Simplemente contaremos algunos hechos, recogidos no sistemáticamente, que nos revelen en parte su gran personalidad, su santidad.
Pronto bautismo
Nació “Francisco”, pues este era su nombre de pila, en Pietrelcina, en el año 1887. Fue bautizado al día siguiente de su nacimiento, en los felices tiempos en que unos padres católicos querían que rápido el alma del nuevo integrante de la familia se beneficiase con la acción de la gracia y la presencia trinitaria. Recibió la Confirmación y la Primera Comunión cuando tenía 12 años.
No gustaba de la compañía de ciertos niños, de quienes decía: “Ellos blasfeman”.
A los 16 años entró a la orden capuchina, y ahí comenzó a llamarse Fray Pío. Se ordenó sacerdote en Benevento, en 1910. En septiembre de 1916 fue enviado al convento Santa María de las Gracias, en San Giovanni Rotondo, su lugar permanente aquí en la tierra.
Cuando tenía 30 años, el 27 de mayo de 1917, y mientras rezaba en el coro de la iglesia, recibió una de las características por la que es más recordado, pero que también lo haría sufrir mucho : los estigmas del Señor, que lo acompañaron durante toda la vida.
La gente empezó a percibir pronto lo especial de ese padre. En sus largas misas, el tiempo pasaba volando. En el confesionario, pareciera que el religioso ‘leía las almas’. La historia se encargaría de demostrar hasta la saciedad cuanto esto era cierto.
Un día llegó hasta el Padre una joven de Florencia, con pánico por el destino eterno de un familiar, que se había suicidado lanzándose a un río. Antes de decirle nada al sacerdote, este le dijo: “Del puente al río hay aún algunos segundos…”, abriendo la posibilidad de la salvación de esa persona. La muchacha solo pudo responder: “Gracias, Padre…”. Hechos como este eran cotidianos. Y también las curaciones milagrosas; muchos regresaban curados a sus hogares.
Su relación con los ángeles
La relación que trababa con su ángel de la guarda era tan estrecha, que él lo llamaba “el amigo de mi infancia”.
Una vez, un profesor quiso ponerlo a prueba, escribiéndole preguntas en francés y hebreo, lenguas que por supuesto el sacerdote desconocía. Pero el padre respondió a las preguntas correctamente:
– ¿Cómo puedes saber el contenido, si ni siquiera conoces las letras del alfabeto griego?
– Mi Ángel de la Guarda me explica todo, fue su inocente respuesta.
Dirección espiritual, administración del sacramento de la Confesión, y celebración de la Eucaristía, fueron estas las grandes actividades de su vida, que tuvo también muchas otras realizaciones, como por ejemplo la fundación de la Casa Alivio del Sufrimiento, inaugurada en mayo de 1956.
Mucho oraba, también estudiaba. No menospreciaba el estudio, pero decía: “En los libros buscamos a Dios; en la oración lo encontramos…”.
Su fama corrió de boca en boca, tanto que se fue acabando lo que hoy se llaman ‘momentos de privacidad’. A toda hora lo buscaban, y en ello también se distinguió en el don de consejo, donde brillaba su sabiduría, su prudencia, su caridad.
Pero lejos debemos estar de imaginarnos una vida sin cruz, de un hombre de Dios querido por todos. Pronto comprendió el papel del sufrimiento en la conquista de gracias para los hombres, y por esto siempre aceptó sumiso las cruces que Dios quisiera mandarle, y que efectivamente le envió.
Aunque su caridad se manifestase pinacularmente en la eucaristía, donde con frecuencia entraba en éxtasis, su gran ministerio apostólico fue la confesión. Decía que sus muchos dones místicos no eran sino anzuelos para arrastrar las almas a la confesión de los pecados. Pasaba hasta 15 horas sentado en el confesionario.
Era claro, pero siempre con caridad, y con excelentes resultados por ello
Un día se le acercó un comerciante a pedirle su intercesión por la salud de su hija, muy enferma:
– Tú estás mucho más enfermo que tu hija. Te veo muerto- le dijo el Santo.
Ante tamaña advertencia, el comerciante se confesó. Y cuando salió le dijo a todos los que quisieron oírlo: “¡Él sabía todo y me dijo todo!”
Así como ocurrió varias veces con el cura de Ars, algunos quisieron ponerlo a prueba, demostrando que era un total fraude. A uno de estos, apenas el Padre lo vio, lo interpeló y denunció a los presentes sus malas intenciones. Y en seguida, le indicó el confesionario, adonde fue el hombre, ya penitente.
Eximio en el cumplimiento de sus votos, fue perfecto en la obediencia (obediencias a mandatos que no siempre estaban de acuerdo al plan de Dios), en la pobreza, y por supuesto en la virtud angélica.
Aunque cuando tenía 30 años un médico le pronosticó pocas semanas de vida, vivió más 50 años. La vida dura lo que Dios quiere que dure. Sin embargo, mucho sufrió en su salud, así lo dispuso el Señor. Pero también, por veces, Dios lo aliviaba de forma inexplicable.
Un día, el 25 de abril de 1959, los médicos le diagnosticaron bronconeumonía severa. Ese mismo día llegó a San Giovanni Rotondo la imagen de la Virgen de Fátima, que el santo pudo visitar en silla de ruedas. Cuando la imagen estaba partiendo en helicóptero, él le dirigió estas palabras, desde una ventana de su convento: “Señora, mi Madre, estoy enfermo desde el día de vuestra llegada a Italia… ¿Vos partís ahora y me dejáis así?”
En ese instante sintió un “escalofrío en los huesos” y entonces dijo a sus hermanos presentes: – “¡Estoy curado!”. Y efectivamente lo estaba.
A los 81 años de edad murió, exactamente el 23 de febrero de 1968. Las gentes se volcaron a su féretro, a su tumba. Fue una canonización popular. Fue canonizado por Juan Pablo II, en el 2002.
Gaudium Press
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