGATIVAS


El recuerdo de lo que eran las rogativas se está perdiendo, desgraciadamente en la Iglesia.

Por Roberto de Mattei


Las rogaciones o rogativas son procesiones que la Iglesia ha convocado desde hace tiempos inmemoriales para implorar el auxilio del Cielo ante alguna calamidad. Existen dos versiones distintas pero complementarias sobre el origen de estos actos, según cuentan respectivamente dos grandes monjes benedictinos que fueron a su vez grandes eruditos: el beato cardenal Ildefonso Schuster y Dom Prósper Guéranguer, abad de Solesmes.

Afirma monseñor Schuster en su Liber sacramentorum que los orígenes históricos de las rogaciones se remontan a la antigua fiesta pagana de las Robigalias, en la que los jóvenes de Roma iban más allá del puente Milvio para ofrecer sacrificios a Robigo, el dios que protegía de la roya las cosechas de cereales. La Iglesia romana cristianizó esta costumbre popular. De hecho, en vez de cortar de raíz usos ancestrales profundamente arraigados en el corazón de la gente, siempre los conservó dándoles un nuevo sentido espiritual. De ese modo se introdujeron en los primeros siglos las procesiones rogativas, que partiendo del centro de Roma se dirigían a San Pedro recorriendo la vía Flaminia y el puente Milvio y bordeaban el Tíber hasta llegar hasta el Vaticano. En esta procesión se rezaban las Letanías mayores, llamadas así para distinguirlas de las letanías menores, asociadas a las estaciones, palabra tomada de la terminología militar que se refiere a las paradas que se hacían en las procesiones entre las iglesias en determinados tiempos litúrgicos.

A diferencia de esas procesiones menores, las rogaciones tenían un carácter más solemne; el recorrido era bastante largo, y participaba toda la población de Roma repartida en varios grupos. Parece ser que su institución oficial se debe a San Gregorio Magno, que en el año 590 convocó una litania septiformis con miras a implorar el fin de la peste. Se trataba de una procesión general en la que participaron el clero y los habitantes de la urbe, formada en siete cortejos que confluyeron en la Basílica Vaticana. Cuando llegaron al mausoleo de Adriano, San Gregorio Magno alzó la vista y observó en lo alto del castillo un ángel exterminador que envainaba su espada ensangrentada, en señal de que se levantaba el castigo.

Por su parte, Dom Guéranger habla de un rito que se instituyó originalmente en Viena del Delfinado por iniciativa del obispo San Mamerto (hacia el año 470): “Calamidades de todo género habían traído la desolación a esta provincia recientemente conquistada por los borgoñones. Las gentes estaban acongojadas a consecuencia de incendios, terremotos y otros fenómenos pavorosos en los que veían señales de la cólera divina. El santo prelado, deseoso de levantar la moral a su pueblo y reconducirlo a un Dios cuya justicia era necesario aplacar, prescribió tres días de expiación durante los cuales los fieles habrían de entregarse a penitencias y hacer procesiones entonando los salmos”.

De la Galia, las rogaciones se extendieron a toda la Iglesia de Occidente. San Cesáreo de Arlés, escribiendo a principios del siglo VI, nos cuenta que estas procesiones estaban integradas por el clero y los fieles de bastantes iglesias filiales que seguían la cruz de guía de una iglesia principal, descalzos y cantando himnos sagrados. Estas procesiones fueron adoptadas en Roma en el año 801 bajo el pontificado de San León III. Si bien para entonces ya se hacían rogaciones, en Roma se reservó la denominación de Letanías mayores para la procesión de San Marcos, que se celebraba el 25 de abril, en tanto que las rogaciones se conocían como letanías menores; mientras que en Francia éstas últimas se conocían como letanías mayores, reservándose el calificativo de menores para las de San Marcos.

Recuerda Dom Guéranger que Carlomagno se descalzaba los pies, como hacía hasta el último de los fieles, y así caminaba en pos de la cruz desde su palacio hasta la iglesia de la estación. En el siglo XIII, Santa Isabel de Hungría daba el mismo ejemplo: a esta reina le gustaba mezclarse durante las rogaciones con las mujeres pobres del pueblo caminando igualmente a pie descalzo y cubierta con una tosca túnica de lana.

Tal era el espíritu de la cristiandad que San Pío V y San Carlos Borromeo renovaron en su tiempo. A fame, bello et peste liberanos, Domine (líbranos, Señor, del hambre, la guerra y la peste), se cantaba y se sigue cantando en las rogaciones, en aquellos lugares en que sobreviven.

Y ése es el espíritu que necesitamos para librarnos de las calamidades que se ciernen sobre nuestra sociedad.


Roberto de Mattei



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