Lo rodeaba un buen número de cardenales y obispos, aunque se veían varias sillas vacías con el nombre de su pretendido ocupante delatando ausencias voluntarias o forzosas.
El espectáculo de la Sala Clementina tenía ribetes grotescos y proféticos reflejados en el aspecto de los eminentísimos, algunos gordos y somnolientos.
Kasper, con su rostro de simio viejo; Müller, con su altiva mirada de halcón; Bertone, con su cabeza ergida como un suricato en busca de depredadores; otro que bien podía pasar por una señorona con calores; Becciu, con la mirada torva de facineroso corredor inmobiliario en Chelsea, y el infaltable Sodano, capomafia de todos los corruptos de dentro y fuero del Vaticano.
Era el rostro de la Iglesia actual: senil, decadente y decrépita. Son los frutos mustios y agostados de la fallida primavera conciliar que habrá que esperar que terminen de morir y den lugar a otra generación que salvará o hundirá definitivamente a la Iglesia.
Francisco fue más Bergoglio que nunca. No solamente en sus gestos, impidiendo violentamente que los cardenales besaran su anillo, sino también en sus palabras. Su discurso estuvo salpicado de citas del santo cardenal Newman, de San Clemente de Alejandría (y me alegró mucho que lo llamará santo puesto que había sido descanonizado en el siglo XVI), Pablo VI, Juan Pablo II, Benedicto XVI, Giuseppe Tomasi di Lampedusa y el cardenal Martini.
Cometió un error que habría hecho las delicias de Freud: citando la encíclica Evangelii nuntianti de Pablo VI, se refirió a ella como la Evangelii gaudium y la calificó como el documento misionero más importante del posconcilio. Vale decir que el autor de ese pastichio es él mismo junto a Tucho Fernández. Y, en la misma senda de humildad, pronunció una frase con mucha semejanza a sus bergoglemas y la adjudicó a un “gran hombre” que nunca nombró. Probablemente fuera él mismo.
Se trató de un discurso lastimoso en el que una vez más el Santo Padre documenta para el presente y la posteridad la escasez de su formación y sus penurias filosóficas y teológicas.
Sin embargo, fue también un discurso elocuente de su desprovisto pensamiento.
La palabra que más repitió una y otra vez fue cambio, y lo hizo desde el principio hasta el final.
Su tesis —estimo que la única que posee—, es que el tiempo es superior al espacio. Nosotros los hombres, vivimos arrastrados por los vientos del tiempo —“vientos de cambio”—; Dios es la estabilidad que se manifiesta en el tiempo que habitamos. Por tanto, estamos inmersos en un proceso que necesariamente exige el cambio permanente, a punto que nos dice el papa que “hay que cambiar para ser fiel”.
Si dejáramos en este punto la reflexión pontificia podríamos acordar con ella puesto que, en el fondo, tiene mucho de aristotélico. El hombre, como toda naturaleza —entendida como esencia en tanto principio de acción—, está en un continuo proceso de autorrealización. Se mueve hacia su fin, que lo llama y atrae, y lo hace desplegándose en sus virtudes, o actualizando sus potencias; es decir, cambiando. Y, efectivamente, si no cambiamos, las potencias que posee nuestra naturaleza no se actualizan; nuestros talentos no dan fruto; vivimos una existencia fracasada.
Pero el papa Francisco no se queda aquí, puesto que a este principio establecido por Aristóteles y asumido más tarde por Santo Tomás, él lo lee a la luz de Hegel, para quien ese proceso personal se traslada a las sociedades y es el espíritu el que se va manifestando de distintos modos según pasan los años y cambian los pueblos. Oponerse o “reaccionar” a esas siempre renovadas manifestaciones del espíritu es no ser fiel, y es propio de los rígidos que esconden detrás algún tipo de desequilibrio.
El Santo Padre, después de anunciar a la Curia que la cristiandad está ya terminada, afirmó que estamos en un cambio de época, lo que implica un cambio en el estilo de vida de los hombres. No cabe duda que es así y, como él mismo dice, se trata en este caso de cambios muy rápidos y casi abruptos.
Frente a esto —una nueva manifestación del espíritu—, nuestro deber consiste en iniciar procesos y no ocupar espacios. Es decir, abandonar los “espacios” que eran propios de una Iglesia que lideraba un mundo cristiano, y liderar ahora los procesos propios de la nueva época que se abre. No hacerlo, sería ser infieles a nuestra misión y al mismo Dios.
Pero ¿quién es el espíritu hegeliano para el papa Francisco? Él aprendió del finado Juan Carlos Scannone, s.j. que ese espíritu es, o se manifiesta, en el pueblo. Es la famosa “teología del pueblo”. Dios irrumpe en el tiempo a través del pueblo que es fuente de revelación. Los cambios del pueblo —“cambios de estilos de vida”, dice Francisco—, son nuevas modalidades de la revelación de Dios. Oponerse o ser rígido a esos cambios es, en última instancia, oponerse a Dios.
Esta “teología del pueblo” no es tan novedosa como parece. Como lo han demostrado Ceferino Muñoz y Emiliano Cuccia en un artículo científico publicado recientemente (“Apuntes sobre el pueblo como cuerpo místico. Del papa Francisco a Suárez, y vuelta”, Franciscanum, 171 (2018), 149 - 174), se trata del derivado de una vieja idea jesuita —la de pueblo como “cuerpo mítico”—, que fue desarrollada por Francisco Suárez en el siglo XVI para defender las conveniencias políticas de la Compañía. En definitiva, no es hegelianismo; es jesuitismo, ambos igualmente nocivos.
El diagnóstico que plantea Francisco es correcto puesto que estamos frente a un cambio de época que se manifiesta en un cambio radical en el estilo de vida de los hombres. El problema y mis diferencias con él, es con respecto a qué medidas tomar frente a tal situación. Yo creo que hay que resistir; no dejarse llevar por la corriente del proceso, o del viento, que nos arrastra; reaccionar contra esos cambios. Él me diría que mi postura corresponde a un rígido —y me mandaría a un psicólogo porque estaría desequilibrado—, que no soy fiel a Dios que se manifiesta en el pueblo que cambió, y he caído en “la tentación de replegarse en el pasado”. Yo le diría que el replegarse no es necesariamente una tentación; puede ser una estrategia.
La solución que él propone, en cambio, es aceptar esta nueva época y liderarla.
¿Y en qué consiste esta aceptación? En adaptarse y bendecir decididamente el nuevo estilo de vida de los hombres. Y lo ejemplifico con dos casos muy recientes:
1. Según lo reportado por el diario Il messaggero, Francisco visitó la semana pasada un liceo clásico (colegio secundario) de Roma donde habló libremente con los adolescentes que allí concurren. Una de las cosas que le dijo es que ya no estamos más en el tiempo de las cruzadas; por lo tanto, no se debe buscar la conversión de judíos y musulmanes.
¿Cómo se explica entonces que la Iglesia haya derramado tanta sangre durante tantos siglos buscando la conversión de los infieles? Sencillamente, porque se trataba de otro pueblo, o de otra manifestación del espíritu, o de otra época, en la cual eso era correcto. En nuestra nueva época, ya no es así.
2. La Pontificia Comisión Bíblica publicó la semana pasada un documento en el que se dice:
“El examen exegético conducido sobre textos del Antiguo y del Nuevo Testamento ha hecho aparecer elementos que son considerados por una valoración de la homosexualidad, en sus implicaciones éticas. Ciertas formulaciones de los autores bíblicos, como las directivas disciplinarias del Levítico, requieren una interpretación inteligente que salvaguarde los valores que el texto sagrado intenta promover evitando, por lo tanto, repetir literalmente aquello que también trae consigo rasgos culturales de aquel tiempo. Será requerida una atención pastoral, en particular frente a las personas individuales, para llevar a cabo aquel servicio de bien que la Iglesia debe asumir en su misión para los hombres”
En pocas palabras, no hay que hacer una lectura rígida de los textos de la Escritura que condenan la homosexualidad sino hacer una "lectura inteligente", lo cual significa que en ellos se valora el amor entre dos personas. En el contexto cultural en que fueron escritos, esas dos personas debían ser necesariamente varón y mujer. En nuestra nueva época, el pueblo considera que ese amor es también aceptable en dos personas del mismo sexo.
Hacia el final de su alocución, el Santo Padre citó al cardenal Martini que, poco antes de morir, había dicho que la Iglesia se había quedado atrás doscientos años.
Seguramente fue por culpa de los rígidos que nos hicieron llegar tan tarde a la fiesta inaugurada por el nuevo mundo que nació de la Revolución Francesa. Pero ahora está él, Francisco, que se ha propuesto ablandar las rigideces (flecte quod est rigidum, dice la secuencia de Pentecostés) y obligarnos a aceptar el nuevo mundo.
The Wanderer
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