¿Es piadoso este carnaval? No, es vicioso. Se ha tornado en un circo distractivo, para adormecer al pueblo y tenerlo lejos de sus verdaderas necesidades. El espectáculo que distrae y que sirve a los intereses de las ideologías liberal o marxista por igual.
Por Germán Mazuelo-Leytón
Aunque el Carnaval tiene orígenes muy remotos, han sido los españoles y portugueses los que llevaron a Hispanoamérica esa fiesta popular.
El diccionario de la Real Academia de la Lengua, define carnaval así: del it. carnevale, haplología del ant. carnelevare, de carne «carne» y levare «quitar». No significa carne vale ni carne a Baal.
El carnaval se celebra siempre tres días antes del Miércoles de Ceniza y se fija en el calendario en función de la conmemoración anual y variable de la Pascua de Resurrección.
El carnaval es una fiesta pagana desde sus orígenes, si bien hay quienes afirman que la Religión Cristiana quiso purificar. Llegadas a las américas, las fiestas de carnaval se fueron fusionando con las tradiciones de los europeos y los ritos de los llegados de África, así en el Brasil cuyo carnaval es llamado el más famoso del mundo, o el de Oruro, en Bolivia cuyos inicios estuvieron vinculados a una expresión devocional en honor de Nuestra Señora de la Candelaria.
En las últimas décadas su desarrollo luego de sus orígenes modestos, ha ido in crescendo ni duda cabe. La incorporación de danzas que antes no formaban parte del mismo, la vistosidad y genialidad de los trajes y bordados, las coreografías, su música, todo eso es algo que maravilla a propios y extraños. Esta expresión festiva ha sido declarada por la UNESCO: Obra Maestra del Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad.
Lamentablemente, todas las luces del Carnaval de Oruro: lo espiritual, maravilloso y extraordinario, quedan opacadas por la oscuridad que lo ensombrece, o, que peor aún que lo sobrepasan, por lo que la sensatez no puede ya afirmar que es devocional en un 100%.
Entre otras cosas porque se ha ido dando paso a un sincretismo práctico entre la Pachamama, y «otras divinidades de antaño», y también por la impudicia y la embriaguez colectivas, cada vez más evidentes.
¿Es piadoso este carnaval? No, es vicioso. Se ha tornado en un circo distractivo, para adormecer al pueblo y tenerlo lejos de sus verdaderas necesidades. El espectáculo que distrae y que sirve a los intereses de las ideologías liberal o marxista por igual.
I. Concupiscencia, mundo, demonio
Para nadie es desconocido que todo el período que abarca el tiempo de carnaval es un período caracterizado por el desenfreno, especialmente en lo que concierne a la lujuria y la gula.
Los enemigos espirituales del alma son la concupiscencia, el mundo y el demonio.
1. Porque todo lo que hay en el mundo, la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida, no es del Padre sino del mundo (1Jn 2, 16).
Del lat. concupiscere, significa desear ardientemente. En general se entiende como una función del apetito sensitivo que se divide en irascible (frente al bien o mal difíciles) y concupiscible (frente al bien o mal fáciles). Moralmente significa una inclinación desordenada a los placeres sensibles contra el orden racional; más estrictamente equivale a la sensualidad.
«Los primeros padres estaban libres de la concupiscencia, de modo que su apetito sensual estaba perfectamente sujeto a la razón; y esta libertad la iban a transmitir a la posteridad siempre que observasen el mandamiento de Dios».[1]
Lutero afirmaba que esta concupiscencia de la cual habla el Apóstol San Pablo (Rom 7, 18), es invencible. La doctrina católica enseña que la concupiscencia, aun siendo consecuencia del pecado original, no es pecado en sí misma.
La concupiscencia de la carne es un enemigo interior, y es cualquier anhelo del alma por el bien; en su acepción estricta y específica, es un deseo del apetito inferior contrario a la razón. Los primeros padres estaban libres de la concupiscencia, de modo que su apetito sensual estaba perfectamente sujeto a la razón; y esta libertad la iban a transmitir a la posteridad siempre que observasen el mandamiento de Dios.
Dios permite el placer ordenándolo a un fin superior, une el placer con ciertos actos buenos, para que se nos hagan más fáciles y para atraernos así al cumplimiento de nuestros deberes.
Por lo que desear o buscar el placer más allá del fin que le hace lícito, quererlo por lo tanto como un fin en la cual descansa la voluntad es un desorden.
Desorden que trae consigo otro: porque al buscar solamente el placer, corremos el peligro de amarle con exceso, ya que entonces no nos guía el fin que nos pone límites al deseo inmoderado de placer que existe en cada uno de nosotros.
Dios formó al hombre en la más perfecta armonía: la carne sometida al espíritu y éste sometido a Dios. El día del pecado quedó roto el equilibrio, la carne obtuvo su primera victoria seguida por muchas otras.
La concupiscencia de los ojos comprende dos cosas: la curiosidad malsana y el amor desordenado de los bienes de la tierra.
La curiosidad como deseo inmoderado de ver, de oír, de saber lo que pasa en el mundo. Comprende sobre todo las falsas ciencias adivinatorias por las que se intenta conocer las cosas secretas o futuras, cuyo conocimiento ha reservado Dios para sí solo.
El segundo aspecto de esta concupiscencia es el amor desordenado del dinero.
Los ojos del hombre caído olvidaron el cielo, se volvieron a los bienes terrenales despreciando los verdaderos bienes sobrenaturales y eternos.
El demonio fomenta esta funesta tendencia explotando a los ojos de los mortales cuanto hay de seductor en las criaturas, a quienes repite lo que dijo a Cristo: Todo esto te lo daré si postrándote me adoras (Mt, 4, 8).
Y los hombres seducidos buscan la felicidad en el oro y las riquezas. El amor al dinero es la raíz de todos los males, afirma San Pablo. Por eso Cristo maldijo las riquezas que rebajan y corrompen el corazón humano.
La soberbia de la vida
La soberbia dice Bossuet es una depravación más profunda, por ella el hombre a sus anchas considérase como dios de sí mismo llevado del exceso de amor propio. [2]
La soberbia es el más terrible enemigo de la perfección, porque roba a Dios su gloria y es fuente de innumerables pecados.
2. El mundo, del que hablamos no es el conjunto de personas que habitan el mundo, entre las que se hallan almas escogidas y gentes impías. El mundo es el conjunto de los contrarios a Nuestro Señor Jesucristo y esclavos de la triple concupiscencia: los incrédulos, los indiferentes, los pecadores impenitentes, los mundanos. Este es el mundo que maldijo Jesús por los escándalos «¡Ay del mundo por los escándalos! Porque forzoso es que vengan escándalos, pero ¡ay del hombre por quien el escándalo viene!» (S. Mt 18, 7) y del que San Juan dice estar sumergido en el mal «Pues sabemos que nosotros somos de Dios, en tanto que el mundo entero está bajo el Maligno» (1Jn 5, 19).
Las máximas mentirosas del mundo conducen necesariamente al fruto amargo del pecado. Los enemigos del alma se esfuerzan con éxito por arrastrar a los humanos a toda clase de injusticias, blasfemias, impurezas. Los hombres, dice la Escritura, beben la iniquidad como el agua (Job 15, 16).
El pecado es la rebelión de la criatura contra el Creador, es la ingratitud más negra contra el mejor de los padres. El pecado es el verdugo de Jesús a quien crucifica, según la enérgica expresión del Apóstol. El pecado entristece el cielo y colma de alegría al infierno. El pecado lanza a Dios del alma y entroniza allí al demonio.
El pecado venial es la enfermedad, el debilitamiento progresivo que conduce paulatinamente a la muerte del alma. Por eso el demonio lleva insensiblemente a las almas por esta pendiente. Es homicida y busca la muerte de las almas.
El mundo, iglesia de Satanás, enseña las máximas del demonio que pervierten los espíritus y corrompen los corazones.
¡Cuántos cristianos piensan, hablan y obran según la verdad del Evangelio sino según las ideas y máximas del mundo!
Cuando el mundo no puede seducirnos, intenta atemorizarnos, ya por las persecuciones organizadas contra los creyentes, ya mofándose de la piedad de los devotos, ya amenazando a los fieles.
3. El demonio
El Príncipe del mundo es el demonio. Quien rechaza el suave yugo de Jesús, se hace esclavo de Satanás. El mundo es el imperio en el que reina Lucifer. El mundo humaniza al demonio: le presta ojos para ver, labios para reír, manos para obrar la iniquidad. Así como la Iglesia es la encarnación y prolongación de Jesús, así el mundo es la encarnación de Satanás. Por eso San Juan llamó despreciativamente al mundo sinagoga de Satanás (Ap, 2, 9). Todo lo que la santa Iglesia es y hace en orden a la santificación y a la salvación, el mundo lo es y lo hace en orden a la seducción y a la perdición eterna de las almas.
San Pedro compara al demonio con un león rugiente que da vueltas alrededor de nosotros con intento de devoramos: Sed sobrios y estad en vela: vuestro adversario el diablo ronda, como un león rugiente, buscando a quien devorar. Resistidle, firmes en la fe, sabiendo que los mismos padecimientos sufren vuestros hermanos en el mundo (1Pe 5, 8-9).
La pelea, pues, que hemos de reñir con el demonio, así como con el mundo y la concupiscencia, nos confirma en la vida sobrenatural, y nos da ocasión de adelantar en ella.
II. Consecuencias morales del carnaval
Carnavales son el afloramiento de la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida.
La vida cristiana no es una conformidad con las máximas del mundo, sino una lucha de capital importancia porque ella nos lleva a la vida eterna.
La triple concupiscencia, que conservamos de nuestra primera generación, y que se encargan de reavivar y reforzar el mundo y el demonio: inclinación habitual que nos induce al apetito desordenado de los placeres sensuales, de nuestra propia excelencia y de las riquezas.
Así, han de estar necesariamente en pugna continua dos hombres: la carne, o sea el hombre viejo, que desea y busca el placer, sin cuidar para nada de la moralidad, que lo inclina a placeres prohibidos y peligrosos, a los cuales se ha de renunciar por deber, o sea, porque así es la voluntad de Dios; más, como la carne persiste en sus deseos, la voluntad, ayudada por la gracia, está obligada a mortificarla, y, si menester fuere, a crucificarla, es, pues, el cristiano un soldado, un atleta, que lucha por alcanzar una corona inmortal, y así hasta la muerte.
[1] Cf.: Enciclopedia Católica.
[2] Cf. TANQUEREY Compendio de teología ascética y mística.
Adelante la Fe
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