Por Antonio Caponnetto
Algo críptico el sonsonete, si no se contextualiza, su doblaje prosaico vendría a significar que sólo organizada y alistada en el movimiento feminista, la costilla hembra del varón se liberará de todos los yugos domésticos; entre ellos,claro, el esclavizante planchado de la camisa.
Sorprende en parte el lema elegido; por lo pronto si se piensa en que son mayoritariamente hombres los dóciles y atérmicos nipones que –bajados del Kawachi Maru u otros barcos análogos- vienen planchando las camisas de toda la ciudadanía argentina desde antes de 1930, en sus proverbiales tintorerías de barrio. Sin que una gota furtiva de sudor se les haya visto derramar jamás en señal de protesta. Ni siquiera durante el enero de 1957 que se tragó once víctimas fatales del calor.
Afables y monosilábicos estos orientales másculos alechugaron y almidonaron millones de camisas, sin distinción de género, pero sabiendo el arte –hoy perdido- de no tratar igualitariamente los géneros. El grito de la empezonada zorongo verde debió hacer justicia, pues, al hombre amarillo antes que a la mujer pluricromática.
La otra sorpresa que el estribillo contiene es su anacronismo, pues hace un tiempito ya que Siemens ha inventado “the Dressman ironing robot”, un práctico muñeco metalizado que plancha lo que usted le pida; y ante el cual, el mismo Marechal, hubiera desgranado alguna de sus estrofas dedicadas a Robot. Algo así como “Dressman es un androide repleto de vapores, hijo de un termostato eunuco y una ficha sin rosas”.
Pero el feminismo no está para estas distinciones. Sencillamente odia a la mujer que plancha, porque odia la realidad de la mujer esposa, madre,hermana o hija, que tras su ofrenda simple y doméstica, traduce el sencillo amor por los suyos, señoreando en su hogar, desde la reyecía de su tabla de alisado o su trono de marmitas y peroles.
Odia el símbolo de la abnegación en la casa, que no mueve la esclavitud sino la libertad de servir a quien se está unido sacramentalmente. Odia y desprecia la altísima cátedra de la señora tras su mesa de quitar arrugas a la tela, ese magisterio cuasi infalible de lo cotidiano, que apenas si necesita para expresarse de una chapa humeante y un tabloncito acolchado.
Bien nos lo enseñaba el Padre Alberto Ezcurra: “Siempre recuerdo, hablando de esto [el ejemplo de los padres] lo que contaba una vez un joven: su primera fiesta, sus primeros bailes y él preparándose, acicalándose, y la madre planchándole la camisa; y en un momento: <¿Y vieja,ya está la camisa?>. Y viene la madre con la camisa planchada y le dice: <Tomá hijo; que te diviertas, pero acordate una cosa: tu hermana es mujer, tu madre es mujer y la Santísima Virgen fue mujer>. Y ese muchacho me decía: <Eso siempre me quedó acá y cada vez que estaba en una fiesta, en una diversión, sabía que yo a la mujer, tenía que respetarla>” [Cfr. su Tú Reinarás, San Rafael, Kyrios ediciones, 1994, p. 85-86].
Bendita pedagogía de nuestras madrazas de antaño, mediante la cual, unos puños y un cuello estirados podían ser ocasión para una lección sobre la pureza. O un lampazo sobre el mosaico rústico venía acompañado de unas coplas medievales; o el cambio de las sábanas se hacía al son de jaculatorias, y la ropa se colgaba a solear en la terraza a la par que la colgadora desgranaba su primer Angelus Domini nuntiavit Mariae.
Didáctica terrena y celeste la de aquellas varonas inmensas que ora planchaban nuestros moños de primera comunión, ora el delantal plisado de la hermana, ora el overol del esposo y padre, que salía al trabajo arduo como un torero engalanado para la faena.
Hasta el marxista Neruda, al recordar a su “Mamadre”, Doña Trinidad Marverde, la celebra como ese arquetipo de domus celaria, para quien planchar una camisa nunca fue señal de vasallaje sino de gobierno regio de las nobles cosas menudas
“Oh dulce mamadre
ahora
mi boca tiembla para definirte.
Ay mamá, ¿cómo pude
vivir sin recordarte
cada minuto mío?
Aquellas
dulces manos
de la que cocinó, planchó, lavó,
sembró, calmó la fiebre,
y cuando todo estuvo hecho,
y ya podía
yo sostenerme con los pies seguros,
se fue, cumplida, oscura,
al pequeño ataúd
donde por primera vez estuvo ociosa
bajo la dura lluvia de Temuco”.
No hay en el recuerdo ninguna alusión dialéctica a las camisas planchadas versus el patriarcado explotador; ninguna ridícula referencia a la necesidad de una organización feminista que pondría fin a la tiranía de quitar arrebujamientos a las modestas vestimentas de los seres queridos. Todo es recuerdo agradecido, cortés, afable y sensible.
Visión similar a la que nos dejó pintada Edgard Degás,en su apacible y serena “La planchadora”, que reposa ahora en el Museo D´orsay de Paris. Y que contrasta con la asfixiante visión de las labores domésticas tenidas por otros tantos cautiverios humillantes.
Es que cuando la casa está edificada sobre piedra; y no la tumban los vientos, ni los ríos salidos de cauce; cuando la unión esponsalicia se funda en la donación recíproca del yo en el misterio del tú; cuando los esposos no son rivales unidos por el espanto, que no por el amor; ni los embarazos son causales de homicidios, ni la prole un estorbo, entonces hasta una simple plancha puede ser y es un medio apto para la diaria santificación. Ya no es el objeto o el instrumento, a secas. Es su transfiguración ética, espiritual y estética. Ya no es tampoco un mecanismo o un dispositivo. Es una significación rica, viviente y palpitante. Así le cantó a la plancha José Pedroni en sus “Poemas del hogar”:
“Tenía algo de barco viajero y carbonero,
viajaba de la mano de un ángel timonero.
El mar era una mesa. La mesa era de pino.
Las olas eran blancas o de un azul marino.
Un humo dulce a veces echaba por el cielo.
No parecía humo. Más bien, un pañuelo.
Era cuando esperaba, cuando por mar o río
llevaba el sueño a bordo por el país del frío.
Qué sola aquella plancha, viajera y carbonera,
que calentó los pies del ángel de la espera.
No se cansaba nunca de viajar. Pero un día
perdióse en su neblina. Vimos que no volvía.
Dejó estampada a fuego su sombra protectora.
Está en la mesa grande donde se come y llora”.
Por eso, recomiendo fervientemente a los padres y abuelos que les regalen a las niñas una primera planchita de juguete, donde alisarán con lúdica ternura las camisas de alguna muñeca, el gorro del bebé acunado entre villancicos, o la chaqueta del príncipe que sale a rescatar a la infaltable dama cautiva.
Propedéutica de futuros desvelos maternos, habrá una plancha primordial, Dios verá que es bueno cuanto sucede; lo aprobará con su voz de mando, y será la tarde y la mañana de otro día creacional incorporado al Génesis.
Adelante la Fe
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