lunes, 21 de septiembre de 2020

SIGLO XIX, ARRANCA LA HISTORIA FINANCIERA DEL VATICANO (PRIMERA PARTE)

Comenzamos con este artículo una serie dedicada a la historia financiera de la Santa Sede. Durante las próximas semanas intentaremos entender cómo lo que comenzó en Galilea hace 2.000 años, cuando Dios se hizo hombre, ha podido llegar a convertirse en un estado moderno con una frenética actividad económica.

Por Gabriel Ariza


La entrada en el mundo contemporáneo supuso para la Iglesia católica tener que enfrentarse a un variado conjunto de desafíos inéditos relacionados con la evolución de las sociedades occidentales hacia la modernidad. Dicho proceso de adaptación supuso para la Santa Sede el tener que replantearse también su modelo económico. A fin de cuentas la Iglesia, aunque fundada por Cristo, como toda institución organizada y formada por hombres, sigue necesitando recursos monetarios para financiar sus gastos de funcionamiento corrientes. Es así como a medida que avanzaba el s. XIX, lejos ya de los días de esplendor medieval, en que acumulaba un poder y riqueza inigualables, la Iglesia se encontró inmersa en problemas pecuniarios muy serios.

De hecho, esto último fue la culminación de un proceso que ya había arrancado en el s. XVI, a partir de la Reforma Protestante. El cisma de Lutero significó no solamente un enorme daño para la unidad de la Iglesia y para millones de almas que perdieron la Gracia, sino que también tuvo como consecuencia unas pérdidas millonarias tanto en propiedades como en fuentes de ingresos para Roma, solo compensadas en los siglos del Renacimiento, parcialmente, por la integración en el orden católico de buena parte del continente americano recién descubierto por entonces.

Sin embargo, unos siglos después, entre finales del s. XVIII y la primera mitad del s. XIX, se produjo con las revoluciones liberales la definitiva abolición de todo rastro de feudalismo en Europa, lo cual privó a la Iglesia católica de una amalgama de viejas fuentes de ingresos (diezmos y otros tipos de rentas feudales) a través de las cuales se había financiado sin problemas en el pasado.

Con todo, lo peor estaba por venir. El liberalismo, la ideología hegemónica durante el período, firmemente condenada por todos los papas de la época por su oposición a la propuesta del Evangelio, no solo aspiraba a extender una serie de derechos y libertades en el plano puramente político, sino que una parte muy importante de su programa estaba ligada a la implantación del libre mercado. Para ello, entre otras cosas, se entendía como deseable fomentar la propiedad privada, particularmente de la tierra, hasta entonces el principal elemento de generación de riqueza, aunque también eso era algo que estaba cambiando a marchas forzadas en un mundo donde la industria, el comercio y las finanzas ganaban terreno cada día.

Lo anterior afectaba en gran medida al clero y la aristocracia, ya que dichos estamentos poseían de facto la titularidad de un alto porcentaje de las propiedades. Lo que ocurrió es que las tierras e inmuebles que poseían, por ejemplo, las diferentes órdenes religiosas, en la inmensa mayoría de los casos no podían ser enajenadas, es decir, vendidas para convertirlas en dinero, al estar sujetas a múltiples trabas jurídicas. Piénsese que la gran mayoría les habían llegado por donaciones, herencias y legados la mayoría de las veces de carácter finalista, es decir, con la obligación de destinar ese patrimonio a una finalidad concreta.

Por tanto, uno de los objetivos de los políticos liberales del período fue convertir esos bienes de titularidad colectiva en propiedad privada plena en manos de individuos particulares. De cara a ello se trataba de “expropiar” los terrenos rurales –y en ocasiones también conventos y otros edificios urbanos de titularidad eclesiástica- que supuestamente se encontraban “paralizados” en manos del clero, (se acuñó la expresión “manos muertas” para referirse a estos propietarios) para, a continuación, ponerlos en el mercado. Todo ello como una medida de choque con vistas a relanzar la economía y, de paso , fomentar la productividad agraria ya que, ciertamente, gran parte de esos terrenos se encontraban infrautilizados o sin cultivar, en contra de la evangélica parábola de los talentos.

El proceso que comenzó con tales iniciativas pasó a la historia con el nombre de “desamortizaciones”, una suerte de primitivos procesos de “privatización” que afectaron no a empresas industriales públicas, sino a los latifundios e inmuebles que pertenecían tanto al clero secular como al regular, pero también a los últimos vestigios de las órdenes militares, los mayorazgos de casas nobles o las tierras y los montes comunales pertenecientes a concejos y aldeas.

El Estado liberal “nacionalizó” muchos de esos bienes, en la mayoría de los casos sin pagar ningún tipo de indemnización, y en otros abonando un “justiprecio”, y luego los sacó a subasta para venderlos a campesinos y más frecuentemente a terratenientes y hombres de negocios. Con el dinero recaudado entre esos particulares, los Gobiernos de turno pudieron sanear la Hacienda pública o financiar la puesta en marcha de una burocracia y unas redes de transporte modernas.

En cada caso, obviamente, el proceso siguió fechas y mecanismos distintos, pero lo que nos interesa es que prácticamente siempre implicó para la Iglesia una fuerte pérdida de patrimonio y de fuentes de ingresos. De esa forma la Iglesia, que un siglo antes era uno de los principales terratenientes de Europa y Sudamérica, perdió durante el s. XIX la práctica totalidad de sus fincas y explotaciones agrícolas asociadas a conventos, monasterios, obispados, etc., desde época medieval en muchos casos. Sin embargo, recibió como contraprestación ingentes sumas de dinero en efectivo, algo a lo que el clero no estaba en absoluto acostumbrado.

En España la desamortización más importante fue la que llevó a cabo Mendizábal a partir de 1836, aunque este tipo de procesos se repitieron en otros muchos países, como México, a partir de 1856.


InfoVaticana




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