martes, 23 de febrero de 2021

ATERRADOR FINAL DE VOLTAIRE, AULLABA, SE ARAÑABA LA CARA, CON OJOS DESORBITADOS Y ESPUMA POR LA BOCA

Tras su apariencia apacible, en François-Marie Arouet/Voltaire se ocultaba uno de los peores hombres que ha pisado la faz de la Tierra.

Por Jorge Rondón Santos


1.1 VOLTAIRE, PADRE LEGÍTIMO DE LA INTOLERANCIA

Eugenio Scalfari y Michela Marzano se han lanzado recientemente en una apología de François-Marie Arouet (1694–1778), más conocido como Voltaire, el primero presentándolo entre los máximos «campeones de la libertad», la segunda subrayando cómo este, en su obra, hacía «no sólo el elogio de la razón, sino también de la dulzura» (La Repubblica, 19/1/2015, p.47).

Lástima que entrambos, tal vez deslumbrados por el entusiasmo, hayan omitido a sus lectores detalles, si así puede decirse, que si no demuelen, al menos redimensionan la estatura de su amado filósofo. Para empezar, hubieran podido explicar que el autor del célebre Traité sur la tolérance (1763), contrariamente lo que muchos piensan, no dijo jamás aquel «no comparto tus ideas, pero me batiré hasta la muerte para que tú puedas expresarlas», frase que en cambio debemos a la escritora británica Evelyn Beatrice Hall (1868–1956).

Su misma existencia no fue tan ejemplar como uno, leyendo a Scalfari y Marzano, se imaginaría: Voltaire amaba los juegos de azar, lucrativos negocios como el préstamo (a intereses estelares) e inversiones en la Compañía francesa de las Indias, que se ocupaba de la compra-venta de esclavos. Nada de qué escandalizarse ya que detestaba a los zíngaros –«una multitud despreciable de gente desconocida»–, los hebreos –«No creeríamos que un pueblo tan abominable hubiera podido existir sobre la faz de la Tierra»– y sobre todo, los hombres de color, que consideraba nada menos que animales: «El hombre negro es un animal que tiene lana sobre la cabeza, camina sobre dos patas, es casi tan práctico como un simio, es menos fuerte que los otros animales de su talla, posee un poco más de ideas y está dotado de mayor facilidad de expresión» (Tratado de Metafísica, 1978, p. 63).

Todo esto sonará probablemente nuevo, casi increíble, para los lectores de la Repubblica [y cualquier otro medio]. Más, es la pura realidad histórica, como los estudiosos saben bien, a partir de Carlo Ginzburg, el cual, aunque subrayando que Voltaire «nunca adhirió plenamente al racismo en sentido estricto», admite sin término medio, entre otras cosas, cómo éste era «sin duda un racista en sentido lato» (Il filo e le tracce, Feltrinelli 2006, p.123). Si dice esto, se atiende, no tanto para redimensionar, sino para exaltar el valor de la tolerancia. Que, propiamente porque es importante en los fines de la convivencia civil, merecería testimonios, si acaso, un poquito más creíbles que los que Scalfari y Marzano, que con demasiada superficialidad encomian, con la secreta esperanza de que en ninguno de sus lectores se encienda la curiosidad de proceder a verificar el efectivo fundamento histórico de sus desproporcionados e incautos elogios.


1.2 EL MÁS INTOLERANTE DE LOS ILUSTRADOS

El célebre historiador Pierre Chaunu, profesor de Historia Moderna en la Sorbona y miembro del “Institut de France” ha declarado que «el balance de la Revolución francesa es largamente negativo», siempre que se quiera atender realmente los hechos. El mundo sin los movimientos revolucionarios sería «mucho mejor». Un tabú decirlo, incluso hoy.

Los ideales (Liberté, Fraternitè, Egalité) eran nobles pero «no fueron otra cosa que principios judeo-cristianos» (sic) malamente copiados por los jacobinos franceses, valores que fueron oscurecidos por las «masacres cometidas bajo la Revolución. Si se suman las pérdidas [en vidas humanas] de la guerra y las anteriores a ésta, se llega de un País de 27 millones de habitantes que tenía la Francia entonces a un total por el orden del millón». Sin contar el Régimen del Terror, la guillotina y la Ley de los sospechosos (por la cual se era encarcelado bajo la sola sospecha de haber cometido delitos políticos).

El semanario Tempi ha entrevistado recientemente a Marion Sigaut, historiadora y escritora, especialista de la Universidad de París VI y experta en la Era de las Luces y, sobre todo, de Voltaire. Su último trabajo trata sobre el autor del Tratado de la tolerancia, y lo ha titulado: “Voltaire. Une imposture au service des puissants” (KontreKulture 2014). Traducido: “Voltaire. Una impostura al servicio de los poderosos”, porque Voltaire -ha explicado- «fue entre sus contemporáneos el más intolerante. Luchó toda la vida para hacer encerrar en la Bastilla a aquellos que no le agradaban y para prohibir los escritos que le hacían sombra. Lo que definió su lucha por la tolerancia consiste, exclusivamente, en acusar falsamente a los católicos de intolerancia a fin de predicar la tolerancia a sus prejuicios. El Tratado sobre la tolerancia es un tejido de mentiras. Una vergüenza».

Palabras durísimas que sin embargo son confirmadas por los estudiosos. «No quería escribir sobre Voltaire, mas me crucé con él en el curso de mis investigaciones porque es imprescindible cuando se habla del siglo XVIII», ha proseguido la historiadora francesa. «He quedado aturdida al descubrir la diferencia que separa lo que se dice de lo que fue. Increíble. La mentira es talmente enorme que las ganas de restablecer la verdad se me imponen. Necesitaba decir la verdad. La infatuación por Voltaire es la medida de la enormidad del engaño que el sistema profiere sobre nuestro pasado. El público ama un Voltaire que nunca existió. Lo que realmente se admira es la inteligencia, la generosidad, el coraje, el compromiso por las buenas causas, todo lo que se hace creer que Voltaire había defendido. La farsa es muy grande».

«El sistema presente», continúa Sigau, «hace creer que las Luces fueron un movimiento redentor del pueblo, que la Revolución Francesa fue una insurrección popular, que Voltaire defendía la libertad de expresión, que los reyes eran tiranos y que la religión católica fue barbárica. La realidad es todo lo contrario. La Ilustración fue un movimiento elitista y pleno de desprecio ante el rostro del pueblo, la Revolución una serie de golpes de Estado sanguinarios y bárbaros, Voltaire un monstruo, nuestros reyes los protectores [del Estado] y la religión católica el pilar de los valores de nuestra civilización. Criticar a Voltaire significa redescubrir la libertad de pensamiento».

Voltaire no era solamente enemigo del pueblo (católico), sino que combatía a los mismos ilustrados como acaeció con Rousseau: «Voltaire frecuentaba sobre todo a los nobles y privilegiados y desdeñaba la denuncia radical de las desigualdades sociales por parte de Rousseau. No se trató solo de un desencuentro intelectual. Voltaire llegó a denunciar a Rousseau. Lo quería en la galera. Y no dudó en atacar también la esfera de la vida privada de su rival. Fue una lucha desigual, que vio a Rousseau marginado y calumniado».

Aunque hoy emergen públicamente solo el antisemitismo, el racismo de Voltaire y la falsa atribución de la frase “No estoy de acuerdo con lo que dices, pero me batiré hasta la muerte para que tengas el derecho de decirlo”. Pero hay más por saber sobre él y sobre los años oscuros del Iluminismo.


2° LA ATERRADORA MUERTE DE VOLTAIRE

El librepensador francés Voltaire fue un encarnizado enemigo de la religión y de Jesucristo. Se ha dicho incluso que Jesús, después de Satanás, no ha tenido un enemigo más fiero que Voltaire, quien atacaba la fe en Dios a través de sus escritos llenos de soberbia materialista, de culto a la soberbia de la razón. Era tanta la aversión que sentía por la religión, que dio expresas instrucciones a sus “discípulos” de si estando en agonía pedía un sacerdote para confesarse, no se lo llevaran, ¡ya que seguramente sería producto de delirios febriles!

Así llegó el día de su muerte. En su agonía, comenzó a desesperarse frente a la posibilidad de la eterna condenación. De seguro intuyó que ese Dios a quien tanto atacó, le esperaba inmediatamente después de expirar para pedirle cuenta de su vida. Intuía que ante la Omnipotencia, la inmensidad de la Majestad de Dios, no le serviría la “razón pura” para justificar su mala vida y los escritos ateos y ofensivos con que lo había atacado y tratado de apartar a la gentes de la fe.

Se desesperó, comenzó a gruñir, a tirarse el pelo, a pedir un sacerdote para confesarse: “¡Confesión…! ¡confesión!”. Pero sus seguidores, obedeciendo sus instrucciones previas, se pusieron de guardia en la puerta de su casa, para impedir que alguien le llevara un sacerdote que lo confesara y absolviera. Voltaire ya gritaba, se revolcaba en la cama, se rasguñaba la cara desesperado, tenía los ojos desorbitados y botaba espuma por la boca. Ya no gritaba, sino aullaba, desesperado, al entender que se condenaría eternamente. Los demonios le enrostraban sus escritos, su burla a la religión, y ya le anticipaban la “suerte” que le esperaba apenas expirara: les pertenecía a ellos y habían venido a por él. Su muerte fue horrible, su rostro producía espanto a quienes le miraban. La enfermera que le atendió, se hizo el propósito de nunca jamás volver a asistir a un moribundo ateo, tan horrorizada había quedado ante el macabro espectáculo de tan mala muerte.

Sin embargo, hoy todavía parece haber quienes enaltecen a Voltaire, lo ponen sobre un altar como hombre de letras, librepensador que puso a la sola razón como medida de todo. Deben quedar ingenuos que aún leen sus obras ateas como algo semisagrado. ¿Conocían el fin que tuvo el desdichado, que murió gritando, suplicando le llevaran un sacerdote católico para confesarse, y así poder evitar el Infierno eterno que intuía perfectamente sería su destino tras morir? Esa muerte desesperada, ese intento por renegar en el lecho de agonía de su doctrina atea y de los ataques a la fe y a Jesucristo, le quitan toda autoridad como intelectual válido, y pone de manifiesto el peligro de atacar a Dios, a la Iglesia, y la fe sencilla de las gentes. Con Dios no se juega; de Dios nadie se ríe impunemente. Si no se cree, más vale observar una actitud de respeto ante quienes sí creen. En una de esas, Dios concede a quien así actúa la gracia del arrepentimiento y de la fe, aunque sea en el momento de la agonía, para no morir como Monsieur Voltaire: desesperado ante la entrada en la eternidad como enemigo de Dios.

Y una ironía: Tan solo 50 años después de la muerte de Voltaire, la Sociedad Bíblica (protestante) de Ginebra, compró la casa y la imprenta de Voltaire en esa ciudad, para producir grandes cantidades de libros, ¡irónicamente, de Biblias! El mismo libro que él visualizaba desparecer luego de cien años a partir de su muerte.


Hispanidad Catolica




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