Por Felipe Fernández-Armesto
Ni una furtiva lágrima se nos cae cuando contemplamos las estadísticas horripilantes de guerras y desastres. Las desdichas de desconocidos resultan soportables. Todos los días veo periódicos llenos de reportajes de injusticias: de crímenes sin castigos o castigos con venganza; de desigualdades desenfrenadas en la sociedad y fraudes en la vida política y económica; de niños que mueren por hambre o crueldad; de trabajadores arruinados por empleadores despiadados;de odio entre vecinos;de insensibilidad burocrática;de la miseria de los pobres de la tierra, condenados a una especie de esclavitud por la imposibilidad de disponer libremente de su mano de obra. Paso un momento indignado. Luego vuelvo a mi rutina egoísta y complaciente.
Es cuando un caso de injusticia surge contra un amigo o un conocido que todas esas otras injusticias se entienden, de golpe, como las salvajadas que son. En Australia se acaba de condenar al cardenal George Pell, a quien se suele calificar como número tres de la jerarquía del Vaticano, por abusos sexuales cometidos en 1996. Si este hombre -persona cabal que sé que es devoto y honrado- es culpable, renuncio para siempre a fiarme de mi capacidad para conocer a un ser humano. Le traté hace muchos años cuando estuve en Australia para dar unas conferencias y después en una serie de jornadas de estudio en Boston y Melbourne a finales de los años 90 y principios del nuevo milenio. Debo admitir un interés personal, ya que el cardenal me ayudó mucho difundiendo una teoría o más bien un concepto mío: la herejía del pato Donald, un aspecto del excepcionalismo estadounidense según el cual los ciudadanos suelen pensar, en cualquier conflicto internacional, que son ellos los buenos y rectos y que los demás están equivocados. Donald, en su vida personal, sufre las consecuencias -cólera y frustración- de esa misma actitud arrogante de confianza en su propia superioridad moral. Otro Donald, el que ahora habita la Casa Blanca, muestra la misma falta de conciencia de sí mismo. Claro que para llevar una vida auténticamente feliz hay que seguir los consejos de Séneca y de Jesucristo: debemos tener en cuenta la posibilidad de que el otro es el que tiene razón, y examinar nuestras ideas con un esfuerzo hacia la crítica rigurosa y la más pura objetividad.
Pero no es por mi cariño hacia George Pell por lo que estoy convencido de su inocencia, sino también por los hechos del caso. El único que le denuncia es un hombre maduro, de vida aparentemente exitosa en el sentido material, sin ningún motivo conocido para fingir su relato. Pero éste es racionalmente increíble. Y, dado que las leyes australianas permiten a una supuesta víctima de agresión sexual dar su testimonio por vídeo conferencia, ha sido imposible someterlo a un contrainterrogatorio eficaz. El supuesto suceso habría tenido lugar 20 años antes de que el denunciante lo mencionara por primera vez. Por supuesto, hay recuerdos que no se borran con el tiempo, pero la falibilidad de la memoria exige comprobantes para que se pueda hacer justicia. En el caso Pell no es sólo que no existen comprobantes sino que todas las circunstancias tienden a exonerar al acusado. La fecha exacta del suceso no consta, pero se trataría de la primera o segunda ocasión en que el arzobispo reelegido celebró misa en su catedral y probablemente coincidió con el centenario de la consagración del templo. En tales ocasiones, siempre hay varios sacerdotes desvistiéndose después de la misa y quiso la casualidad que en aquella época la sacristía del arzobispo estuviera en obras y éste se viera obligado a desvestirse en la sacristía de los canónigos, rodeado de gente. Pero, según el denunciante, Pell estaba allí sólo para poder sorprender a dos chicos del coro que intentaban robar vino y forzar a uno a cometer un acto de felación.
¿Cómo explicar que una historia tan poco convincente haya llegado a los tribunales y acabado en una condena? Pell ha sido un defensor a ultranza de las doctrinas menos populares de la Iglesia, especialmente de las de la inadmisibilidad del aborto, de los contraceptivos, del divorcio, de la permisividad sexual y de las prácticas homosexuales. Las campañas de secularistas y ateos contra él han sido constantes e implacables. En otras ocasiones le han acusado de toda clase de abusos -sexuales, financieros, de encubrimiento de los excesos de colegas- pero sin aportar pruebas ni lograr crédito. Por fin, la persecución ha tocado su fin, no sólo sometiendo al acusado a los agravios del encarcelamiento sino también exponiéndole al odio del populacho que celebraba su condena con jolgorio repugnante, gritando que muera y que "se pudra en el infierno".
Por lo visto, es poco probable que un sacerdote católico reciba un juicio imparcial hoy en día. Al inocente le exigen que pague los pecados de los culpables. La presunción de inocencia se convierte en culpabilidad incuestionable. Si el cardenal O'Brien es pederasta, lo será el cardenal Pell. Si el cardenal MacCarrick abusa de menores, Pell lo hará también. Es demasiado fácil recurrir a acusaciones mal fundadas para destrozar la vida de una persona de conducta humanamente intachable, cuya única ofensa auténtica ha sido contra los valores laicos, la corrección política, y la sociedad permisiva.
Destacan dos conclusiones más. En casos de supuesta agresión sexual, hay que volver a insistir en el mismo nivel de evidencia corroborativa como en otras investigaciones criminales. Los curas no son los únicos expuestos a chantaje, ruina y desesperación por denuncias malévolas. Políticos sufren por los mismos efectos: un reciente caso notable fue el de Lord Brittan, ex canciller británico cuya inocencia de las acusaciones de abuso sexual de menores sólo salió a luz después de su hundimiento personal y muerte trágica (y, según reportajes recientes en la prensa inglesa, una productora de documentales quiere resucitar la denuncia). Los docentes viven bajo la espada de Damocles, temiendo que un alumno castigado por pereza o mala educación recurra a una denuncia que al profesor inocente le aplaste la vida. En lugares de trabajo, colegas, empleados y empleadores abusan del abuso, intercambiando acusaciones para satisfacer a agendas, ambiciones y resentimientos personales. La atmósfera se envenena. Reina el descontento y la corrupción moral. En el caso Pell, la falta de trato igualitario es obvio: los anticlericales preferían acreditar al denunciante, por ser denunciante, que al sacerdote, por ser sacerdote.
Los medios deben renunciar al sensacionalismo y a las campañas de persecución. La Iglesia ha sido víctima de un estándar lamentable de reportaje sobre casos de abuso sexual. Planteamos un caso decisivo. En lo que supuestamente es el escándalo más grave, el de la diócesis de Filadelfia (EEUU), el año pasado se publicaron los datos de una investigación realizada por las autoridades eclesiásticas sobre siete décadas de la historia de excesos sexuales cometidos por sacerdotes y religiosos. "¡Siete décadas de abusos!" gritaron los periódicos y emisoras, "¡Condena a la Iglesia por incompetencia moral!". Sin tener en cuenta que en una diócesis enorme el número de denuncias -muchas sin valor- no era elevado: como término medio, tres o cuatro al año. Por supuesto, la Iglesia, como toda institución humana, tiene sus santos y sus demonios, pero no consta que haya más pecadores en el clero que entre los demás: todo lo contrario, la vida consagrada suele recordar a los que la siguen un sentido profundo de responsabilidad moral y una rutina de examen de conciencia. Sigamos castigando a los culpables, pero con respeto a las normas. Sigamos escuchando atentamente a las denuncias, pero siempre sin sacrificar nuestras capacidades críticas. Sigamos reformando instituciones corruptas, pero de una forma proporcionada, sin exagerar ni actuar como cazadores de brujas.
La justicia no puede ser justicia sin ser igualitaria. Si se admite justicia para víctimas, sin permitírsela a los acusados, deja de ser justicia. Para mi amigo George Pell queda una apelación y, por tanto, una oportunidad no de aliviar su sufrimiento, sino para mostrar que, a pesar de todo, la decencia humana, la equidad judicial, y la fidelidad a la verdad siguen vigentes.
(*) Felipe Fernández-Armesto es historiador y titular de la cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame (Indiana, EEUU).
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