Algunos auguran un mundo completamente diferente al que conocimos —el mundo hasta febrero de 2020— y dicen que ya no volverá.
Yo soy un poco escéptico con respecto cambios tan abruptos. Los hábitos y estructuras sociales (no así las personales) son muy difíciles de cambiar y, en todo caso, los cambios exigen algo más que situaciones inéditas, por más trágicas que sean: exigen tiempo. Y aunque el transcurrir de la pandemia y del confinamiento nos parezca ya muy largo, apenas si llevamos un par de meses.
No tengo competencia alguna para opinar sobre lo que cambiará del mundo. Pero resulta necesario pensar qué es lo que cambiará en la iglesia.
1. Tres o más meses de templos cerrados y de imposibilidad de los fieles de asistir a la misa dominical no será inocuo. Si ya antes de la pandemia la asistencia a misa dominical era escasa, cuando todo pase, los números caerán mucho más. Como se decía en el Vaticano hace algunas semanas, cuando armaban la batalla pour la gallerie entre el gobierno italiano y la CEI, “mejor iglesias cerradas que vacías”. Buena parte —y me animo a decir—, la mayoría de las personas que asistían regularmente a misa dominical, lo hacían por hábito y, aunque simularan en su conciencia alguna razón devocional, lo cierto es que la virtud que los empujaba era la que provenía del hábito acrisolado durante décadas. ¿El amor a Dios? Se lo puede amar en las casas. ¿El amor a los hermanos? Se expresa mucho mejor en actos concretos de caridad que en besuqueos de paz durante la misa. ¿Obedecer un precepto de la iglesia? La iglesia de la misericordia del papa Francisco no obliga; invita.
¿La eucaristía? Sí, a veces. Suele producir durante un par de minutos una cierta sensación de paz.
Pero los hábitos, como sabemos, desaparecen cuando su acto deja de ejercerse. A algunos cuesta más erradicarlos; otros, mucho menos. Y creo que la asistencia a misa pertenece a esta última categoría. El hábito de la asistencia misa se licuó. Si nos dijeron hasta el cansancio, a fin de acallar las voces de los que pedían a los obispos que les devolvieran la misa, que no era necesario comulgar porque se podía hacer la comunión espiritual; que no era necesario confesarse porque se podía hacer un acto de contrición perfecta y que el cumplimiento del precepto dominical era una cuestión meramente histórica que perfectamente podía ser abolido, la verdad es que no hay muchas razones para que los fieles vuelvan a perder dos horas semanales para asistir a una ceremonia aburrida y escuchar durante treinta minutos a un cura más aburrido aún, que suele repetir sandeces y caer permanentemente en lugares comunes. Y agreguemos a todo esto una razón biológica: la mayoría de la gente que asistía a misa, era gente mayor. Varios de ellos murieron, y el resto están justificadamente temerosos de contagiarse.
Pero los hábitos, como sabemos, desaparecen cuando su acto deja de ejercerse. A algunos cuesta más erradicarlos; otros, mucho menos. Y creo que la asistencia a misa pertenece a esta última categoría. El hábito de la asistencia misa se licuó. Si nos dijeron hasta el cansancio, a fin de acallar las voces de los que pedían a los obispos que les devolvieran la misa, que no era necesario comulgar porque se podía hacer la comunión espiritual; que no era necesario confesarse porque se podía hacer un acto de contrición perfecta y que el cumplimiento del precepto dominical era una cuestión meramente histórica que perfectamente podía ser abolido, la verdad es que no hay muchas razones para que los fieles vuelvan a perder dos horas semanales para asistir a una ceremonia aburrida y escuchar durante treinta minutos a un cura más aburrido aún, que suele repetir sandeces y caer permanentemente en lugares comunes. Y agreguemos a todo esto una razón biológica: la mayoría de la gente que asistía a misa, era gente mayor. Varios de ellos murieron, y el resto están justificadamente temerosos de contagiarse.
No veo entonces motivos por los cuales las iglesias católicas vuelvan, cuando pase la cuarentena, a poblarse con el mismo (escuálido) número de fieles con que lo hacían antes.
2. Me he referido hasta ahora a los fieles simpliciter. La situación no será la misma, estimo, para los fieles que tienen algún apelativo adicional. Y me refiero a los tradicionalistas y a los miembros de los movimientos neocones como Opus Dei, neocatecumenales y tantos otros. Para ellos, la misa es mucho más que un hábito y encuentran en su asistencia motivos sobrenaturales que van más allá de la mera costumbre. Todos estos, a los que la jerga eclesial llama “laicos comprometidos”, volverán seguramente con más ganas a participar de los sacramentos.
3. Y si las cosas suceden de este modo, aquí puede aparecer muy rápidamente una nueva realidad: la base de sustentación de la “iglesia conciliar” se agrietará peligrosamente.
Desde hace ya bastante tiempo, todo el universo neocon, que es el más poderosos en la iglesia en términos reales, había comenzado a cuestionar por lo bajo al papa Francisco. Solamente sus epígonos en busca de promociones episcopales, como Mons. Mariano Fazio, vicario general del Opus Dei, eran favorables al pontífice. El resto callaba. O bien, con perspicacia, hacían una sutil campaña en contra. De hecho, la promoción del cardenal Sarah como adalid de la resistencia conservadora y candidato en el próximo cónclave, está fogoneada por los ambientes conservadores que hasta hace poco adherían como un nuevo dogma a la papolatría.
En concreto, el papa Francisco está perdiendo rápidamente apoyo en el interior de la iglesia. Y este es un factor que puede agravarse y que contará con el apoyo y acompañamiento de mucho sacerdotes. Y me refiero a curas de campanario, sobre todo menores de cincuenta años, que no se resignarán a que la entrega de su vida se termine convirtiendo en un fiasco, porque ahora parece que da lo mismo vivir con sacramentos que sin ellos. Algunos estiman incluso, una suerte de rebeldía cuasi revolucionaria en este sentido.
4. Podríamos ilusionarnos y pensar que este cambio en las bases llevaría a que los jerarcas recapacitaran y, sin pretender la conversión del papa Francisco, al menos podríamos aspirar a que el próximo pontífice fuera católico. Sobre este tema hipoticé hace pocas semanas.
Pero bien podría darse una situación diversa. Y recurro a la genial pre-visión del P. Julio Meinvielle, que hablaba de una “iglesia de la publicidad” y una “iglesia de las promesas”.
Estamos viendo como la “iglesia oficial”, y me refiero a la que se muestra al mundo a través de los medios de prensa (y el mundo es aquí la inmensa mayoría de la población mundial), es un remedo de la iglesia de Cristo, la “iglesia de las promesas”. Se trata de una institución puramente humana cuyo cometido es velar por las soluciones a los problemas que afligen a la “gran familia humana”: pobreza, calentamiento global, inequidades de variado pelaje, falta de solidaridad, etc. Y Bergoglio y sus secuaces más cercanos están ejecutando con precisión la danza que les han asignado bailar. El problema es que están bailando como simios en una pista de circo, concitando las risas y carcajadas de un público mundano cada vez más exiguo y desinteresado.
¿Qué influencia tienen las peroratas pontificias en la política mundial? Ninguna. ¿Qué influencia tienen en al ámbito de los fieles católicos? Escasa y con una imparable tendencia a la nulidad. Y esto no es una mera expresión de deseos. Es relativamente fácil de medir. Los medios de prensa de la Santa Sede, como lo están señalando los especialistas en los últimos meses, son cada vez menos leídos. Y no me refiero solamente a la prensa escrita. Veamos algunos ejemplos reveladores:
1. Los sitios de noticias vaticanos tienen escasos lectores, comparados con los que poseen otros medios de difusión equivalentes.
2. Si vamos el canal oficial de Youtube de la de la Conferencia Episcopal Argentina, veremos que los frecuentes videos que allí Se publican con mensaje de obispos, tienen en promedio menos de cien visitas totales.
3. Mientras escribo este artículo, se está transmitiendo en vivo por Youtube, con ocasión de la semana Laudato sì, una publicitada conferencia tripartita en la que intervienen Mons. Lugones, obispo jesuita de Lomas de Zamora, una conocida monja italiana y una teóloga argentina. Al finalizar, consiguió apenas ciento veintitrés espectadores.
4. Si visitamos el blog del P. Jorge Oesterheld, una de las estrellas mediáticas de la clerecía argentina contemporánea y director de Vida nueva digital , veremos que sus post apenas si superan las ciento cincuenta visitas totales.
En cambio, el blog de Marco Tossati alcanzó hace pocos días los dieciséis millones de visitas. Este humilde blog del Wanderer, tiene más de seis millones de visitantes totales, y un promedio de tres mil visitas diarias. Y los lectores de estos sitios y de muchísimos otros por el estilo, no son precisamente quienes sostienen y aplauden el pontificado francisquista.
Pareciera, entonces, que estamos frente a una iglesia de la “publicidad” que se manifiesta en afiches callejeros y luces de neón en las marquesinas de los teatros del mundo, pero que no es más que eso: papel untado con engrudo y neón; simios bailando seriamente una danza que nadie toma en serio. Y paralelamente, hay “otra iglesia”, subterránea, que solamente habla a sus miembros y que es “invisibilizada” por los jerarcas y por el mismo mundo. Nos queda grande atribuirnos el apelativo de “iglesia de las promesas” pero, en todo caso, es una iglesia que busca permanecer fiel al Depósito, ese mismo que quienes debían custodiarlo, lo han dispersado.
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