sábado, 2 de marzo de 2019

ENCICLICA NOTRE CHARGE APOSTOLIQUE DE SU SANTIDAD, EL PAPA PÍO X

La impresionante y profética encíclica que el papa Pio X se vio obligado a publicar el 25 de agosto de 1910 ante el surgimiento, por aquellos años, de un “movimiento revolucionario” que se enquistaba dentro de la Iglesia y que hoy Bergoglio está ejecutando a al perfección.


Dada en Roma, cerca de San Pedro, el 25 de agosto de 1910.


Venerables Hermanos, salud y Bendición Apostólica.

Nuestro cargo apostólico nos obliga a velar por la pureza de la fe y por la integridad de la disciplina católica y a preservar a los fieles de los peligros del error y del mal, especialmente cuando éstos se presentan con un lenguaje atrayente, el cual, velando la vaguedad de las ideas y el equívoco de las expresiones con el ardor del sentimiento y la sonoridad de las palabras, puede inflamar los corazones hacia causas tan seductoras como funestas. Tales fueron ayer las doctrinas de los pseudofilósofos del siglo XVIII, las de la revolución y las del liberalismo, tantas veces condenadas; y tales son todavía hoy las teorías de Le Sillon, las cuales, bajo sus apariencias brillantes y generosas, carecen con frecuencia de claridad, de lógica y de verdad, y, desde este punto de vista, no arrancan ciertamente del espíritu católico y francés.

Hemos titubeado durante mucho tiempo, Venerables Hermanos, en manifestar pública y solemnemente nuestro juicio acerca de Le Sillon, habiendo sido preciso, para que nos decidiéramos a hacerlo, que vuestras preocupaciones viniesen a juntarse a las nuestras. Porque amamos a la valiente juventud alistada bajo las banderas de Le Sillon, y la creemos, por muchos conceptos, digna de admiración y de elogio. Porque amamos a sus jefes, en quienes nos complacemos en reconocer espíritus elevados, superiores a las pasiones vulgares y animados del más noble entusiasmo por el bien. Vosotros los habéis visto, Venerables Hermanos, penetrados de un sentimiento muy vivo de la fraternidad humana, ir a la vanguardia de los que trabajan y sufren para levantarlos, sostenidos de su desinterés por su amor a Jesucristo y a la práctica ejemplar de la Religión.


Historia de Le Sillon

Fue a raíz de la memorable Encíclica de nuestro predecesor, de feliz memoria, León XIII, acerca de la condición de los obreros. La Iglesia, por boca de su Jefe supremo, había vertido sobre los humildes, sobre los pequeños, todas las ternuras de su corazón maternal, y parecía llamar con su voz a los campeones, cada vez más numerosos, de la restauración del orden y de la justicia en nuestra sociedad perturbada. ¿No vinieron los fundadores de Le Sillon, en el momento oportuno, a poner a su servicio a los soldados jóvenes y creyentes para la realización de sus deseos y de sus esperanzas? Y de hecho Le Sillon enarboló entre las clases obreras el estandarte de Jesucristo, el signo de salvación para los individuos y las naciones, alimentando su actividad social en las fuentes de la gracia, imponiendo el respeto a la Religión en los ambientes menos favorables, acostumbrando a los ignorantes y a los impíos a oír hablar de Dios, y a menudo en conferencias de controversia, ante un auditorio hostil, surgiendo, excitando con una pregunta o por un sarcasmo, para confesar su fe con altivez y arrogancia. Estos eran los hermosos tiempos de Le Sillon; éste fue su lado bueno, que explica los elogios y las aprobaciones que ni el Episcopado ni la Santa Sede le regatearon, en tanto que ese fervor religioso pudo velar el verdadero carácter del movimiento sillonista.

Pues hay que decirlo, Venerables Hermanos; nuestras esperanzas se han visto en gran parte defraudadas. Llegó un día en que Le Sillon ofreció, para ojos clarividentes, algunas tendencias inquietantes. Le Sillon se extraviaba. ¿Podía suceder otra cosa? Sus fundadores, jóvenes, entusiastas y llenos de confianza en sí mismos, no estaban bastantes pertrechados de ciencia histórica, de sana filosofía y de teología sólida para afrontar sin peligro los difíciles problemas sociales a los que eran arrastrados por su actividad y por su corazón, y para inmunizarse, en el terreno de la doctrina y de la obediencia, contra las filtraciones liberales y protestantes.

No les faltaron consejos; detrás de éstos vinieron las amonestaciones; pero tuvimos el dolor de ver que avisos y reproches se deslizaban sobre las almas sin producir resultado. Las cosas han llegado a tal extremo, que haríamos traición a nuestro deber si guardáramos silencio por más tiempo. Debemos la verdad a nuestros hijos de Le Sillon, a quienes un ardor generoso ha llevado a un camino tan falso como peligroso. La debemos también a un gran número de seminaristas y de sacerdotes que Le Sillon ha sustraído, si no a la autoridad, por lo menos a la dirección y a la influencia de sus Obispos; la debemos, finalmente, a la Iglesia, dentro de la cual Le Sillon siembra la discordia y cuyos intereses compromete.


Actitud ante la autoridad

En primer lugar, conviene hacer notar severamente el interés de Le Sillon en sustraerse a la dirección de la autoridad eclesiástica. Los jefes de Le Sillon, en efecto, alegan que se mueven en un terreno que no es el de la Iglesia; que sólo persiguen finalidades de orden temporal, y no de orden espiritual; que el sillonista es sencillamente un católico dedicado a la causa de las clases trabajadoras, a las obras democráticas, y que buscan en las prácticas de su fe la energía para sus empeños; que, ni más ni menos que los artesanos, los labradores, los economistas y los políticos católicos, se limitan a permanecer sumisos a las reglas de la moral, comunes a todos, sin depender, ni más ni menos que los otros, de una manera especial, de la autoridad eclesiástica.

La respuesta a estos subterfugios es muy fácil. ¿A quién se hará creer, en efecto, que los sillonistas católicos, que los sacerdotes y seminaristas alistados en sus filas no tienen, en su actividad social, más finalidad que los intereses temporales de las clases obreras? Sería, a nuestro juicio, inferirles una injuria el sostenerlo. La verdad es que los jefes de Le Sillon se proclaman idealistas irreductibles, que quieren levantar las clases trabajadoras levantando primero la conciencia humana; que tienen una doctrina social y unos principios filosóficos y religiosos para reorganizar la sociedad con un plan nuevo; que tienen un concepto especial de la dignidad humana, de la libertad, de la justicia y de la fraternidad, y que, para justificar sus sueños sociales, apelan al Evangelio, interpretado a su modo, y lo que es más grave todavía, a su Cristo, desfigurado y disminuido. Además, enseñan estas ideas en sus Círculos de estudio, las inculcan a sus compañeros y las trasladan a sus obras. Son, por lo tanto, verdaderos profesores de moral social, cívica y religiosa, y cualesquiera que sean las modificaciones que pueda introducir en la organización del movimiento sillonista, tenemos el derecho de decir que el objeto de Le Sillon, su carácter, su acción, están dentro del campo moral, que es el campo propio de la Iglesia, y que, en consecuencia, los sillonistas se hacen ilusiones cuando creen evolucionar en un terreno en cuyos confines terminan los derechos del poder doctrinal y directivo de la autoridad eclesiástica.

Si sus doctrinas hubiesen estado limpias de errores, ya hubiera sido un gravísimo atentado a la disciplina católica el sustraerse obstinadamente a la dirección de los que han recibido del cielo la misión de guiar a los individuos y a las sociedades por el camino recto de la verdad y del bien. Pero el mal es más hondo, como ya hemos dicho: Le Sillon, arrastrado por un amor mal entendido hacia los débiles, ha caído en el error.

En efecto, Le Sillon se propone la regeneración de las clases obreras. Acerca de esta materia están ya fijados los principios de la doctrina católica, y aquí está la historia de la civilización cristiana para atestiguar su fecundidad bienhechora. Nuestro predecesor, de feliz memoria, los recordó en páginas magistrales, que los católicos ocupados en las cuestiones sociales deben estudiar y tener siempre presentes. Él enseñó principalmente que la democracia cristiana debe «mantener la diversidad de clases, que es indispensable en toda sociedad bien constituida, y querer para la sociedad humana la forma y el carácter que Dios, su autor, les ha impreso» (1).

Abominó de «cierta democracia que llega hasta el grado de perversidad de querer atribuir la soberanía social al pueblo y de perseguir la supresión y nivelación de clases».

Al propio tiempo, León XIII imponía a los católicos un programa de acción, el único programa capaz de reinstalar y mantener a la sociedad sobre sus bases cristianas seculares. Ahora bien, ¿qué han hecho los jefes de Le Sillon? No sólo han adoptado una enseñanza y un programa diferentes de los de León XIII (y ya seria singular audacia por parte de los laicos el erigirse en directores de la actividad social de la Iglesia en competencia con el Soberano Pontífice), sino que de un modo franco han arrojado el programa trazado por León XIII, adoptando otro diametralmente opuesto. Por añadidura, rechazan la doctrina recordada por León XIII acerca de los principios esenciales de la sociedad, colocan la autoridad en el pueblo o casi la suprimen, y toman como ideal realizable la nivelación de clases. Van, pues, fuera de la doctrina católica hacia un ideal condenado.

Ya sabemos que ellos se lisonjean de levantar la dignidad humana y la condición, con exceso vilipendiada, de las clases trabajadoras; de trabajar para que sean justas las leyes del trabajo y las relaciones entre el capital y los asalariados, y, en fin, de hacer reinar sobre la tierra una mejor justicia y una mayor caridad, y por medio de movimientos hondos y fecundos promover en la humanidad un progreso inesperado. Y ciertamente, no culpamos esos esfuerzos, que serían excelentes desde todos los puntos de vista si los sillonistas no olvidaran que el progreso de un ser consiste en fortalecer sus facultades naturales por medio de energías nuevas, y en facilitar el ejercicio de su actividad en el cuadro y conforme a las leyes de su constitución; pero si, por el contrario, se hieren sus órganos esenciales y se rompe el cuadro de su actividad, se empuja el ser, no hacia el progreso, sino hacia la muerte. Y esto es lo que ellos quieren hacer de la sociedad humana; su sueño consiste en cambiar sus cimientos naturales y tradicionales y en prometer una ciudad futura edificada sobre otros principios que se atreven a declarar más fecundos, más bienhechores que aquellos sobre que descansa la actual sociedad cristiana.

No, Venerables Hermanos (hace falta recordarlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y de legisladores); no se edificará la ciudad de otro modo del que Dios la ha edificado; no se edificará la sociedad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no se inventará ni la ciudad nueva se edificará en las nubes.

Ha sido y es la civilización cristiana, es la ciudad católica. No se trata más que de restaurarla, y de hacerlo con ahínco, sobre los cimientos naturales y divinos contra los ataques siempre renovados de la utopía malsana, de la protesta y de la impiedad; Omnia instaurare in Christo.

Y para que no se nos acuse de formular juicios demasiado sumarios, y con rigor no justificados, acerca de las teorías sociales de Le Sillon, queremos recordar sus puntos esenciales.


(1) «Dispares tueatur ordines, sane proprios bene constitutae civitatis; eam demum humano convictui velit formam atque indolem esse, qualem Deus auctor indidit.» (Encyclique Graves de communi.)


Libertad e Igualdad

Le Sillon tiene la noble preocupación de la dignidad humana. Pero esta dignidad la entiende a la manera de ciertos filósofos a quienes la Iglesia está muy lejos de poder alabar. El primer elemento de esta dignidad es la libertad, entendida en el sentido de que, excepto en materia de Religión, cada hombre es autónomo. De este principio fundamental saca las siguientes consecuencias:

Hoy el pueblo está bajo la tutela de una autoridad ajena y debe libertarse de ella: emancipación política.

Está bajo la dependencia de patrones que, detentando sus instrumentos de trabajo, lo explotan, oprimen y rebajan; y debe sacudir este yugo: emancipación económica.

Está dominado, finalmente, por una casta llamada líder, a la cual su desarrollo intelectual asegura una preponderancia indebida en la dirección de los negocios, y debe sustraerse a su dominación: emancipación intelectual.

La nivelación de las condiciones en este triple punto de vista establecerá entre los hombres la igualdad, y esta igualdad es la verdadera justicia humana. Una organización política y social fundada sobre esta doble base, la libertad y la igualdad (a las que pronto vendrá a unirse la fraternidad); es lo que ellos llaman democracia.

Sin embargo, la libertad y la igualdad son solo el lado, por decirlo así, negativo. Lo que hace propia y positivamente la democracia es la participación mayor posible de cada uno en el gobierno de la cosa pública. Y esto comprende un triple elemento, político, económico y moral.


La autoridad sillonista

Primero, en política, Le Sillon no suprime la autoridad, por el contrario, la considera necesaria; pero quiere dividirla o, mejor dicho, multiplicarla de tal manera que cada ciudadano llegara a ser una especie de rey. La autoridad, es cierto, dimana de Dios, pero reside primordialmente en el pueblo, del cual se desprende por vía de elección, o mejor aún, de selección, sin que por esto se aparte del pueblo, y sea independiente de él. Será externa, pero sólo en apariencia; en realidad será interna, porque se tratará de una autoridad consentida.

Las proporciones mantenidas serán las mismas en el orden económico. Al restar de una clase en particular, los empleadores estarán tan multiplicados, que cada obrero será una especie de jefe. La fórmula llamada a realizar este ideal económico, no será, según dicen, la del socialismo, sino un sistema de cooperativas suficientemente multiplicadas para provocar una competencia fructífera y para asegurar la independencia de los obreros, que no estarán sometidos a ninguna de ellas.


Humanitarismo o fraternidad sillonista

Aquí está ahora el elemento capital, el elemento moral. Como la autoridad, según se ha visto, es muy reducida, hace falta otra fuerza para suplirla y para oponer una reacción permanente al egoísmo individual. Este nuevo principio, esta fuerza, es el amor del interés profesional y del interés público, es decir del fin mismo de la profesión y de la sociedad. Imaginaos una sociedad en la que en el alma de cada miembro con el amor innato del bien individual y del bien familiar, reinara el amor del bien profesional y del bien público; en la que en la conciencia de cada uno de estos amores se subordinaran de tal modo, que el bien superior se antepusiera siempre al bien inferior; esta sociedad, ¿no podría pasarse casi sin autoridad y no ofrecería el ideal de la dignidad humana, teniendo cada ciudadano un alma de rey, y cada obrero un alma de patrón? Arrancado de la mezquindad de sus intereses privados y llevado a los intereses de su profesión y más arriba, a los de la nación entera, y todavía más arriba, a los de la humanidad (pues el horizonte de Le Sillon no se detiene en las fronteras de la Patria, sino que se extiende a todos los hombres hasta los confines del mundo), el corazón humano, ensanchado por el amor del bien común, abrazaría a todos los compañeros de la misma profesión, a todos los compatriotas y a todos los hombres. Y he aquí la grandeza y la nobleza humana, ideal realizado por la célebre trilogía: libertad, igualdad, fraternidad.

Ahora bien, estos tres elementos, político, económico y moral, están subordinados unos a otros, y es el elemento moral, según hemos dicho, el principal. En efecto, ninguna democracia política es viable si no tiene puntos de adhesión profundos en la democracia económica. A su vez, ni una ni otra son posibles si no arraigan en un estado mental donde la conciencia está investida de responsabilidades y de energías morales proporcionadas. Pero supongamos que en este estado mental, así constituido por responsabilidad consecuente y fuerzas morales, y la democracia económica emergerá naturalmente, mediante la traducción en actos de esta conciencia y estas energías; y de igual manera y por el mismo camino, del régimen corporativo saldrá la democracia política, y la democracia política y económica, ésta última que lleva al otro, se fijará en la conciencia de las personas sobre fundamentos inquebrantables.

Tal es, en resumen, la teoría, podría decirse el sueño, de Le Sillon, y a esto es a lo que tiende su enseñanza y a lo que llaman educación democrática del pueblo, es decir, a llevar su máximum la conciencia y la responsabilidad de cada uno, de donde saldría la democracia económica y política, y el reinado de la justicia, de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad.

Esta rápida exposición, Venerables Hermanos, ya nos muestra ya claramente, cuánta razón tenemos al decir que Le Sillon opone doctrina a doctrina, que edifica su ciudad sobre una teoría contraria a la verdad y que falsea las nociones esenciales y fundamentales que regulan las relaciones sociales en toda sociedad humana. Esta oposición resaltará más todavía de las siguientes consideraciones.


Refutación del sistema sillonista

Le Sillon coloca primordialmente la autoridad pública en el pueblo, de quien la deriva después a los gobernantes, de tal manera, sin embargo, que continúa residiendo en él.

Pero León XIII condenó formalmente esta doctrina en su Encíclica Diuturnum illud del Principado político, donde dice: «Los modernos en gran número marchan sobre las huellas de aquellos que en el siglo último se dieron el nombre de filósofos; declaran que todo poder procede del pueblo y que, en consecuencia, los que ejercen el poder en la sociedad no lo ejercen como autoridad propia, sino como una autoridad delegada en ellos por el pueblo y con la condición de que puede ser revocada por la voluntad del pueblo, de quien la tienen. Todo lo contrario es el sentimiento de los católicos, que hacen derivar el derecho de mandar de Dios como de su principio natural y necesario» (1). Sin duda Le Sillon hace descender de Dios esta autoridad, que coloca primero en el pueblo, pero de tal manera que «sube de abajo para llegar a lo alto, mientras que en la organización de la Iglesia el poder desciende de arriba para llegar abajo» (2).

Pero además del hecho de que es anormal que la delegación suba, puesto que por su naturaleza ha de descender, León XIII refutó de antemano esta tentativa de conciliación de la doctrina católica con el error del filosofismo. Porque continúa: «Importa hacerlo notar aquí; los que presiden el gobierno de la cosa pública pueden en ciertos casos ser elegidos por la voluntad y el juicio de la multitud, sin repugnancia ni oposición de la doctrina católica. Pero si esta elección designa el Gobierno, no le confiere la autoridad de gobernar, no delega el Poder, designa la persona que ha de ser investida con él» (3).


(1) Imo recentioros perplures, eorum vestigiis ingredientes, qui sibi superiore saeculo philosophorum nomen inscripserunt, omnem inquiunt potestatem a populo esse quare qui eam in civitate gerunt, ab iis non uti suam geri, sed ut a populo sibi mandatam, et had quidem lege, nt populi ipsius volúntate a quo mandata est revocari possit. Ab is veré dissentiunt catholiei nomines, qui jus imperandi a Deo repetunt veluti a naturali necesario que principio.


(2) Marc Sangnier, Discours de Rouen, 1907.


(3) Interest autem attendere hoc loco eos qui reipublicae praefuturi sint posse in quibusdam caussis volúntate indicioquo deligi multitudinis non adversante ñeque repugnante doctrina catholica. Quo sane delectu designatur princeps, non conferentur iura principatus, ñeque mandatur imperium, sed statuitur a quo sit gerendum.


Además, si el pueblo es detentador del Poder, ¿en qué se convierte la autoridad? En una sombra, en un mito; no hay ya ley propiamente dicha; no hay ya obediencia. Le Sillon lo ha reconocido, puesto que, en efecto, reclama en nombre de la dignidad humana la triple emancipación política, económica e intelectual; la ciudad futura, en la cual trabaja, no tendrá ya amos ni servidores; los ciudadanos allí serán todos libres, todos camaradas, todos reyes.

Una orden, un precepto, será un atentado a la libertad; la subordinación a una superioridad cualquiera será una disminución del hombre; la obediencia, un rebajamiento. ¿Es así, Venerables Hermanos, como la doctrina tradicional de la Iglesia nos representa las relaciones sociales en la ciudad, aun en la más perfecta posible? ¿Es que esta sociedad de criaturas independientes y desiguales por naturaleza no necesita una autoridad que dirija su actividad hacia el bien común y que imponga su ley? Y si en la sociedad se encuentran seres perversos (y los habrá siempre), ¿no deberá la autoridad ser tanto más fuerte cuanto más amenazador sea el egoísmo de los malvados? ¿Podemos decir con una sombra de razón que hay incompatibilidad entre la autoridad y la libertad, a menos de cometamos un grave error sobre el concepto de la libertad? ¿Se puede enseñar que la obediencia es contraria a la dignidad humana y que el ideal sería reemplazarla por «la autoridad consentida»? ¿Es que el Apóstol San Pablo no consideraba la sociedad humana en todas sus etapas posibles cuando prescribía a los fieles la sumisión a toda autoridad? ¿Es que la obediencia a los hombres en tanto que son representantes legítimos de Dios, es decir, en conclusión, la obediencia a Dios rebaja al hombre y le coloca por bajo de sí mismo? ¿Es que el estado religioso fundado sobre la obediencia sería contrario al ideal de la naturaleza humana? ¿Es que los santos, que han sido los más obedientes de los hombres, eran esclavos y degenerados? ¿Es, en fin, que se puede imaginar un estado social donde Jesucristo, vuelto a la tierra, no diera ya ejemplo de obediencia y no dijese ya: Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios?

Le Sillon, que enseña semejantes doctrinas y las pone en práctica en su vida interior, siembra, por lo tanto, entre vuestra juventud católica nociones erróneas y funestas sobre la autoridad, la libertad y la obediencia. No es diferente de la justicia y la igualdad. Ellos dicen que trabajan en realizar una era de igualdad, que sería, por lo mismo, una era de mejor justicia. Así para ellos toda desigualdad de condición es una injusticia, o al menos una menor justicia. Principio soberano contrario a la naturaleza de las cosas, generador de envidia y de injusticia y subversivo de todo orden social. ¡Así la democracia sola inauguraría el reinado de la justicia perfecta!

¿No es esto una injuria hecha a las otras formas de gobierno, que se rebajan de esa manera al rango de gobiernos peores e impotentes? Por otra parte, Le Sillon tropieza también en este punto con las enseñanzas de León XIII. Hubiera podido leer en la Encíclica ya citada del Principado político que, «garantizada la justicia, no está prohibido a los pueblos darse el gobierno que mejor responde a su carácter o a las instituciones y costumbres que recibieron de sus antepasados» (1), y la Encíclica hace alusión a la triple forma de gobierno bien conocida. Supone, por lo tanto, que la justicia es compatible con cada una de ellas. Y la Encíclica sobre la condición de los obreros, ¿no afirma claramente la posibilidad de restaurar la justicia en las organizaciones actuales de la sociedad, puesto que indica los medios? Sin duda León XIII quería hablar, no de una justicia cualquiera, sino de la justicia perfecta. Por lo tanto, al enseñar que la justicia es compatible con las tres formas de gobierno conocidas, enseñaba que, bajo este aspecto, no goza la democracia de un privilegio especial. Los sillonistas, que pretenden lo contrario, o bien se niegan a escuchar a la Iglesia, o se forman de la justicia y de la igualdad un concepto que no es católico.

Lo mismo ocurre con la noción de la fraternidad, cuyo fundamento ponen en el amor de los intereses comunes o por encima de todas las filosofías y de todas las religiones, en la simple noción de humanidad, englobando así en el mismo amor, y en una igual tolerancia, a todos los hombres con todas sus miserias, lo mismo intelectuales y morales que físicas y temporales. Pero la doctrina católica nos enseña que el primer deber de la caridad no está en la tolerancia de las doctrinas erróneas, por sinceras que sean, ni en la indiferencia teórica o práctica para el error, o el vicio en que vemos sumidos a nuestros hermanos, sino en el celo por su mejora intelectual y moral, no menos que por su bienestar material. Esta misma doctrina católica nos enseña también que el origen del amor al prójimo se encuentra en el amor a Dios, padre común y fin común de toda la familia humana, y en el amor de Jesucristo, de quien somos los miembros, hasta el punto que consolar a un desgraciado es hacer bien al mismo Jesucristo. Todo otro amor es ilusión o sentimiento estéril y pasajero. Seguramente ahí está la experiencia humana, en las sociedades paganas o laicas de todos los tiempos, para probar que a ciertas horas la consideración de los intereses comunes o de similitud de naturaleza pesa muy poco ante las pasiones y ambiciones del corazón. No, Venerables Hermanos, no hay verdadera fraternidad fuera de la caridad cristiana que por el amor de Dios y de su Hijo Jesucristo, nuestro Salvador, abraza a todos los hombres para consolarlos y para llevarlos a todos a la misma fe y a la misma dicha del cielo. Al separar la fraternidad de la caridad cristiana así entendida, la democracia, lejos de ser su progreso, constituiría un retroceso desastroso para la civilización. Porque si queremos llegar, y lo deseamos con toda nuestra alma, a la mayor suma de bienestar posible para la sociedad y para cada uno de sus miembros por la fraternidad, o, como también se dice, por la solidaridad universal, es precisa la unión de los espíritus en la verdad, la unión de las voluntades en la moral, la unión de los corazones en el amor de Dios y de su Hijo Jesucristo. Pero esta unión no es realizable sino por la caridad católica, la cual, por consiguiente, es la única que puede conducir a los pueblos por el camino del progreso hacia el ideal de la civilización.

Finalmente; en la raíz de todas las falsificaciones de nociones sociales fundamentales, Le Sillon revela una falsa idea de la dignidad humana. Según ellos, el hombre no será verdaderamente hombre, digno de este nombre, sino el día que haya adquirido una conciencia iluminada, fuerte, independiente, autónoma, capaz de prescindir de un maestro, solo obedeciéndose a sí mismo y siendo capaz de asumir y de llevar, sin delinquir, las más serias responsabilidades.


(1) Quamobren, salva institis, nos prohibentur populi illud sibi genus comparare reipublicae, quod aut ipsorum ingenio aut maiorum institutis moribusque magis respondeat.


He aquí las grandes frases con que se exalta al sentimiento del orgullo humano; como un sueño que arrastra al hombre sin luz, sin guía y sin socorro por el camino de la ilusión, donde, esperando el gran día de la plena conciencia, será devorado por el error y las pasiones. Y ¿cuándo llegará ese gran día? A menos de que cambie la naturaleza humana (lo cual no está en el poder de Le Sillon), ¿vendrá alguna vez? ¿Es que los santos, que han llevado la dignidad humana a su apogeo, tenían esa dignidad? Y los humildes de la tierra, que no pueden subir tan alto y que se contentan con trazar modestamente su curso en el rango que la Providencia les ha asignado, cumpliendo enérgicamente sus deberes en la humildad, la obediencia y la paciencia cristiana, ¿no serían dignos del nombre de hombres, ellos, a quienes el Señor sacará un día de su condición obscura, para colocarlos en el cielo entre los príncipes de su pueblo?

Aquí detenemos nuestras reflexiones sobre el error de Le Sillon. No pretendemos agotar el tema, porque todavía habría que llamar su atención sobre otros puntos igualmente falsos y peligrosos; por ejemplo, sobre su manera de comprender el poder coercitivo de la Iglesia. Ahora es importante ver la influencia de estos errores en la conducta práctica de Le Sillon y en su acción social.


La vida sillonista

Las doctrinas de Le Sillon no quedan en el dominio de la abstracción filosófica. Son enseñadas a la juventud católica, y aun más, se ensaya el vivirlas. Le Sillon se considera a sí mismo como el núcleo de la ciudad futura; la refleja, por lo tanto, con la mayor fidelidad posible. En efecto, no hay jerarquía en Le Sillon. Los elegidos que lo dirigen se han liberado de la masa por selección, es decir, imponiéndose por su autoridad moral y por sus virtudes. Se entra en él libremente, como se sale. Los estudios se hacen sin maestros, a lo sumo con un consejero. Los círculos de estudio son verdaderas cooperativas intelectuales, donde cada cual es a la vez maestro y discípulo. El compañerismo más absoluto reina entre sus miembros y pone sus almas en contacto total; de ahí el alma común de Le Sillon. Se le ha definido «una amistad». El mismo sacerdote, cuando entra en él, rebaja la eminente dignidad de su sacerdocio, y por el más extraño cambio de papeles se hace alumno, se pone al nivel de sus jóvenes amigos y ya no es más que un camarada.

En estos hábitos democráticos y las teorías sobre la ciudad ideal que las inspiran, reconocerán, Venerables Hermanos, la causa secreta de las faltas disciplinarias que tantas veces tuvieron que reprochar a Le Sillon. No es sorprendente que no encuentren entre en los jefes y sus compañeros así formados, ya sean seminaristas o sacerdotes, el respeto, la docilidad y la obediencia que se deben a vuestras personas y a vuestra autoridad; que experimentéis de parte de ellos una sorda oposición y que tengáis el disgusto de verles sustraerse totalmente o cuando se ven forzados por la obediencia, entregarse con disgusto a obras no sillonistas. Ustedes son el pasado y ellos son los pioneros de la civilización futura. Ustedes representan la jerarquía, las desigualdades sociales, la autoridad y la obediencia; instituciones envejecidas a las cuales sus almas, dominadas por otro ideal, no pueden doblegarse. Tenemos en este estado de ánimo el testimonio de hechos dolorosos, capaces de arrancar lágrimas; y no podemos, a pesar de nuestra paciencia, librarnos de un justo sentimiento de indignación, ¡como no!; se inspira a vuestra juventud católica la desconfianza hacia la Iglesia, su Madre; se le enseña que después de diecinueve siglos no ha logrado constituir en el mundo la sociedad sobre sus verdaderas bases; que no ha comprendido las nociones sociales de la autoridad, de la libertad, de la igualdad, de la fraternidad y de la dignidad humana; que los grandes Obispos que han creado y tan gloriosamente gobernado a Francia, no han sabido dar a su pueblo ni la verdadera justicia ni la verdadera felicidad, porque no habían tenido el ideal de Le Sillon.

El aliento de la revolución ha pasado por allí y podemos concluir que si las doctrinas sociales de Le Sillon son erróneas, su espíritu es peligroso y su educación fatal.

Pero entonces, ¿qué debemos pensar de su acción en la Iglesia; sobre ese Sillon cuyo catolicismo es tan quisquilloso que casi considera como un enemigo interior al Catolicismo y como absoluto desconocedor del Evangelio y de Jesucristo a todo aquel que no milita en sus filas? Creemos que hay que insistir acerca de esta cuestión, porque es precisamente su ardor católico lo que ha valido a Le Sillon hasta los últimos tiempos tan valiosos alientos y tan ilustres elogios. Y sin embargo, ante las palabras y los hechos estamos en el caso de decir que lo mismo en su conducta que en su doctrina Le Sillón no satisface a la Iglesia.


Iglesia y democracia


En primer lugar, su catolicismo no acepta otra forma de gobierno que la democrática, que juzga como la más favorable a la Iglesia, es decir, que liga la Religión a un partido político. No tenemos necesidad de demostrar que el advenimiento de la democracia universal no tiene nada que ver con la acción de la Iglesia en el mundo; hemos ya recordado que la Iglesia ha dejado siempre a los pueblos el cuidado de darse el gobierno que consideren más conveniente a sus intereses. Lo que sí queremos afirmar todavía una vez más, de acuerdo con nuestro predecesor, es que hay error y peligro en ligar, por sistema, el catolicismo a una forma de gobierno; error y peligro que son más graves cuando se sintetiza la Religión con un género de democracia cuyas doctrinas son equivocadas. Este es el caso de Le Sillon, el cual, por el hecho de comprometer la Iglesia en una forma especial de gobierno, divide a los católicos, arranca a la juventud y aun a los sacerdotes y seminaristas de la acción simplemente católica y gasta sin ningún provecho las fuerzas vivas de una parte de la nación.

Y veremos, Venerables Hermanos, una asombrosa contradicción: Le Sillon se abstiene de defender a la Iglesia combatida, precisamente invocando el principio de que la Iglesia debe dominar todos los partidos. Ciertamente, no es la Iglesia la que ha bajado a la arena política, ha sido arrastrada a ella para mutilarla y despojarla. ¿No es deber de todo católico usar de las armas políticas que tiene en la mano para defenderla y también para obligar a la política a mantenerse en su terreno y a no ocuparse de la Iglesia más que para darle aquello que le es debido? Pues bien; ante las violencias de que ha sido víctima la Iglesia, se ha tenido el dolor de ver a menudo a los sillonistas cruzarse de brazos, si no podían sacar provecho propio de la defensa; se los ve dictar o sostener un programa que en ninguna parte, o de ninguna manera, revela al católico. Esto no impide que los hombres, en plena lucha política, bajo el golpe de una provocación del enemigo, muestren públicamente su fe. Esto equivale a decir que aun hay dos hombres en el sillonista: el individuo, que es católico, y el sillonista, que es neutro.


El mayor surco

Hubo un tiempo en que Le Sillon, como tal, era formalmente católico. En el campo de las fuerzas morales no conocía más que una, la fuerza católica, e iba proclamando que la democracia sería católica o no sería. Pero luego cambió de parecer, y dejó a cada cual su religión o su filosofía. Cesó de llamarse asimismo católico, y sustituyó su fórmula «La democracia será católica», por esta otra «La democracia no será anticatólica», como tampoco habría de ser antijudía o antibudhista. Esta fue la época del más grande de Le Sillon. Los obreros de todas las religiones y de todas las sectas fueron llamados para la construcción de la ciudad del futuro. Sólo se les pedía que abrazaran al mismo ideal social, que respetaran todas las creencias y que aportaran al acervo común cierta suma de fuerzas morales. Desde luego se proclamaba que «los jefes de Le Sillon ponen su fe religiosa por encima de todo». Pero ¿pueden privar a los otros del derecho de atraer su energía moral donde puedan, pero quieren que otros respeten su fe? Piden, pues, a todos los que quieran transformar la sociedad presente, en el sentido de la democracia, que no se repelan mutuamente a causa de las convicciones filosóficas o religiosas que puedan separarles, sino que marchen tomados de la mano, no renunciando a sus convicciones, sino tratando de hacer en el terreno de las realidades prácticas la prueba de las excelencias de sus convicciones personales. Tal vez, en este campo de emulación entre almas pertenecientes a diferentes escuelas religiosas o filosóficas, la misión podrá realizarse (1). Y se declaró al mismo tiempo (¿cómo podría esto realizarse?) que el pequeño Sillon católico sería el alma del gran Sillon cosmopolita.

Recientemente ha desaparecido el nombre del más grande sillonista, y una nueva organización ha intervenido, sin modificar, el espíritu y la sustancia de las cosas, «para poner orden en el trabajo y organizar las diversas fuerzas de actividad, Le Sillon sigue siendo siempre un alma, un espíritu, que se mezclará entre los grupos y les inspirará su actividad». Y a todos los nuevos grupos, que aparentemente se han vuelto autónomos, se les pide a los católicos, protestantes y librepensadores, que se pongan a trabajar. «Los compañeros católicos trabajarán juntos en una organización especial para instruirse y educarse. Los demócratas y librepensadores harán por su parte lo mismo. Y todos, católicos, protestantes y librepensadores pondrán todo su empeño en armar a la juventud, no para una lucha fratricida, sino para una generosa emulación en el terreno de las virtudes sociales y cívicas» (2). Estas declaraciones y esta nueva organización de la acción sillonista sugieren muy graves reflexiones.

Aquí, fundada por católicos, una Asociación interconfesional para trabajar en la reforma de la civilización, obra religiosa en el más alto grado, pues es una verdad demostrada, es un hecho histórico que no hay verdadera civilización, ni civilización moral, fuera de la Religión verdadera. Los nuevos sillonistas no podrán pretender que no trabajarán más que «en el terreno de las realidades prácticas», en el cual no influye para nada la diversidad de creencias. Su líder siente también esta influencia de las convicciones del espíritu sobre el resultado de la acción, que invita a todos sin condición de religiones, a «hacer sobre el terreno de las realidades prácticas el ensayo de la excelencia de sus convicciones personales». Y con razón, porque los logros prácticos asumen el carácter de convicciones religiosas como los miembros de un cuerpo, hasta que sus últimas extremidades, reciben su forma del principio vital que lo anima.

Dicho esto, ¿qué hay que pensar de la promiscuidad en que se encontrarán los jóvenes católicos con los heterodoxos e incrédulos de toda clase en una obra de esta naturaleza? ¿No es para ellos mil veces más peligrosa que una Asociación neutra? ¿Qué hay que pensar de este llamamiento a todos los heterodoxos y a todos los incrédulos a que prueben la bondad de sus convicciones en el terreno social, en una especie de concurso apologético, como si este concurso no estuviera establecido, desde hace diecinueve siglos, en condiciones menos peligrosas para la fe de los fieles y exclusivamente en honor de la Iglesia católica? ¿Qué hay que pensar de una Asociación en la que todas las religiones, y el mismo librepensamiento, se puede manifestar a sus anchas? Porque los sillonistas, que en las conferencias públicas y en otras partes proclaman con altivez su fe personal, ciertamente no tienen la intención de cerrar la boca a los demás, ni impedir que el protestante proclame su protestantismo, ni el escéptico su escepticismo. ¿Qué hay que pensar, por último, de un católico que, al entrar en su círculo de estudios, deja su catolicismo a la puerta para no asustar a sus compañeros, que «soñando en una acción social desinteresada, no quieren hacerla servir para el triunfo de sus intereses de banderías, ni esquiva de convicciones, sean las que sean? Tal es la profesión de fe del nuevo Comité democrático de acción social, que ha heredado la mayor parte del programa de la antigua organización, y que, según dice, destruyendo el equívoco mantenido alrededor del más grande Sillon, tanto en las esferas reaccionarias como en las anticlericales», está abierto a todos los hombres «respetuosos con las fuerzas morales y religiosas, y convencidos de que no es posible ninguna emancipación social verdadera sin el fermento de un generoso idealismo».


Convicción de Le Sillon

¡Oh, sí!, el equívoco está destruido; la acción social de Le Sillon no es ya católica; el sillonista, como tal, no trabaja ya por una bandería, y «la Iglesia, lo dice bien claro, no debe beneficiarse de las simpatías que su acción puede despertar». ¡Extraña insinuación ciertamente! ¡Se teme que la Iglesia pueda aprovecharse de la acción social de Le Sillon con un fin egoísta e interesado, como si todo lo que beneficia a la Iglesia no beneficiara a la humanidad! ¡Extraña confusión de ideas! ¡Se teme que la Iglesia pueda beneficiarse de la acción social, como si los más ilustres economistas no hubiesen reconocido y demostrado que la acción social, para ser seria y fecunda, debe beneficiar a la Iglesia!

Pero más extrañas todavía, espantosas y tristes a la vez, son la audacia y la ligereza de espíritu de hombres que se llaman católicos, que sueñan con reformar la sociedad en semejantes condiciones y con establecer sobre la tierra, por encima de la Iglesia católica, «el reinado de la justicia y del amor» con obreros venidos de todos lados, de todas las religiones o sin religión, con o sin creencias, siempre que olviden lo que les separa: sus convicciones religiosas y filosóficas, y que pongan en el acervo común lo que les une: un generoso idealismo y las fuerzas morales tomadas «de donde puedan».


(1) Marc Sangnier, Discurso de Rohan, 1907.


(2) Marc Sangnier, París, Mayo 1910.


Cuando se piensa en todo lo que se necesita de fuerzas, de ciencia, de virtudes sobrenaturales para establecer la ciudad cristiana, y en los sufrimientos de millones de mártires, en las luces de los Padres y doctores de la Iglesia, en el desinterés de todos los héroes de la caridad, en los torrentes de gracia divina, en una poderosa jerarquía nacida del cielo, y de los ríos de gracia divina, y toda la edificación, conexión, compenetrada por la Vida de Jesucristo, la Sabiduría de Dios, el Verbo hecho hombre; cuando uno piensa, decimos de todo esto, uno se asusta ver a los nuevos apóstoles esforzarse por mejorar con la combinación de un vago idealismo y las virtudes cívicas. ¿Qué van a producir? ¿Qué es lo que va a salir de esta colaboración? Una construcción puramente verbal y quimérica, en la que veremos una confusión seductora de las palabras libertad, justicia, fraternidad y amor, igualdad y exaltación humana, todo basado en una dignidad humana mal entendida. Esto no será más que una agitación tumultuosa, estéril para el propósito propuesto y que beneficiará a los agitadores de masas menos utópicos. Sí, no cabe duda; se puede afirmar que Le Sillón, al poner los ojos en una quimera, allana el camino al socialismo.

Tememos de que haya algo peor. El resultado de esta promiscuidad en el trabajo, el beneficiario de esta acción, social cosmopolita no puede ser más que una democracia que no será ni católica, ni protestante, ni judía; una religión (pues el sillonismo, según han dicho sus jefes, es una religión) más universal que la Iglesia católica, reuniendo a todos los hombres, convertidos finalmente en hermanos y compañeros, en «el reinado de Dios». «No trabajamos para la Iglesia, trabajamos para la humanidad».

Y, ahora, penetrados por el más profundo dolor, nos preguntamos, Venerables Hermanos, qué ha pasado con el catolicismo de Le Sillon. El que daba antes tan hermosas esperanzas, este río cristalino e impetuoso, ha sido secuestrado en su curso por los enemigos modernos de la Iglesia y no constituye ya más que un miserable afluente del gran movimiento de la apostasía organizado en todos los países para el establecimiento de una iglesia universal que no tendrá ni dogmas ni jerarquía, ni regla para el espíritu, ni freno para las pasiones, y que, so pretexto de la libertad y de la dignidad humana volvería a traer al mundo, si pudiese triunfar, el reinado legal de la astucia y de la fuerza o la opresión de los débiles, de los que sufren y trabajan.


Le Sillon y la revolución

Conocemos demasiado los sombríos antros en donde se elaboran estas doctrinas nocivas, que no deberían seducir a espíritus clarividentes. Los jefes de Le Sillon no pudieron defenderse; la exaltación de sus sentimientos, la ciega bondad de su corazón, su misticismo filosófico, mezclado con una buena cantidad de iluminismo, les han arrastrado hacia un nuevo evangelio, en el cual han creído ver el verdadero Evangelio del Salvador, hasta el punto de atreverse a tratar a Nuestro Señor Jesucristo con una familiaridad soberanamente irrespetuosa, y de que, siendo su ideal muy parecido al de la Revolución, no temen establecer entre el Evangelio y la Revolución contactos blasfemos que no tienen siquiera la excusa de ser fruto de alguna improvisación tumultuosa.


Le Sillon y el Evangelio

Queremos llamar su atención, Venerables Hermanos, acerca de esta deformación del Evangelio y del carácter sagrado de Nuestro Señor Jesucristo, Dios y Hombre, realizada en Le Sillon y en otras partes. Al abordar la cuestión social, está de moda en ciertas esferas descartar primero la divinidad de Jesucristo y después no hablar más que de su soberana mansedumbre, de su compasión para todas las miserias humanas, de sus cálidas exhortaciones al amor al prójimo y a la fraternidad. Verdad es que Jesucristo nos ha amado con un amor inmenso, infinito, y que vino a la tierra a sufrir y a morir para que, reunidos en torno suyo, en la justicia y el amor, animados de los mismos sentimientos, todos los hombres vivieran en la paz y en la felicidad. Pero, a la realización de esta dicha temporal y eterna, Él puso, con una autoridad soberana, la condición de que se forme parte de su rebaño, que se acepte su doctrina, que se practique la virtud y que se deje enseñar y guiar por Pedro y sus sucesores. Además, si Jesús fue bueno para los extraviados y pecadores, no respetó sus convicciones equivocadas, por sinceras que parecieran; los ha amado a todos para instruirlos, convertirlos y salvarlos. Si ha llamado a Él, para aliviarlos, a los que gimen y sufren, no ha sido para predicarles el sueño de una igualdad quimérica. Si ha levantado a los humildes, no ha sido para inspirarles el sentimiento de una dignidad independiente y rebelde a la obediencia. Si su corazón desbordado de mansedumbre para las almas de buena voluntad, igualmente supo armarse de una santa indignación contra los profanadores de la casa de Dios, contra los miserables que escandalizaban a los pequeñuelos, contra las autoridades que abrumaban al pueblo con la carga de pesados impuestos, sin hacer nada para ayudarles. Fue tan enérgico como dulce; regañó, amenazó, castigó sabiendo y enseñándonos que, con frecuencia, el temor es el principio de la sabiduría, y que conviene, a veces, cortar un miembro para salvar el cuerpo. Finalmente, no anunció para la sociedad futura el reinado de una felicidad ideal, sin mezcla de sufrimiento, antes al contrario, con la palabra y con el ejemplo trazó el camino de la dicha posible sobre la tierra y de la felicidad perfecta en el cielo: el camino real de la cruz. Enseñanzas son estas que no deben aplicarse tan sólo a la vida individual, con miras a la salvación eterna, sino que son enseñanzas eminentemente sociales y que nos ofrecen en Nuestro Señor Jesucristo algo más que un humanitarismo sin autoridad y sin consistencia.


Deber de los obispos

Ustedes, Venerables Hermanos, deben proseguir activamente la obra del Salvador de los hombres, por la imitación de su dulzura y de su energía. Inclínense hacia todas las miserias, que ningún dolor escape a vuestra solicitud pastoral, que ninguna queja los deje indiferentes. Pero también deben predicar con energía sus deberes a grandes y pequeños, tienen la obligación de formar la conciencia del pueblo y de los Poderes públicos. La cuestión social estará a punto de quedar resuelta cuando unos y otros, menos exigentes acerca de sus respectivos derechos, cumplan más exactamente sus deberes.

Además, como en el conflicto de intereses, y especialmente en la lucha con las fuerzas mal, la virtud de un hombre ni su santidad no siempre son suficientes para asegurarle el pan de cada día, y que la maquinaria social debe organizarse de tal manera que, por un movimiento natural, paralizan los esfuerzos de los malos y hacen de todas las bondades legítimas, una parte legítima de la felicidad temporal. Deseamos vivamente que participen activamente en la organización de la sociedad con este objeto. Y al fin, mientras que sus sacerdotes se entreguen con ardor a la tarea de la santificación de las almas, de la defensa de la Iglesia, y a las obras de caridad propiamente dichas, elegirán algunos de ellos, activos y equilibrados, provistos de los títulos de doctores en filosofía y en teología, que posean conocimiento perfecto de la historia de la civilización antigua y moderna, y los dedicarán a los estudios menos elevados y más prácticos de la ciencia social, para ponerlos, en tiempo oportuno, al frente de las obras de acción católica. Sin embargo, que esos sacerdotes no se dejen extraviar en el laberinto de las opiniones contemporáneas, por el espejismo de la democracia falsa; que no tomen la retórica de los peores enemigos de la Iglesia y del pueblo, un lenguaje enfático lleno de promesas tan sonoras como irrealizables. Que estén persuadidos de que la cuestión social y la ciencia social no han nacido ayer; que en todos los tiempos la Iglesia y el Estado, concertados felizmente, suscitaron con ese fin organizaciones fecundas; que la Iglesia, que jamás ha traicionado la dicha del pueblo con alianzas comprometedoras, no tiene que desligarse del pasado y le basta reanudar, con el concurso de los verdaderos obreros de la restauración social, los organismos rotos por la Revolución y adaptarlos, con el mismo espíritu cristiano que los inspiró, al nuevo medio creado por la evolución material de la sociedad contemporánea; porque los verdaderos amigos del pueblo no son ni revolucionarios ni innovadores, sino tradicionalistas.


Convocatoria de presentación

A esta obra, eminentemente digna de vuestro celo pastoral, deseamos que, lejos de oponer obstáculos, la juventud de Le Sillón, desligada de sus errores, aporte en el orden y la sumisión convenientes un concurso leal y eficaz.

Nos dirigimos entonces a los jefes de Le Sillon, con la confianza de un padre que habla a sus hijos, les pedimos por su bien, por el bien de la Iglesia y de Francia, que le den su lugar. Mediremos, por supuesto, el alcance del sacrificio que de ellos solicitamos, pero sabemos que son bastante generosos para realizarlos, y de antemano, en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, de quien somos indignos representantes, los bendecimos. En cuanto a los miembros de Le Sillon, queremos que se reúnan en las Diócesis, para trabajar bajo la dirección de sus Obispos respectivos en la regeneración cristiana y católica del pueblo, a la vez que en la mejora de su suerte. Esos grupos diocesanos serán, por el momento, independientes unos de otros, y a fin de demostrar que han roto con los errores del pasado, tomarán el nombre de Sillons católicos, y cada uno de sus miembros añadirá a su título de sillonista el mismo calificativo de católico. Por supuesto, que todo sillonista católico quedará libre de conservar, por otra parte, sus preferencias políticas, depuradas de todo lo que no sea absolutamente conforme, en esta materia, con la doctrina de la Iglesia. Que si, Venerables Hermanos, los grupos se negasen a someterse a estas condiciones, deberían considerarlos como negándose a someterse a vuestra discreción; y entonces habría que examinar si ellos se mantienen en la política o la economía pura, o si perseveran en sus antiguos errores. En el primer caso, es claro que no tendrían que ocuparse de ellos más que del común de los fieles; en el segundo, deberían obrar en consecuencia, con prudencia, pero con firmeza. Los sacerdotes deberán estar totalmente fuera de los grupos disidentes; y se contentarán con prestar los auxilios del santo ministerio individualmente a sus miembros, aplicándoles en el tribunal de la Penitencia las reglas comunes de la moral relativas a la doctrina y a la conducta. En cuanto a los grupos católicos, los sacerdotes y los seminaristas, se abstendrán de unirse a ellos como miembros; ya que las milicias sacerdotales deben permanecer por encima de las asociaciones seculares, incluso las más útiles y animadas con el mejor espíritu.

Estas son las medidas prácticas por las cuales hemos creído necesario sancionar esta carta acerca de Le Sillon y de los sillonistas. Que el Señor se digne, se lo rogamos desde el fondo del alma, hacer comprender a esos hombres y a esos jóvenes las graves razones que la han dictado; que Él les dé la docilidad del corazón y el valor de probar a la faz de la Iglesia la sinceridad de su fervor católico; y a ustedes, Venerables Hermanos, que Él los inspire para con ellos, ya que son suyos en adelante, los sentimientos de un afecto paterno.

En esta esperanza y para alcanzar estos resultados tan deseables, les concedemos de todo corazón, así como a su clero y a su pueblo, la bendición apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 25 de Agosto de 1910, octavo año de nuestro Pontificado.


PIO PP. X.


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