lunes, 15 de abril de 2019

LA SANTIDAD DE LA IGLESIA

Los católicos profesan en el Credo que la Iglesia es “una, santa, católica y apostólica”. Estas cuatro propiedades, o notas, representan aspectos importantes del misterio de la Iglesia. Sin embargo, su verdadero significado suele ser poco conocido y la teología postconciliar lo distorsiona con frecuencia.

La teología atribuye numerosas “propiedades” a la Iglesia: las cuatro notas recién citadas, pero también la visibilidad, la indefectibilidad, la infalibilidad, la romanidad y la jerarquía. Estos son elementos inseparables de la verdadera Iglesia, la cual no puede existir sin ellos. La primera propiedad que consideraremos es la santidad, que corresponde al fin o propósito de la Iglesia.


¿Qué es la santidad?


Derivada del latín sanctus “aquello que está prescrito”, la palabra significa tanto un estado de pureza como una firmeza o estabilidad en este estado. El Evangelio nos enseña que estos elementos son el resultado del amor de Dios por nosotros y nuestra respuesta a este amor. La santidad de la Iglesia, por lo tanto, reside ante todo en la verdadera caridad.

Esta caridad es primero la de Cristo por su Iglesia, su amada esposa. Es el primer regalo que Cristo le hace: un amor que la santifica porque le agrada a Dios, que es la santidad misma. La Iglesia es santa con la santidad de Cristo, el santo de santos, porque ella es una con Él.

La caridad es también el objetivo establecido para la Iglesia, que debe guiar a sus hijos a la unión perfecta con Dios. Esta unión no es otra cosa que la santidad misma, que adquiere realidad en la caridad. La perfección de la vida espiritual es estrictamente idéntica a la grandeza de la caridad. Cuando muramos, seremos juzgados de acuerdo al amor.

La santidad es también el conjunto de medios que Cristo ha dado a su Iglesia para llevar a las almas a esta perfección de la vida espiritual. Sobre todo, su doctrina, la revelación final de la vida misma de Dios mismo, quien es la caridad. Esto también incluye a la jerarquía sacerdotal, obispos y sacerdotes, encargados de conferir los sacramentos que producen gracia y vida divina en las almas.

También incluye el culto divino, efectuado de manera perfecta por Jesucristo, nuestro Sumo Sacerdote en el Calvario, y confiado a nosotros en la Santa Misa, la renovación incruenta del Sacrificio de la Cruz. Por tanto, la Iglesia ha sido dotada de un tesoro inagotable de santidad. Un tesoro ordenado para la santificación de las almas, la producción de la gracia y la unión de las almas con Dios.


La Iglesia es santa

Esta santidad es primeramente la de las almas. Puede tener diversos grados: un grado ordinario, que consiste en evitar el pecado mortal y permanecer en estado de gracia; y un grado heroico, el de los santos canonizados.

Pero también es la santidad de los medios que hacen posible obtener este fin, en otras palabras, todos los medios que acabamos de mencionar. Y estos medios son proporcionales al resultado. Es por eso que en cada período de la historia de la Iglesia se puede encontrar la santidad entre los fieles.

Sin embargo, existe una objeción que hoy podría parecer bastante imponente: con todos los escándalos ocurridos en las filas de la Iglesia, ¿es la Iglesia verdaderamente santa? Y se podría agregar: ¿qué ha pasado con la doctrina misma, esta Revelación del Padre de la Luz para iluminarnos? Parece haber sido la primera víctima, especialmente desde el Concilio Vaticano II. ¿Podemos realmente afirmar hoy que la Iglesia es santa? ¿Ha sido santa alguna vez? Porque siempre ha existido el pecado.


La Iglesia no tiene mancha


San Pablo lo afirma claramente: “Cristo amó a la Iglesia y se entregó Él mismo por ella para santificarla, purificándola con la palabra en el agua bautismal, a fin de presentarla delante de Sí mismo como Iglesia gloriosa, sin mancha, ni arruga, ni nada semejante, sino santa e inmaculada” (Ef. 5, 25-27). Este texto se refiere directamente a la Iglesia actual, tal como salió después de su bautismo, cuya gracia la incorporó a Cristo.

La misma enseñanza se puede encontrar en la primera epístola de San Juan, donde está escrito que “Todo el que ha nacido de Dios no peca, porque en él permanece la simiente de Aquél y no es capaz de pecar por cuanto es nacido de Dios” (I Jn. 3, 9): y por otra parte: “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros” (I Jn. 1, 8). El apóstol amado desea enseñarnos que los miembros de la Iglesia pecan cuando traicionan a la Iglesia; la Iglesia, por lo tanto, no está libre de pecadores, pero ella no tiene pecado.

Decir que la Iglesia no tiene pecado significa que ella nunca consiente en pecar; pero eso no significa que ella no tenga nada que ver con el pecado. Su misión es ir a buscar a sus hijos en medio de su pecado, luchar incesantemente para hacer retroceder los límites del pecado en ellos mismos y en el mundo. La Iglesia está muy involucrada en el pecado: es el adversario con el que luchará hasta el fin de los tiempos.


La Iglesia no está libre de pecadores


La Iglesia es el reino del Hijo de Dios, del cual serán expulsados al final de los tiempos aquellos que causan escándalos y cometen iniquidades (Mt. 13, 41-43); la red que contendrá tanto peces buenos como malos hasta el fin de los tiempos (Mt. 13, 47-50). Solo destierra a los pecadores en casos extremos. La Iglesia siempre está llena de pecadores.

Los pecadores son miembros de Cristo, pero no de la misma manera que los justos. Pueden pertenecer a la misma Iglesia a la que pertenecen los justos, pero ellos solos jamás podrán constituir la Iglesia. La noción de miembros de Cristo y de la Iglesia se aplica de manera diferente a los justos y a los pecadores.

Los pecadores son miembros de la Iglesia por los valores espirituales que aún subsisten en ellos: caracteres sacramentales, fe y esperanza teologales, pero también por la caridad colectiva de la Iglesia. Permanecen asociados al destino de los justos de la misma forma que un miembro paralizado continúa participando en la vida de una persona humana.

La Iglesia sigue viva incluso en sus hijos que no están en estado de gracia, con la esperanza de unirlos nuevamente a ella en una unión viva.


La Iglesia no peca, pero se arrepiente y convierte

En sus hijos pecadores que, a instigación suya, renuncian a su pecado, es la Iglesia misma quien se arrepiente y hace penitencia. ¿Cómo puede la iglesia hacer penitencia si no peca?

Son ellos mismos los que pecan y hacen penitencia. Pecan al traicionar a Cristo y a la Iglesia; y hacen penitencia en nombre de Cristo y de la Iglesia. Por eso decimos que la Iglesia, aunque no peca, hace penitencia. Por lo tanto, la Iglesia, como persona, asume la responsabilidad de la penitencia, pero no asume la responsabilidad del pecado

Cuando la Iglesia pone el Padre Nuestro en nuestros labios, cuando nos envía a decirle al Padre: “Perdónanos nuestras deudas” (Mateo 6:12), es precisamente en su nombre que oramos y pedimos perdón todos los días, pero las faltas las cometemos nosotros, y no ella.


La Iglesia es inmaculada

Si definimos la Iglesia como lo hacen los periodistas, desde el exterior, sin tomar en cuenta su profundo misterio, no podremos entender la verdadera santidad de la Iglesia.

Pero si la definimos por aquello que la constituye, entonces vemos que aunque tiene muchos pecadores, la Iglesia es muy pura y santa; que se encarna y se hace visible en lo que tienen de puro tanto sus hijos justos como sus hijos pecaminosos; que sus propios límites incluyen únicamente lo puro y bueno que hay en sus miembros, ya sean justos o pecadores, y excluyen todo aquello que es impuro, incluso en los justos; que todo Cristo, tanto la Cabeza como el Cuerpo, es santo en todos sus miembros, tanto justos como pecadores. La iglesia es inmaculada.

Es cierto que los hombres apostólicos han afirmado que los malos cristianos ensucian a la Iglesia, pero esto simplemente significa que estos miembros pertenecen completamente a la Iglesia por derecho, y que el mundo la hará responsable por sus faltas; sin embargo, esta es una injusticia muy comprensible.

En realidad, los justos y los pecadores están en la Iglesia solo por lo que hay de santo en ellos, excluyendo todo lo que es pecado. “Cristo desde el Cielo mira siempre con particular afecto a su Esposa inmaculada, desterrada en este mundo”. (Mystici Corporis, Pío XII, 29 de junio de 1943).


Los pecadores en el seno de la Iglesia aportan la prueba de su santidad

Pero debemos ir aún más lejos, y decir que los pecados de los hombres no sólo eclipsan la santidad de la Iglesia, sino que también contribuyen a resaltarla; de hecho, el ver que la institución persevera a pesar de la debilidad humana, es un argumento a favor de la divinidad de esta institución. La iglesia representa así un verdadero milagro moral.

León XIII señaló: “Los historiadores de la Iglesia estarán mejor equipados para resaltar su origen divino, ya que éste es superior a todas las concepciones de un orden meramente terrestre y natural, cuanto más leal sean en no atenuar las pruebas que las faltas de sus hijos, y en ocasiones incluso sus ministros, han ocasionado a la Esposa de Cristo a lo largo de los siglos”. (Carta a los Obispos y el Clero de Francia, 8 de septiembre de 1899).

San Pío X fue aún más explícito: “Cuando el vicio se desboca, cuando la persecución pesa gravemente, cuando el error es tan astuto que amenaza con destruirla arrebatándole de su pecho a muchos de sus hijos y sumergiéndolos en el torbellino del pecado y la impiedad, entonces, más que nunca, la Iglesia se fortalece desde arriba. (...) Sólo un milagro de ese poder divino podría preservar a la Iglesia, el Cuerpo Místico de Cristo, de la mancha en la santidad de su doctrina, ley, y fin en medio del diluvio de corrupción y fallas de sus miembros. Su doctrina, ley y fin han producido una abundante cosecha. La fe y la santidad de sus hijos han producido los frutos más saludables”. (Encíclica Editae Saepe, 26 de mayo de 1910).

La Iglesia, por lo tanto, no es pecadora, porque el pecado no está en la Iglesia. La Iglesia llora por los pecados de sus hijos, pero las lágrimas que ella derrama no la desfiguran.


Imputaciones recientes contra la santidad de la Iglesia

Desafortunadamente, las enseñanzas del Concilio Vaticano II, sin negar explícitamente la santidad esencial de la Iglesia, no hacen una distinción suficientemente clara entre los dos tipos de santidad, la de sus miembros y la de sus principios: la doctrina revelada, los sacramentos, el culto divino, el sacrificio, las leyes.

El Concilio afirma expresamente que la Iglesia debe “siempre purificarse”, que ella nunca deja de “aplicarse a la penitencia y la renovación”; que “nunca deja de renovarse”. Esto implica al menos una renovación moral; pero la Iglesia no puede ser el tema de esta renovación purificadora, a menos que haya sido primero el tema del pecado y la culpa. Tal es la interpretación de un comentarista “oficial” como Karl Rahner.

Pablo VI dijo lo mismo: “La Iglesia debe ser santa y buena, debe ser como Cristo la pensó y concibió, y a veces vemos que no es digna de este título”. (L'Osservatore Romano, 28 de febrero de 1972). Igualmente, Juan Pablo II en el párrafo 33 de su carta apostólica Tertio Milllenio (10 de noviembre de 1994): “Aunque la Iglesia es santa debido a su incorporación a Cristo, la Iglesia no se cansa de hacer penitencia. Como afirma la constitución de Vaticano II Lumen Gentium: 'La Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación'”; y en el párrafo 35: “Esto no exonera a la Iglesia de la obligación de expresar un profundo pesar por las debilidades de tantos de sus hijos e hijas que han manchado su rostro, impidiéndole reflejar completamente la imagen de su Señor crucificado”.

La misma idea se encuentra en el siguiente texto pronunciado por el Papa Francisco ante el clero de Roma el 7 de marzo de 2019: “El Señor purifica a su esposa y nos convierte a todos a ella. Nos pone a prueba para que entendamos que sin Él somos polvo. Esto nos salva de la hipocresía, la espiritualidad de las apariencias. Él exhala su espíritu para restaurar la belleza de su esposa, sorprendida en flagrante adulterio”. Como se explicó anteriormente, la Iglesia hace efectivamente penitencia y, en este sentido, se purifica en sus hijos. Pero ella no puede de ninguna manera ser llamada adúltera, ya que eso le atribuiría nuestros pecados y negaría su verdadera santidad.


Conclusión

Ante los pecados de los miembros de la Iglesia, particularmente aquellos que deberían ser modelos irreprochables para el rebaño, no debemos dejarnos escandalizar, sino recordar nuestra propia debilidad y la enseñanza del Concilio Vaticano I, recordándonos que debemos creer en “la santidad eminente de la Iglesia”. Por lo tanto, no debemos participar en esta autoflagelación que no es más que una falta de fe en este artículo del Credo.

“Caemos en una gran ilusión cuando invitamos a la Iglesia, como persona, a admitir y proclamar sus pecados. Nos olvidamos que la Iglesia como persona es la Esposa de Cristo, que 'Él la compró con su propia sangre' (Hechos 20,28), que la ha purificado 'a fin de presentarla delante de Sí mismo como Iglesia gloriosa, sin mancha, ni arruga, ni nada semejante, sino santa e inmaculada' (Ef. 5,27), que ella es la 'casa de Dios, el pilar y la base de la verdad' (I Tim. 3,15). Cuando la humildad pone en peligro la magnanimidad, deja de ser una virtud”, Charles Journet, Théologie de l’Eglise, DDB, 1958, pág. 241.


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