Por Jorge Soley
La actual proliferación de tatuajes de todo tipo merece que nos detengamos por un momento. No esperen ustedes ningún tratado sobre el asunto, me limitaré a compartir algunas reflexiones al respecto.
El tatuaje tiene una larga historia y siempre se había asociado a la pertenencia a determinados colectivos: una tribu, una organización militar, un grupo criminal. Los tatuajes de las maras centroamericanas o de la yakuza japonesa son de este estilo y están perfectamente codificados, unos códigos que dan abundante información sobre quien los porta.
Pero los tatuajes del vecino, del camarero que nos atiende, del cantante que escuchamos, son otra cosa. Pura creatividad, sin códigos establecidos: cada uno se tatúa caprichosamente lo que desea. Se trata, confiesan, de expresar su personalidad, mostrar en la piel su identidad, quiénes son.
Leía a Mark S. Milburn, quien escribía sobre este tema una apreciación que me parece relevante: los tatuajes nunca son irónicos ni sutiles, sino que pretenden ser didácticos; enseñarnos lo que realmente es quién los porta.
Se trata, pues, de un intento de mostrar, de expresar, su alma, que hasta ese momento estaría oculta, velada, atrapada en las miserias de un cuerpo material. Así, esa alma que quiere escapar de su encierro aflora en la piel, muestra sus secretos a quien contemple esos tatuajes que son su reflejo externo. Es imposible, al escuchar esta explicación que, con palabras más o menos similares hemos oído de boca de personas que lucen tatuajes, no pensar en el gnosticismo: alma atrapada en el cuerpo que quiere liberarse de su encierro. Un nuevo intento, fallido por supuesto, de intentar resolver la vieja paradoja de que somos cuerpo y alma. La reciente moda de los tatuajes nos ofrece así una curiosa combinación de gnosticismo y narcisismo.
Narcisismo también en lo que tiene de contemplación enfermiza del yo y exhibicionismo. Pero un narcisismo que, bajo todo ese aparente culto al cuerpo, desprecia lo corporal. Los tatuajes más extremos, los piercings, las perforaciones y cicatrices, castigan un cuerpo que por su propia naturaleza es imperfecto, limitado, un lastre del que no podemos librarnos pero que, a través del tatuaje, una segunda piel, intentamos superar.
Por último hay quien afirma que se tatúa lo que más ama, lo que más admira: desde el nombre de sus hijos al grupo de rock con el que se identifican. Pero, es curioso, a menudo son hijos a quienes se ve poco o que no soportamos durante mucho rato o grupos con los que nuestra relación es esporádica. Parecería que a través del tatuaje se quiere recuperar una vinculación, necesaria para toda existencia humana, pero que ya no es real, sino ideal y, por ello, inauténtica. El tatuaje como sustitutivo de los vínculos reales acaba mostrando, con el tiempo, su incapacidad para recrear aquellos vínculos reales.
Gnosticismo, narcisismo, desprecio al cuerpo, sucedáneo de vínculos perdidos: son los fenómenos que nos sugieren la fiebre por tatuarse que sacude nuestras modernas sociedades y las hacen asemejarse, aunque solo sea superficialmente, a aquellos grupos de salvajes polinesios que encontraban los exploradores en sus andanzas por el Pacífico.
Se trata, pues, de un intento de mostrar, de expresar, su alma, que hasta ese momento estaría oculta, velada, atrapada en las miserias de un cuerpo material. Así, esa alma que quiere escapar de su encierro aflora en la piel, muestra sus secretos a quien contemple esos tatuajes que son su reflejo externo. Es imposible, al escuchar esta explicación que, con palabras más o menos similares hemos oído de boca de personas que lucen tatuajes, no pensar en el gnosticismo: alma atrapada en el cuerpo que quiere liberarse de su encierro. Un nuevo intento, fallido por supuesto, de intentar resolver la vieja paradoja de que somos cuerpo y alma. La reciente moda de los tatuajes nos ofrece así una curiosa combinación de gnosticismo y narcisismo.
Narcisismo también en lo que tiene de contemplación enfermiza del yo y exhibicionismo. Pero un narcisismo que, bajo todo ese aparente culto al cuerpo, desprecia lo corporal. Los tatuajes más extremos, los piercings, las perforaciones y cicatrices, castigan un cuerpo que por su propia naturaleza es imperfecto, limitado, un lastre del que no podemos librarnos pero que, a través del tatuaje, una segunda piel, intentamos superar.
Por último hay quien afirma que se tatúa lo que más ama, lo que más admira: desde el nombre de sus hijos al grupo de rock con el que se identifican. Pero, es curioso, a menudo son hijos a quienes se ve poco o que no soportamos durante mucho rato o grupos con los que nuestra relación es esporádica. Parecería que a través del tatuaje se quiere recuperar una vinculación, necesaria para toda existencia humana, pero que ya no es real, sino ideal y, por ello, inauténtica. El tatuaje como sustitutivo de los vínculos reales acaba mostrando, con el tiempo, su incapacidad para recrear aquellos vínculos reales.
Gnosticismo, narcisismo, desprecio al cuerpo, sucedáneo de vínculos perdidos: son los fenómenos que nos sugieren la fiebre por tatuarse que sacude nuestras modernas sociedades y las hacen asemejarse, aunque solo sea superficialmente, a aquellos grupos de salvajes polinesios que encontraban los exploradores en sus andanzas por el Pacífico.
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