Hoy celebramos los primeros mártires cristianos, un doble recordatorio para nuestros días: que nuestra fe se extendió originalmente en medio de la persecución y el acoso, y que esa es una condición ‘normal’ para los cristianos.
Por Carlos Esteban
Los seres humanos estamos hechos de tal forma que tendemos a tomar las condiciones en las que nacemos y crecemos como la “normalidad”, y nos cuesta lo indecible imaginar cambios realmente bruscos. Es lo que se conoce como ‘sesgo de normalidad’.
Para el cristiano occidental, eso significa mirar las estampas de los cristianos arrojados a los leones en tiempos de Diocleciano o leer sobre sus atroces martirios como algo infinitamente lejano. En realidad, no tendría que irse tan lejos: ser cristiano es hoy vivir en un riesgo cierto y continuo de martirio, acoso, marginación y discriminación en muchos lugares de la Tierra: en tierras del Islam, en países comunistas, en la muy democrática India.
En España tenemos canonizados mártires de hace menos de ochenta años. Y los mismos partidos, las mismas ideologías que desataron entonces la sangrienta persecución nos gobiernan hoy. Pero no, no puede volver a suceder, ¿verdad? Somos civilizados y abiertos y todo eso.
Ese es el efecto narcótico del sesgo de normalidad: todo es distinto ahora, esas cosas no suceden ya aquí. Estoy convencido de que si muchos acabaron en las checas de Madrid o en la guillotina de París en lugar de escapar o reaccionar a tiempo fue por eso: porque las cosas no pueden ponerse demasiado ‘raras’, porque eso no puede suceder.
No es cuestión de hacer de profeta de desgracias, no se trata de eso, exactamente. Se trata de que, para el cristiano, figurativamente al menos, los leones nunca están, no pueden estar, muy lejos. Que la persecución no es una anomalía, no es una excepción; que Cristo se hartó de anunciarla, avisó, de una vez para todos los tiempos, que el mundo nos odia, que sufriremos persecución por amor a Él, y que su muerte es solo precursora de los sufrimientos de su Iglesia a manos del Mundo. Una fe no puede tener como símbolo un instrumento de tortura y pretender vivir una vida tranquila.
Da incluso la sensación de que toda esta ‘renovación’ que jalea la jerarquía hoy, todo este adoptar en preferencia y con entusiasmo las causas del mundo, en detrimento de todos los aspectos de la fe que nos enfrentarían a él, se diría un intento por eludir el martirio, por negociar una paz a base de cesiones.
Pero, sencillamente, no es posible. No se puede servir a dos señores, menos aún a dos tan celosos y exclusivistas como Dios y el Mundo. Tarde o temprano hay que elegir, hay que trazar la línea. Es entonces cuando todo ‘diálogo’ salta por los aires y el cristiano es llamado a ser verdaderamente testigo. O, por decirlo en la voz griega, mártir.
InfoVaticana
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