Las navidades estivales transcurren en días largos, casi interminables. Con tardes agobiantes y noches presurosas, son siempre ocasión para reuniones a las que se arriman parientes, amigos y entenados con los que se tiene la fortuna de encontrarse solamente una vez al año.
En ellas se va descubriendo año a año el paso del tiempo: la niñita es ya una señorita presumida y feminista; y el niñito de hace poco ya gasta barba y alardea con sus cada día más fáciles y aburridas conquistas.
Sin embargo, lo más triste y desconcertante no es el descubrimiento del paso del tiempo sino del paso del mundo, porque esos simpáticos y dulces niñitos de antaño, hogaño son otros autómatas más del innumerable ejército de la cultura poscristiana.
Me convidaron a una cena francesa, y por tal se entendía un interesante despliegue de quesos (todos argentinos y muy buenos, con excepción de un camembert francés, excepcionalmente mediocre) regados con un sauvignon blanc muy frío y más que aceptable. Mientras un perro se acurrucaba debajo de la mesa tendida en un parque enmarcado con álamos y carolinos, y otro intentaba vanamente acercarse a un gato muy seguro de su inmunidad felina, retazos e hilachas de nubes apenas si opacaban de tanto en tanto el brillante cielo estrellado.
Me convidaron a una cena francesa, y por tal se entendía un interesante despliegue de quesos (todos argentinos y muy buenos, con excepción de un camembert francés, excepcionalmente mediocre) regados con un sauvignon blanc muy frío y más que aceptable. Mientras un perro se acurrucaba debajo de la mesa tendida en un parque enmarcado con álamos y carolinos, y otro intentaba vanamente acercarse a un gato muy seguro de su inmunidad felina, retazos e hilachas de nubes apenas si opacaban de tanto en tanto el brillante cielo estrellado.
Los invitados eran o habían sido todos católicos, provenían invariablemente de padres y abuelos católicos de ley y en todos los casos habían recibido su educación en colegios religiosos. Dos o tres décadas más tarde, como las nubes, los que habían parecido ser un altostratus sólido y atemorizante, hoy son apenas retazos deshilachados.
Divorciados, juntados y rejuntados, feministas, defensores del lenguaje inclusivo y de la libertad de la elección del “género”, algunos flirtean con el budismo, otros con el psicoanálisis y todos han perdido la fe.
En el mejor de los casos, ésta se ha convertido en una suerte de elemento cultural, con una presencia equivalente a la importancia del cumpleaños del abuelo o de la fiesta patria.
Y esta larga velada despertó algunas reflexiones.
En primer lugar, ¿por qué yo no soy uno de ellos? Casi todos fueron mejores y más virtuosos que yo en la adolescencia y la juventud; crecimos y fuimos educados más o menos en los mismos ambientes y cultura, y en algunos casos hasta compartimos parte de la sangre.
Lo pongo en los términos en los que lo ponía una amiga hace algunas semanas en un almuerzo transoceánico: ¿por qué para mi el Señor es una presencia y referencia permanente en cada uno de mis pensamientos y actos? ¿Por qué su mirada no deja de mirarme? ¿Por qué los devaneos culturales, aún siendo importantes, están a distancias casi infinitas de las verdades de la religión?
Y allí, en nuestra mesa arrinconada y mientras se retiraban los últimos comensales, concluimos del único modo posible y previsible la conversación: misterios del amor de Dios, que nadie puede sondear ni entender.
Siempre queda la posibilidad, claro, que mi amiga, los lectores que se acercan a este blog y yo mismo estemos guillados; o que hayamos tenido quién sabe qué intríngulis psicológico en nuestra infancia que retardó o impidió nuestra plena maduración, o que seamos una porción residual de gazmoños que aún alienan sus temores frente a la ineluctabilidad de la muerte con el recurso paleolítico a la religión.
Para responder a tales argumentos tenemos la certeza que nos da la fe.
Y a estas respuestas —misterios del amor de Dios y fe—, no puedo explicarlas; apenas si me sale enunciarlas, y sé muy bien que los únicos que pueden entenderlas y aceptarlas como respuestas válidas son aquellos que, como yo, son incapaces de explicarlas.
En segundo lugar, podemos dar al caso una mirada más aséptica, libre de humaredas místicas.
¿Qué falló? ¿Por qué las razones recibidas en el seno familiar y en el colegio fueron depuestas tan rápida y fácilmente por las razones del mundo?
La primera respuesta, y más fácil y tranquilizadora, es decir que ellos no completaron —por pereza, desinterés o lo que sea— su formación en la fe, y se quedaron con ese alimento de niño que es insuficiente para nutrir a un adulto. Y ciertamente fue así, pero la respuesta quedaría incompleta si no respondemos otra pregunta: ¿no será, acaso, que la iglesia les dio un alimento tal que los indigestó en la adolescencia y les quitó cualquier deseo o interés en comer?
Y tendremos para este caso también una respuesta contundente: “Efectivamente, el modernismo y la iglesia de la primavera conciliar desfiguraron el mensaje cristiano”. Y tendríamos también razón.
Pero me pregunto qué hubiese pasado si las razones mundanas hubieran sido lanzadas con la ferocidad y con los medios técnicos actuales hace setenta años, contra una sociedad educada en un catecismo ortodoxo por monjitas cubiertas de amplios velos y largos hábitos. ¿Hubiesen resistido firmes en la fe? ¿Habrían rechazado esas razones mundanas? No estoy tan seguro. Quizás los cambios no habrían sido tan rápidos; quizás se habrían guardado las formas por algunos meses más, pero todo habría terminado por ser igual a lo que es hoy.
Dios escuchó las súplicas que desde hace milenios le dirigen sus fieles con el Eclesiástico: Festina tempus; “acelera el tiempo”. Los días y los meses corren cada vez más rápido.
Domine, memento finis, “Señor, acuérdate del fin”.
(Para quienes están interesados en las virtudes del Romano Pontífice, pueden ver aquí el momento en que destrata a uno de sus ceremonieros, y aquí cuando le propina un fuerte manotazo a una religiosa chilena. Dives in misericordia).
The Wanderer
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