viernes, 25 de septiembre de 2020

HISTORIA FINANCIERA: CAÍDA DE LOS ESTADOS PONTIFICIOS Y DE LA BANCA ROMANA (SEGUNDA PARTE)

En el anterior capítulo de esta entrega dejamos a la Iglesia inmersa en procesos desamortizadores por toda Europa, veamos pues qué consecuencias tuvo este proceso.

Por Gabriel Ariza


Los procesos de desamortización de los que hablábamos en el capítulo anterior, en Italia, tuvieron lugar entre 1860 y 1871, años clave en los que se llevó a cabo el grueso del proceso de unificación de Italia.

En el centro de la Península Itálica, a mediados del siglo XIX, se extendían una serie de territorios de los que el Papado aún ejercía como señor feudal: los Estados Pontificios. Se trataba de una realidad que difícilmente iba a poder sobrevivir a la expansión del nacionalismo y el parlamentarismo por toda Europa.

Llegados a 1871, ciudades como Bolonia, Urbino, Rávena o Ancona, anteriormente en manos del Papado, pasaron a formar parte del naciente Reino de Italia, el cual asumió la soberanía de esos territorios, mientras que la ciudad de Roma se convirtió en su nueva capital.

La Iglesia dejaba así de poseer unos dominios propios en el centro de la Península italiana y la autoridad del Santo Padre quedó en adelante circunscrita a los muros de San Pedro, todo ello además de manera informal, sin que tampoco esto último se le reconociese oficialmente.

De este modo, la Santa Sede perdió en un breve lapso de tiempo dos de sus fuentes de ingresos más importantes. Desde ese momento, los impuestos o aranceles comerciales recaudados en los terrenos que anteriormente ocupaban los Estados Pontificios pasarían a engrosar el presupuesto del Estado italiano, y no el óbolo de San Pedro como ocurría hasta entonces.

Por si todo lo anterior fuese poco, en 1893 quebró la Banca Romana, conocida por ser el banco oficial de los viejos Estados Papales desde 1851 hasta su desaparición, tras lo cual había seguido prestando servicios a la Curia romana como lugar donde depositar parte de sus fondos.

El motivo de la quiebra fue un escándalo en parte parecido a los que se han llevado por delante muchos bancos durante la crisis reciente: En un contexto de boom económico propulsado por la bonanza en el sector de la construcción y los negocios especulativos ligados al mismo, durante los años 80 del s. XIX la Banca Romana concedió créditos por encima de sus posibilidades. Luego, cuando la coyuntura dejó de ser favorable, la burbuja estalló y empezaron a sucederse las suspensiones de pagos, debido a lo cual se descubrió que la institución no poseía suficientes fondos propios como para respaldar las cantidades comprometidas en los años anteriores.

Era evidente en ese punto que la Iglesia tenía un problema. O más bien dos. Por un lado necesitaba dinero, tenía que encontrar nuevas vías de ingresos que compensasen todas las que había perdido las décadas precedentes. Por otro lado se imponía el realizar modificaciones de su organización económica interna para adaptarla a los nuevos tiempos. Y en relación con ello necesitaba también adquirir el control sobre algunos bancos e instituciones financieras modernas de las que servirse en todo lo relativo a guardar y luego movilizar de forma efectiva y segura los fondos obtenidos.

Veamos la forma en que se afrontó la primera de esas cuestiones, la falta de liquidez.

En aquellos años, la Curia se embarcó en una intensa actividad diplomática que derivó en la firma de abundantes Concordatos, es decir documentos pactados entre la Santa Sede y los nuevos Estados-nación de la época, mediante los cuales se regularían las relaciones de dichos países con respecto a la Iglesia católica. Un ejemplo de esto fue el Concordato firmado con España en fecha tan temprana como 1851, así como los sucesivos convenios ratificados con Austria-Hungría en 1855, Portugal y Colombia en 1886, o Polonia en 1925, ya entrado el s. XX.

Con este tipo de tratados la Iglesia consiguió varias cosas.

Para empezar, logró que se le reconociese el derecho a adquirir y poseer propiedades que ya no corrían el riesgo de ser objeto de posibles desamortizaciones futuras, e incluso en algunos casos logró obtener ligeras indemnizaciones por los bienes perdidos debido a ese tipo de procesos durante las décadas precedentes.

En segundo lugar, la Iglesia logró mantener y ver regulada su fuerte presencia en casi todo lo relacionado con la educación y el desempeño de labores caritativas.

Eso implicó a su vez que en el futuro el episcopado de cada nación pasase a recibir del Estado una retribución en pago de ese tipo de labores (en el caso del Concordato español de 1851 en su artículo 38 ya especificaba diversas vías para financiar una “dotación de culto y clero”), bien de forma directa, bien a través de subvenciones públicas a programas de atención social, o como fondos para sostener el patrimonio cultural en manos de la Iglesia católica.

Además, la Iglesia consiguió que se le reconociesen diversos derechos de exención fiscal, lo que en adelante situaba la mayor parte de las rentas y los bienes que le quedaban prácticamente al abrigo de obligaciones tributarias importantes.

A lo anterior habría que sumar el dinero obtenido de las limosnas y donaciones por parte de los fieles, el cual nunca dejó de fluir, así como nuevas fuentes de ingresos que fueron apareciendo. Por ejemplo, debido a la expansión del turismo contemporáneo, un fenómeno desconocido hasta el momento, surgió la posibilidad de cobrar a los curiosos por acceder a visitar el precioso patrimonio histórico-artístico de los templos católicos, lo que en algunos casos se había hecho en el pasado con peregrinos.

Gracias a todo ello puede considerarse que, llegados a comienzos del s. XX, la Iglesia había logrado más o menos capear el temporal y estabilizar sus fuentes de ingresos, sustituyendo con éxito los viejos diezmos, rentas y privilegios de época feudal por nuevos tipos de aportaciones y prerrogativas, a la vez que legalizaba su situación frente a los nuevos Estados y organismos con los que habría de lidiar en el seno del mundo contemporáneo.

Finalmente, la culminación del proceso de adaptación mencionado se logró con la firma, en 1929, de los llamados Pactos de Letrán o Pactos Lateranenses, un acuerdo negociado por Pío XI con el gobierno de Mussolini que sirvió para regularizar de una vez por todas la hasta entonces enquistada relación entre el Estado italiano y la Santa Sede.

Dicho tratado garantizaba, en primer lugar, la soberanía de la Ciudad del Vaticano. En adelante, las 44 hectáreas de la urbe romana compuestas por la basílica de San Pedro y sus inmediaciones serían consideradas a todos los efectos un Estado independiente, con su propio territorio, leyes e instituciones y dotado de inviolabilidad diplomática. A cambio, el Papado renunciaba a cualquier reivindicación sobre los antiguos Estados papales anexionados por el Gobierno italiano durante la segunda mitad del s. XIX.

En segundo lugar, de cara a endulzar el acuerdo, el régimen de Mussolini pagó a la Santa Sede, como compensación por los “daños y perjuicios” ocasionados por el embargo de propiedades eclesiásticas durante el s. XIX, una suma de 1.750 millones de liras de la época (equivalente al cambio actual a unos 100 millones de euros).

Con ese acuerdo, el Vaticano, hasta entonces muy justo de liquidez, se vio de repente con unas reservas financieras con las que no había contado jamás.

Quedaba decidir qué hacer con todo ese dinero y cómo organizar las grandes líneas de la nueva estructura económica y financiera que habría de regir en el seno de la Santa Sede.

Y hizo falta buscar administradores…


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InfoVaticana


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