Se basa en una serie de postulados, a los que llama “reglas”, y que no se sabe bien de dónde salen. La primera y más importante de ellas es la que establece que “cuanto más homófobo es un prelado, más posibilidades hay de que sea homosexual” (pos. 204). Su primera misión será, entonces, desenmascarar a este tipo de prelados, los más duros, los más conservadores. Y el primero es el cardenal Burke, y como Martel afirma que no obtuvo ningún testimonio o comentario acerca de sus costumbres sexuales, recurre entonces a otra evidencia: el gusto del prelado por echarse encima cuanta vestidura y colgajo pueda exhumar de los viejos arcones cardenalicios. Dedica un capítulo entero a burlarse lisa y llanamente de Burke, y lo hace utilizando las sornas y pitorreos que se escuchan en los sacros palacios cuando aparece el cardenal en los blogs y otros medios de prensa las clásicas fotos ataviado con la capa magna, o el armiño o el capelo apomponado. El periodista solicitó una audiencia con Burke que le fue concedida. Concurrió a su apartamento -el que describe minuciosamente, desde las lámparas y mesas, hasta las toallas del baño-, pero no pudo entrevistarse con él...
“No hay nada afeminado en Burke: según él, hay que respetar la tradición. ¡Lo que no es óbice para que viendo al cardenal con sus galas extravagantes y sus disfraces lo primero que nos venga a la cabeza sea una drag queen!” (Pos. 689), dice. Si esto es suficiente prueba para demostrar la regla recién mencionada, habrá que concluir que todos los cardenales hasta mediados del siglo XX eran homosexuales, puesto que todos ellos se ataviaban como Burke. (En honor a la verdad, hay que decir usar tanto chirombolo, en estas épocas, es bastante ridículo. Poco ayudan a Su Eminencia los amigos que fungen como sus asesores de vestuario).
El segundo gran ogro conservador al que hay que sacar del armario es el cardenal Müller, y la empresa es difícil. El alemán lo recibe en su apartamento vestido de chándal, lo que Argentina llamamos jogging, y responde fríamente a todas sus preguntas, mientras destrata a una monja que le acerca un té. Sin embargo, y resignado ya al fracaso, un suceso viene en ayuda de Martel. El cardenal recibe una llamada telefónica; cuando identifica el número, se le iluminan los ojos, habla un buen rato con tono afectuoso -distinto al que había usado con el-, lo que le lleva a concluir que “Si no tuviera ante mí a un hombre que ha hecho voto de castidad y si no oyera resonar a lo lejos, en el aparato, una voz de barítono, podría suponer que se trataba de una conversación sentimental”. Es decir, hay que sospechar también de Müller: sería también homosexual tan desenfadado que habla tranquilamente con su amante en presencia de un periodista. Y Martel pretende que se lo considere un periodista serio…
En tercer lugar, habrá que manchar al cardenal Sarah, pero le resulta imposible. No solamente no encuentra testimonios, como en los casos de Burke y Müller, sino que no encuentra indicios de ningún tipo, y para salir del paso recurre al “método Kasper”. Afirma: “Robert Sarah no nació católico, se convirtió. Creció en una tribu conanigue, a quince horas de taxi de la capital Conakry, y compartió sus prejuicios, sus ritos, sus supersticiones e incluso la cultura de la hechicería y los morabitos. Su familia es animista, su casa es de tierra batida, donde se duerme en el suelo. Así nació el relato del jefe de tribu Sarah” (Pos. 5743). Se trata de un cardenal primitivo, apenas despierto como para aprender a leer y hablar cuatro palabras de francés. Y su primitivismo y superchería se demuestra por el hecho que es un impulsor de la misa en latín y de espaldas a los fieles! Sólo alguien muy elemental y supersticioso puede querer volver a semejantes costumbres… Recoge el testimonio de un sacerdote que le dice: “Sarah es un gran místico. Reza continuamente, como alucinado. Da miedo. De verdad que da miedo” (Pos. 5760). Y le creo; esta gentuza de lo único que puede tener miedo es de la oración y de la presencia de Dios. Y se horroriza por uno de los grandes crímenes de Sarah: en su relación con los países pobres, se preocupa más por la evangelización que por la filantropía. ¿Cuál es la conclusión que un lector medianamente avisado saca de todo lo dicho? Que, efectivamente, el cardenal Sarah no es homosexual, pero no porque no quiera, sino porque no le da el piné. La sodomía es para espíritus más refinados que los de un simple negro africano.
Para desclosetar a los cardenales que no son homófobos, es decir, que son progresistas, el autor utiliza otro probado método científico. Dedica muchas páginas de su libro a describir el mundillo católico homosexual francés de buena parte del siglo XX, donde se destacan Ernesto Psichari, Jacques Maritain, François Mouriac y Jean Guitton, quienes serían representantes del grupo de aquellos que soportaron estoicamente su inclinación, viviendo castamente e incluso tratando de ayudar a otros que sufrían el mismo problema a tomar el camino de la autonegación. Una vez establecida esta premisa mayor, Martel considera que todos los prelados que fueron amigos o leyeron a algunos de estos autores, son homosexuales como ellos, hayan sido practicantes o no. Mirando para atrás, incorpora al grupo a Juan XXIII y a Pablo VI. Y comienza a visitar purpurados ya muy ancianos a los que se gana afectivamente hablando con ellos de literatura y tratando por todos los medios que confiesen su gusto por los escritores franceses recién mencionados. Y pisan el palito los cardenal Paul Poupard, Roger Etchegaray y Jean-Louis Tauran, entre otros, además de varios obispos y arzobispos.
Pero este infalible método no le sirve para cazar al cardenal Stanislas Dziwisz, a quien llama “la Viuda”, apelativo con el que lo conocen sus colegas vaticanos, y que fuera secretario privado del papa Juan Pablo II. Dedica varias páginas al caso de Dziwisz, que ahorraremos. Digamos que lo visita en Cracovia, pero como el pobre cardenal no es precisamente un intelectual sino un campesino con suerte, y no tiene idea de literatura francesa, lo mete también en la bolsa porque lo trató con mucha dulzura, le tomó de la mano y le regaló dos rosarios.
Dedica luego Martel un largo capítulo a investigar al mundillo gay que rodeó a Juan Pablo II. Y no se entretiene con el bajo clero que correteaba alocadamente en las universidades pontificias o por los parques que rodea el Capitolio. Comienza a cortar cabezas con el cardenal Casaroli que, según parece, fue el gran protector del cardenal Achille Silvestrini, ambos de rumboso pasado rosa.
Como el primero ya está muerto y el otro muy anciano, pasa a uno de los peces más gordos. Martel identifica con pseudónimos reales, es decir, que se usan actualmente en la Curia, a los más gays de todo el Vaticano. LaMontgolfiera, Platinette, La Païva y Mons. Jessica. La Montgolfiera (el origen del apodo se debe a “«una apariencia imponente, mucho vacío y poco aguante», me explica mi fuente, que quiere destacar la naturaleza aeronáutica, la arrogancia y la vanidad del personaje, «un confeti que se toma por un globo aerostático»” (Pos. 4461), es el cardenal Angelo Sodano. El sobrenombre ya había señalado hace veinte años por Mons. Luigi Marinelli, un curial jubilado, en su libro Via col vento in Vaticano. Martel le descubre las plumas a Sodano porque es notoriamente afeminado, porque era amigo del ex padre Fernando Karadima y porque protegió a muchos homosexuales, entre ellos, el emblemático Marcial Maciel. Sodano vive actualmente con su amante masculino en su lujoso departamento del Pontificio Colegio Etíope, en el interior mismo de la Ciudad del Vaticano (Pos. 9575).
“Monseñor Jessica”, apodo que según dice Nuzzi en su libro corresponde a Francesco Camaldo, es decano de los maestros de ceremonias pontificias, entre otros menesteres. Según uno de los soplones de Martel, Camaldo “aprovechaba las visitas regulares del Santo Padre a la iglesia de Santa Sabina de Roma, sede de los dominicos, para entregar a los jóvenes frailes su tarjeta de visita. Su pickup line, o técnica de ligue, fue objeto de comentarios en todo el mundo, cuando fue divulgada en un artículo de investigación de la revista Vanity Fair: ¡pretendía seducir a los seminaristas proponiéndoles ver la cama de Juan XXIII!” (Pos. 8430).
(continuará...)
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The Wanderer
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