lunes, 17 de agosto de 2020

LA INDEFENSIÓN DE LOS CURAS

Los sucesos de San Rafael han develado de un modo grosero una realidad de la que los laicos pocas veces nos apercibimos y que ocurre no solamente en la diócesis cuyana, sino en gran parte de las diócesis argentinas y probablemente del mundo entero. Me refiero al modo de ejercicio de la autoridad de los obispos sobre sus sacerdotes. 

Todos sabemos que el obispo es príncipe en su diócesis y que a él le compete la autoridad. Sin embargo, llama la atención el modo despótico con que muchas veces se ejerce y la escasez de defensa que tienen los sacerdotes frente a las órdenes o caprichos episcopales. Por lo que puedo ver —y lo planteo simplemente como una hipótesis—, la Iglesia tuvo, hasta comienzos del siglo XX, una serie de mecanismos que amortiguaban ese poder y defendía a los sacerdotes de los abusos de autoridad de los obispos.

Había también usos y costumbres que actuaban a modo de protección de los sacerdotes. Uno de ellos era la provisión de las parroquias. El posconcilio, con su declamada adaptación de la Iglesia al mundo moderno, trajo consigo que todas las parroquias fuera provistas ad nutum episcopi, es decir, a la voluntad o capricho del obispo. En la actualidad campea una dudosa teología que establece que no es conveniente que los sacerdotes del clero permanezcan demasiado tiempo en una parroquia porque eso crea afectos recíprocos con sus parroquianos. Yo me pregunto qué mal hay en eso, como si los afectos fueran cosa mala. Y es por eso que hay muchos obispos que sienten un escondido placer en cambiar permanentemente a sus sacerdotes de destino—cada uno o dos años si son jóvenes—, y se resisten a nombrar párrocos a fin de, justamente, tener libertad para moverlos, sea por gusto, sea como castigo. La movilidad frecuente es propia de la vida religiosa, donde los frailes o monjas son trasladados de un convento a otro, y siempre son recibidos —o así debiera ser—, por una comunidad de hermanos, por lo que el desgarrón afectivo y el proceso de adaptación que suponen este tipo de cambios no es tan profundo. No ocurre lo mismo con los pobres curas diocesanos, que están a merced del obispo y abollados muchas veces por las heridas que le dejan semejantes mudanzas.

Hasta el Vaticano II, en Europa al menos, las parroquias se proveían por concurso. Es decir, los sacerdotes “concursaban” para ocupar una parroquia y, una vez en ella, no podían ser movidos a no ser que mediara causa grave. Y donde no había concursos, la costumbre establecía que, sin bien en los primeros años el sacerdote podía ser trasladado de vez en cuando, luego permanecía años en el mismo lugar, sea como párroco, sea como vicario. Es cuestión de ver ejemplos en la literatura. Don Abbondio, el cura remolón de Los novios de Mazzoni, siempre estuvo en la parroquia del pueblo donde vivían Renzo y Lucía (s. XVII); En To Everyman a Penny, Bruce Marshall hace permanente referencia a la estable comunidad de sacerdotes —cura y vicarios—, de una parroquia parisina (s. XX). Y doy un ejemplo familiar: un tío de mi padre fue párroco en la primera mitad del siglo XX, durante más de cincuenta años de un pueblo del norte de España.

En conclusión, existían instituciones, como los concursos, o usos y costumbres que impedían que los obispos utilizaran su capricho o represalias para mover y trasladar sacerdotes.

Pero un caso todavía más concreto era el de los cabildos catedralicios, una institución antiquísima que establecía que en las catedrales de las diócesis viviera un grupo más o menos numeroso, según la importancia de la diócesis, de canónigos, que conformaban ese cabildo, y cuya funciones eran fundamentalmente dos: asegurar el culto divino en la catedral, para lo cual estaban obligados a cantar en el coro las horas del oficio, —de ahí esos enormes y bellísimos coros de madera tallada que ocupan un lugar importante en las catedrales europeas—, y aconsejar al obispo en cuestiones de gobierno de la diócesis. Y este consejo era, en la mayoría de los casos, vinculante. Es decir, el obispo no podía hacer lo que se le ocurriera en su diócesis, sino que debía tener el acuerdo de su cabildo, que funcionaba también como una suerte de gremio de los sacerdotes, puesto que eran los canónigos quienes defendían a los curas rasos de las ínfulas de poder episcopales. Y así fue hasta comienzos del siglo XX.


Apenas asumido, el Papa San Pío X se propuso implementar una serie de reformas en la Iglesia, entre las cuales estaba la promulgación de un código de derecho canónico —cosa que hará sus sucesor en 1917—, y quería que en ese código se ajustaran las funciones de los cabildos. Para ello, el 25 de marzo de 1904, envío a todos los obispos del mundo una circular denominada Pergratum mihi, en la que pedía que enviaran sus opiniones sobre los cabildos y las propuestas de reforma. Y es interesante ver las respuestas, al menos de algunos prelados hispanoamericanos.

Como era de esperar, los obispos en casi todos los casos se pronuncian por limitar al máximo las atribuciones del cabildo. El arzobispo de Caracas pide que el código establezca claramente los casos en los que el obispo necesita el consentimiento del cabildo, puesto que “no conocemos sino para la enajenación de los bienes eclesiásticos y para la erección y división de beneficios”. Y concluía su observación manifestando su parecer en el sentido que “fuera de estos dos casos, convendría que en todos los demás el capítulo no tuviera sino voto consultivo”. Es decir, pide que dejen a los obispos hacer lo que se les ocurra.

Un caso interesante fue el de Quito. Cuando llegó la circular, la sede estaba vacante, por lo que la respuesta a Roma la elaboraron los canónigos de la catedral de esa diócesis. Ellos pedían que se estableciera que el obispo debía pedir el consejo del cabildo cuando tratare de derogar costumbres, no sólo en materias litúrgicas, sino cualquier costumbre, ya fuese en silencio de ley o contra ley. Y también cuando postulare facultades apostólicas por el mejor régimen de la iglesia o el bien de las almas, las que, con frecuencia, según el postulatum, “eran para el perjuicio de las almas y la ruina de la iglesia”. Se supone que el obispo difunto quiteño había sido bastante autoritario con sus sacerdotes y sus fieles durante su pontificado, y es por eso que sus canónigos trataban de impedir que la situación de repitiese. Este caso nos hace pensar que si la institución de los cabildos catedralicios siguiera aún vigente con sus privilegios, el obispo de San Rafael habrían necesitado su consentimiento para ordenar los cambios litúrgicos que dispuso. Y nos hace pensar también que no es novedad en la iglesia que los postulata de los obispos terminen produciendo “perjuicio en las almas y ruina en la iglesia”.

El caso de Buenos Aires es muy curioso. Su arzobispo era Mons. Mariano Espinosa, y pedía “que nunca esté el obispo obligado a pedir el consentimiento del cabildo eclesiástico sino solamente el consejo y eso cuando lo creyere necesario”. Además, proponía que se añadiere entre las causas de suspensión o destitución de los beneficios canonicales “la rebelión contra el prelado”, o mejor el “espíritu de rebelión contra el prelado, acompañado de escándalo”. Fundaba el arzobispo esta sugerencia por “los graves desórdenes que suelen ocurrir en los cabildos eclesiásticos, especialmente de América, con detrimento de la religión y a veces del principio de autoridad”. Esta propuesta era expresión de las tensiones que existían en Buenos Aires entre su arzobispo y el cabildo catedralicio. De hecho, en la misma respuesta a Roma, Mons. Espinosa pidió derechamente la supresión de los cabildos eclesiásticos, para lo que alegaba la siguiente razón: “los canónigos se creen como los diputados al parlamento nacional, nombran comisiones lo mismo que en la Cámara de Diputados, son por lo general irrespetuosos, insolentes y atrevidos con los obispos y se jactan de serlo así: basta que el obispo quiera hacer una cosa para que lo contradigan, son opositores por sistema, perturbadores de la paz, publican lo que se trata en sus acuerdos, son fautores de discordia entre el clero y los obispos y un real y verdadero tormentum episcoporum, con gran escándalo de los seminaristas, del clero joven y del pueblo fiel y triunfo de los malvados que de nada se alegran tanto como de esta oposición de los canónigos a los obispos, cuidando los mismos canónigos rebeldes a la autoridad eclesiástica de hacer publicar en los diarios sus desavenencias con el prelado, dándose naturalmente la razón a sí mismos”. Tal era la convicción del prelado acerca de la conveniencia de esta supresión, que ella “sería un gran servicio a la Santa Iglesia y facilitaría a los obispos el cumplimiento de su divina misión”.

Al leer este texto, reconozco que me viene la idea de reconciliarme con algunos obispos argentinos. En definitiva, parece que siempre fueron autoritarios y su clero siempre levantisco y “un real y verdadero tormentum episcoporum”.

Lo cierto es que el código de 1917 eliminó no solamente muchos de los privilegios que tenían los cabildos, sino que alentó a que no fueran constituidos en las diócesis nuevas y que, cuando se pudiera o quisiera, fueran reemplazados por un cuerpo de consultores diocesanos —actualmente consejo presbiteral—, que son quienes asesoran al obispos (desconozco qué grado de vínculo tiene ese consejo).

Las reformas del Papa San Pío X fueron concordes con la postura liberal de la época: el individuo y el Estado, sin cuerpos intermedios capaces de modular la autoridad de uno sobre otro. En nuestro caso, quedaron los pobres curas desamparados frente a la autoridad omnímoda del obispo.

Escolio: El consejo presbiteral quedó despojado de cualquier función litúrgica. La desaparición de los cabildos, por eso, trajo aparejado el cese del canto del oficio divino en la catedral. La liturgia fue relegada, olvidada, despreciada. Para la mentalidad actual, sería un despropósito y un desperdicio tener veinte o treinta curas dedicados casi exclusivamente a rezar el oficio comunitariamente en la catedral. El cura tiene que atender Cáritas, animar el grupo de jóvenes, organizar rifas e irse de campamento con los boy scouts de la parroquia. Así estamos.


[La fuente utilizada para este artículo es el trabajo de Carlos Salinas Araneda, “Los Cabildos catedralicios: entre la reforma y la supresión en las propuestas de los obispos españoles y latinoamericanos al inicio de la codificación del Derecho Canónico de 1917”, en El Mundo de las Catedrales (España e Hispanoamérica), San Lorenzo del Escorial, 2019, pp. 723-750].





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