Por Álber Vázquez
Rosendo Porlier pertenece a esa clase de hombres que está llamada a hacer grandes cosas cuando, de pronto, la vida se tuerce y las grandes cosas no llegan, pero llegan las excepcionales.
La historia de Porlier es, porque para eso era español, increíble y algo, digamos, inesperada. En septiembre de 1819 tenemos a nuestro intrépido hombre doblando el cabo de Hornos a bordo de un navío llamado San Telmo con 644 tripulantes a bordo. Se dirigían a Perú, donde tenían instrucciones de sofocar las incipientes revueltas que acabarían llevando al país a la independencia. La Armada que comandaba Porlier estaba formada por tres barcos y a Dios gracias. Tan justos de fuerzas iban que ellos mismos no las tenían todas consigo y se daban cuenta de que la misión que les habían encomendado pintaba más que mal.
Así que allí están, con las proas puestas en el cabo maldito, cuando, de pronto, se desata un atroz temporal. El viento golpea de todas partes, las olas se levantan poderosas ante ellos y las corrientes de poniente les impiden avanzar. Los españoles de 1819 no tendrían la moral más alta del mundo, pero sabían qué hacer cuando estaban a bordo de un navío. Así las cosas, los 644 del San Telmo se remangan y lo dan todo durante unas horas angustiosas. Sin embargo, el temporal arrecia y Porlier comprueba que, desdichadamente, se les ha roto el timón. En teoría, esto supone un problema mayúsculo, pero aquella gente se sabía hecha de otra pasta y conocía el modo de gobernar a una bestia del tamaño del San Telmo utilizando el aparejo. No se trata de un sistema infalible, aunque un buen puñado de buenos marinos puede hacer que se salga del entuerto con relativa eficiencia.
El viento y las corrientes arrastran al San Telmo hacia el sureste, es decir, en dirección contraria a la que pretenden ir. Porlier sabe que allí no hay nada, que nadie ha navegado antes en aquellas aguas salvajes y desconocidas. A partir de ese momento, conjeturamos qué debieron pensar: "Adelante, que de peores hemos salido".
Durante varios días se mantienen a la deriva, hasta que el San Telmo embarranca. Es decir, toca tierra con la quilla, el casco salta en pedazos y el brutal impacto descalabra a unos cuantos de aquellos sufridos tripulantes. "¿Dónde están?", se preguntan, de inmediato. No tienen ni la más remota idea, y no es para menos, pues se disponen a poner pie no en un país o un territorio desconocidos, sino en un continente que antes no ha pisado nadie: la Antártida.
Aquí es cuando conviene repetirlo, para que quede bien claro: un continente que antes no ha pisado nadie.
Han encallado en la isla de Livingston, que forma parte de un archipiélago denominado Shetland del Sur. El San Telmo vara, según creen los investigadores, cerca del cabo Shirreff, en la parte norte de la isla. No se trata de una posibilidad descabellada, pues si alguien pone un barco a la deriva en el punto exacto donde el San Telmo fue avistado por última vez, acabará en la isla de Livingston. Las corrientes son lo suficientemente constantes como para asegurarlo, igual que los vientos que soplan durante las tormentas. Fue un golpe de suerte, buena o mala, que acabaran allí. Pero acabaron y esa es la clave de todo. No es necesario que uno sepa adónde va para reclamar la honra de haber descubierto un lugar. Bien lo saben los españoles, pero también los ingleses, los franceses, los holandeses y cualesquiera otras gentes que han andado, durante siglos, navegando por esos mundos de Dios.
Porlier y sus hombres, entonces, desembarcan. Lo sabemos por dos motivos. El primero, porque una expedición inglesa posterior descubrirá el pecio del San Telmo. Unos ingleses se plantan en aquella playa infausta y dicen: "Vaya, los españoles se nos han adelantado". "¿Otra vez?". "Pues sí, otra vez". "¿Y qué tal si corremos un tupido velo y hacemos como que aquí no ha pasado nada? A fin de cuentas, somos ingleses y no entraremos en la historia gracias nuestra honestidad en los mares".
Dicho y hecho, el capitán de aquella tripulación que en segundo lugar pisó la Antártida mandó que le recuperaran un madero del San Telmo para hacerse un ataúd con él y se marcharon por donde habían venido. De regreso a su base en Valparaíso, se llamaron andana y explicaron que no habían visto a nadie y que Inglaterra debería atribuirse el honor de haber descubierto el continente helado.
El San Telmo encalló en isla Livingston donde hoy está la base antártica española Juan Carlos I. |
Existe, no obstante, un segundo motivo para creer firmemente que en Livingston embarrancó el San Telmo y, con él, sus desdichados tripulantes: se han hallado restos arqueológicos. Al parecer, menores: retales de calzados españoles, una cuña para sujetar un cañón e incluso restos de la comida que llevaban a bordo y que, a luz de los hallazgos, consiguieron desembarcar.
En la isla de Livingston, Porlier y sus hombres se encuentran con un ambiente extremadamente hostil en el que los vientos arrecian, no existe vegetación tras la que resguardarse y las temperaturas caen siempre por debajo de cero grados centígrados. Ellos van con un ropaje que nosotros llamaríamos de entretiempo: en ningún momento se han planteado la posibilidad de arribar a un lugar semejante, de modo que se cubren con ropas que, a todas luces, resultan insuficientes en el territorio antártico.
IMPOSIBE REFLOTARLO
Porlier ordena que se desembarquen víveres y herramientas. Lo sabemos por los restos encontrados y, también, porque es la decisión más lógica. Un marino sabe cuándo su barco está condenado. Una vez que un navío de las dimensiones del San Telmo embarranca, ya resulta imposible reflotarlo. Así que rescatarían todo lo que pudiesen y se dispondrían a aguantar. No navegaban en solitario por el cabo de Hornos, de manera que tarde o temprano los echarían de menos y alguien enviaría un barco en su búsqueda.
Pero precisamente porque saben muy bien qué les ha sucedido y cuáles han sido las distancias que han cubierto en los días de deriva, no se hacen ilusiones. El socorro, si llega, tardará. Ellos no lo sabrán, pero los meses pasaron y nadie acudió en su ayuda. Porlier, que era un marino experimentadísimo, se lo barruntaría: "De esta, o salimos solos o no nos saca nadie".
Intentaron salir solos, pues. Es complicado hacerse una idea de cuáles son las condiciones climatológicas en la Antártida. En septiembre, allí todavía es invierno y el frío resulta helador. Por suerte, Porlier dispone de una fuente casi inagotable de combustible con el que mantener hogueras encendidas: el mismo San Telmo. Para un marino, ordenar que se desmantele su propio barco debe resultar demoledor. Sin embargo, se trataba de eso o de morir. Los cientos de hombres que han podido alcanzar la playa y que todavía están bajo el mando de Rosendo Porlier, se calentarían en fogatas encendidas con los propios maderos del San Telmo, su barco. No se puede imaginar una escena más devastadora.
Por suerte para ellos, si es que en Livingston algo puede ser denominado así, los víveres no les faltaban. Además de los que pudieran recuperar del navío, en cualquier playa de la isla había, como poco, colonias inmensas de pingüinos que jamás habían visto un hombre. El San Telmo es un buque de guerra, de modo que llevaban mosquetes, balas y pólvora suficientes como para abastecerse indefinidamente. No les dio tiempo y la hipótesis de que murieron de hambre debe ser descartada.
Meses después, muy pocos meses después, los ingleses llegan al lugar donde estuvo el campamento español. Lo inspeccionan y no encuentran a nadie con vida. Sucumbieron a causa del frío extremo y en una lenta agonía en la que, literalmente, se congelaron vivos. Se volvieron azules y comenzaron a delirar, que es uno de los principales síntomas de la hipotermia severa. Se les fue la cabeza, pobre gente. Rosendo Porlier y los suyos se murieron solos en medio de un desamparo abrumador, olvidados por el resto del mundo entonces y durante los dos siglos siguientes.
Años más tarde, la Armada los dio de baja, que es una forma un tanto administrativa de pasar página y a otra cosa. Sin honores ni recuerdos. Adiós y a otra cosa, no vaya a ser que, por hache o por be, no os comportaseis como hoy creemos que un hombre de hace 200 años debería hacerlo y tengamos que repudiaros.
A Rosendo Porlier se lo tragó la historia, qué duda cabe, pero en su engullimiento también concurrieron factores externos que ayudaron a empujar. Por un lado, los ladinos ingleses, claro está, que nunca pierden oportunidad alguna de arrogarse méritos que no les corresponden, particularmente si los damnificados son españoles. Por otro, los españoles mismos, los compatriotas de Porlier y los hombres del San Telmo: nosotros. He aquí una verdad incontrovertible: tradicionalmente, a España, la magnífica historia que tiene detrás le da grima. Haría falta otro artículo entero para entrar en detalles al respecto, pero baste decir que nuestro sentimiento de culpa nos ha provocado amnesia. En España, el pasado es facha y merece ser no ya olvidado, sino reescrito, en la más pura tradición totalitaria.
Y se dirá: "Calma, a los tontos se los contrarresta en dos patadas". Ya, pues no. Recuperar con honestidad la memoria de hombres como Rosendo Porlier no sólo no es sencillo, sino que supone un esfuerzo hercúleo. Por alguna razón, todavía existe, en España, una mar de fondo que, en cuanto te despistas, arrastra implacablemente los planes bienintencionados.
¿Soluciones? Varias, pero una de urgencia, de un solo párrafo: exponer la realidad de forma sucinta. Por ejemplo: Rosendo Porlier fue el marino que, antes que nadie, puso un pie en la Antártida; así, no resulta incongruente que España reclame que el descubrimiento del continente helado le corresponde.
Y, de nuevo, se argüirá: "De este modo perdemos matices y caemos en un reduccionismo absurdo". Pues sí, pero es lo que los demás hacen y bien que les va, así que apuntémonos, de momento, a ese carro, pues la historia de nuestro país no está para echar cohetes.
Rosendo Porlier murió a los 48 años de edad. A pesar de que su lugar en la historia lo ocupa un marino inglés llamado William Smith, en España no existen dudas de que él, junto a sus hombres, arribó antes que nadie a la Antártida. Por azar, pero el primero. En el cabo Shirreff, hay una placa conmemorativa que recuerda la gesta de nuestros hombres. El paisaje es desolado, casi lunar. La tierra, negra, contrasta con la nieve blanca y la bruma pastosa. En la placa pone: «Los primeros en llegar a estas costas».
El Mundo
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