Por Roberto de Mattei
Entendemos por catacumbas un periodo histórico: los tres primeros siglos de la Iglesia, cuando los cristianos fueron perseguidos hasta que la promulgación del Edicto de Milán por el emperador Constantino en 313 les dio plena libertad para practicar y difundir su fe. Los católicos progresistas contraponen la Iglesia de las catacumbas, pobre y sufriente, a la constantiniana, poderosa y conquistadora. En esta misma línea, el 16 de noviembre de 1965, a pocas semanas de la clausura del Concilio, 42 padres conciliares firmaron en las Catacumbas de Santa Domitila el Pacto por una Iglesia pobre y servidora, de cuño filocomunista. El Pacto de las Catacumbas fue conmemorado públicamente en el mismo lugar el 20 de octubre de 2019 por un grupo de obispos y laicos que propusieron a la Iglesia un nuevo Pacto de las catacumbas por “una casa común”. Por una Iglesia “con rostro amazónico”, “pobre y servidora”, “profética y samaritana”. El pacto sociopolítico de los años sesenta se convirtió así en el “pacto sociocósmico” de la era del papa Francisco y Greta Thunberg.
Por el lado opuesto, algunos conservadores han elaborado una filosofía de las catacumbas según la cual no se debe combatir al enemigo que ataca; lo que hay que hacer es esconderse, como hicieron los cristianos de los primeros siglos, que se refugiaban –dicen– en las catacumbas huyendo de la persecución. En realidad, los primeros siglos de la Iglesia fueron una época de persecución y martirio, pero precisamente por eso fue un tiempo de lucha, dirigido primero por los Apóstoles y más tarde por sus sucesores en obediencia al mandato de Cristo de divulgar abiertamente el Evangelio hasta los confines de la Tierra. La Iglesia de los primeros siglos no fue una Iglesia oculta ni clandestina; los cristianos eran conocidos como tales, la jerarquía (obispos, sacerdotes y diáconos) no eran desconocidos, y las ideas eran manifiestas.
Los cristianos vivían con sus propias familias, ejercían cada uno su profesión, pagaban los impuestos, cumplían el servicio militar, observaban la ley y rezaban por las autoridades establecidas, pero no veneraban al Emperador ni estaban dispuestos a hacer sacrificios a los ídolos paganos. Ésa fue la razón por la que se los consideró enemigos del Estado (hostes publici) y se los persiguió. Las catacumbas no eran escondrijos donde se ocultaran los cristianos, sino cementerios, lugares de enterramiento. Es más, el derecho romano reconocía indistintamente a todo el mundo el ius sepulcri, incluso a los condenados a muerte, cuyos restos el juez podía entregar a quien se lo solicitase para inhumarlos.
La palabra catacumba viene del griego kata (hacia abajo) y kumba (excavación), y eso es porque a principios del siglo III un grupo de cristianos obtuvo autorización para excavar en una depresión del terreno junto a la Vía Apia, la regina viarum, una red de galerías subterráneas para hacer un cementerio. La zona era conocida como junto al valle, y la palabra catacumba expresa el aspecto del lugar. Allí fue depuesto el mártir San Sebastián y, desde el año 258, se veneraba un recuerdo de los apóstoles San Pedro y San Pablo. Después del siglo IV el término catacumba pasó a significar en sentido genérico un cementerio cristiano en el que los difuntos esperaban bajo tierra el supremo despertar. El dogma de la resurrección, epicentro de la fe de la Iglesia naciente (I Cor. 15, 5-8), era uno de los conceptos más difíciles de asimilar para los paganos, como atestigua Tertuliano (De resurrectione carnis, 2: Migne, PL 2, 843).
El desarrollo de las primeras comunidades cristianas da fe de la multiplicación de sus camposantos en las vías consulares. Las catacumbas de San Calixto, en la Vía Apia, así como las de San Sebastián, fueron el cementerio oficial de la Iglesia en siglo III. En ellas se enterró a cerca de medio millón de cristianos, entre los que se cuentan centenares de mártires y dieciséis pontífices. Su nombre procede del diácono que a comienzos del siglo III fue nombrado por el papa Ceferino (199-207) custodio y administrador de las catacumbas (cfr. Antonio Baruffa, Le catacombe di San Callisto. Storia-Archeologia-Fede, 5ª ed., Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano, 2004). Por otra parte, en la primera mitad del siglo III Roma se subdividió en siete regiones eclesiásticas. Cada una de ella tenía asignados sus lugares de culto y diversas catacumbas para el enterramiento de sus feligreses. Dado lo limitado de la superficie, a medida que aumentaban las galerías se abrían escaleras para descender cada vez más hondo en el terreno.
Un precioso calendario ilustrado del año 354 denominado Cronógrafo, contiene dos listados, Depositio episcoporum y Depositio martyrum en los que, con precisas indicaciones geográficas, se indican el lugar y las fechas de conmemoración litúrgica de los mártires cristianos. Entre los cementerios cristianos de Roma se cuentan los de Balbina, Basilia, Máximo, Ponciano, Pretestato y Trasón, que corresponden a nombres de cristianos particulares que habían puesto a disposición de sus hermanos los lugares de enterramiento asignados a sus familias. De hecho, el Evangelio había penetrado desde la primera predicación en algunas familias nobles y pudientes que repartieron caritativamente sus sepulcros, que eran lo bastante amplios para dar cabida a su nueva parentela espiritual.
En casi todos los camposantos de Roma hay testimonios de la fe cristiana: mártires son los que dieron testimonio a Cristo con el sacrificio de la propia vida, y confesores los que proclamaron la fe pero se libraron de la muerte.
Se ha dicho que los cementerios cristianos de Roma son los monumentos más insignes de la caridad ejercida por la primitiva comunidad cristiana. Tertuliano escribió en su Apología que la comunidad cristiana recogía las ofrendas voluntarias de los fieles (egenis alendis humandisque), y San Hipólito, que dedica un párrafo entero de su Tradición apostólica a los cementerios, aconseja no fijar impuestos muy elevados por las sepulturas, ya que el camposanto pertenece a todos los pobres y el obispo debe mantener a los cuidadores para que no dependan de los allí los sepultados. Por su parte, Lactancio afirma: «Jamás consentiremos que una criatura hecha a imagen y semejanza de Dios sea arrojada como comida a las fieras o las aves de rapiña; la restituiremos a la tierra de la que salió. Y aun para un desconocido cumpliremos la función que correspondería a sus familiares, porque la falta de éstos la suple la caridad» (Divinae Institutiones VI, 12: Migne, PL 4, 682).
Corrispondenza Romana
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