Las últimas horas del "pobrecillo" -las galletas, la última cena, la colocación del cuerpo desnudo en la tierra- contadas por su biógrafo.
Por Gelsomino del Guercio
En la noche del 3 al 4 de octubre de 1226 murió san Francisco. Fue un día largo y ajetreado para el pobrecillo de Asís.
Las últimas horas de su existencia terrena las cuenta Enzo Fortunato, periodista y director de la sala de prensa del Sagrado Convento de Asís, en su nuevo libro “Francesco il ribelle” (Mondadori).
Enzo cita la “Vita prima” de Tomás de Celano, escrita entre 1228 y 1229. Francisco pidió ser “enterrado desnudo en la tierra desnuda”: despojado de su túnica de saco, la mano izquierda cubría la herida sobre el flanco derecho para que nadie la viese, igual que los estigmas impresos en su cuerpo desde que los recibió en La Verna en 1224.
Después hizo llamar a Giacoma dei Settesoli y le pidió, antes de que fuera demasiado tarde, que no olvidara traer consigo esas galletas “buenas y perfumadas” que tantas veces le había preparado en Roma: ¡los famosos “mostaccioli”!
En esos dramáticos momentos, Francisco se dirige a sus amigos más cercanos. A fray Elías, el que lideró la oposición interna contra el santo en la orden por él fundada, y luego Ministro General, le dice:
“Te bendigo, oh hijo, en todo y por todo; y como el Altísimo, bajo tu dirección, volvió numerosos a mis hermanos e hijos, así a ti y en ti los bendigo a todos. Que te bendiga Dios, Rey de todas las cosas, en el cielo y en la tierra. Te bendigo como puedo y más de cuanto está en mi poder, y que lo que no pueda hacer yo, lo haga Aquel que lo puede todo. Que Dios se acuerde de tu trabajo y de tu obra y te otorgue su gracia en el día de la retribución de los justos. Que puedas encontrar cualquier bendición que desees y que se cumpla cualquier petición justa que hagas”.
Al guardián, entre tanto, le dio una túnica suya, los calzones y el birrete de tela de saco con el que cubría su cabeza para proteger las cicatrices y el tracoma de los ojos que había contraído en Egipto. Después le amonesta: “¡Te los presto, por santa obediencia! Y para que te quede claro que no puedes vanagloriarte de tener derecho sobre ellos, te quito todo poder de cederlos a otros”.
La última cena
Con sus últimas energías, Francisco celebra la Última cena. Parte el pan y pide que le lean la lectura del evangelio de Juan que recuerda el Jueves Santo.
Dirigiéndose de nuevo a los frailes, les pide que lo depositen de nuevo desnudo en tierra, y que le dejen yacer insepulto tras su muerte “el tiempo necesario para recorrer cómodamente una milla”.
El pobrecillo pidió ser sepultado en un lugar llamado Colina del Infierno, como un malhechor cualquiera, como sucedió con Cristo que murió crucificado entre dos ladrones y fue sepultado fuera de Jerusalén.
La colina, recuerda Enzo Fortunato, “pronto recibiría el nombre de Colina del Paraíso, y allí se edificaría la basílica de San Francisco. Su canonización sería una de las más rápidas de la historia de los santos, apenas dos años después de su muerte”.
Por Gelsomino del Guercio
En la noche del 3 al 4 de octubre de 1226 murió san Francisco. Fue un día largo y ajetreado para el pobrecillo de Asís.
Las últimas horas de su existencia terrena las cuenta Enzo Fortunato, periodista y director de la sala de prensa del Sagrado Convento de Asís, en su nuevo libro “Francesco il ribelle” (Mondadori).
Enzo cita la “Vita prima” de Tomás de Celano, escrita entre 1228 y 1229. Francisco pidió ser “enterrado desnudo en la tierra desnuda”: despojado de su túnica de saco, la mano izquierda cubría la herida sobre el flanco derecho para que nadie la viese, igual que los estigmas impresos en su cuerpo desde que los recibió en La Verna en 1224.
Después hizo llamar a Giacoma dei Settesoli y le pidió, antes de que fuera demasiado tarde, que no olvidara traer consigo esas galletas “buenas y perfumadas” que tantas veces le había preparado en Roma: ¡los famosos “mostaccioli”!
En esos dramáticos momentos, Francisco se dirige a sus amigos más cercanos. A fray Elías, el que lideró la oposición interna contra el santo en la orden por él fundada, y luego Ministro General, le dice:
“Te bendigo, oh hijo, en todo y por todo; y como el Altísimo, bajo tu dirección, volvió numerosos a mis hermanos e hijos, así a ti y en ti los bendigo a todos. Que te bendiga Dios, Rey de todas las cosas, en el cielo y en la tierra. Te bendigo como puedo y más de cuanto está en mi poder, y que lo que no pueda hacer yo, lo haga Aquel que lo puede todo. Que Dios se acuerde de tu trabajo y de tu obra y te otorgue su gracia en el día de la retribución de los justos. Que puedas encontrar cualquier bendición que desees y que se cumpla cualquier petición justa que hagas”.
Al guardián, entre tanto, le dio una túnica suya, los calzones y el birrete de tela de saco con el que cubría su cabeza para proteger las cicatrices y el tracoma de los ojos que había contraído en Egipto. Después le amonesta: “¡Te los presto, por santa obediencia! Y para que te quede claro que no puedes vanagloriarte de tener derecho sobre ellos, te quito todo poder de cederlos a otros”.
La última cena
Con sus últimas energías, Francisco celebra la Última cena. Parte el pan y pide que le lean la lectura del evangelio de Juan que recuerda el Jueves Santo.
Dirigiéndose de nuevo a los frailes, les pide que lo depositen de nuevo desnudo en tierra, y que le dejen yacer insepulto tras su muerte “el tiempo necesario para recorrer cómodamente una milla”.
El pobrecillo pidió ser sepultado en un lugar llamado Colina del Infierno, como un malhechor cualquiera, como sucedió con Cristo que murió crucificado entre dos ladrones y fue sepultado fuera de Jerusalén.
La colina, recuerda Enzo Fortunato, “pronto recibiría el nombre de Colina del Paraíso, y allí se edificaría la basílica de San Francisco. Su canonización sería una de las más rápidas de la historia de los santos, apenas dos años después de su muerte”.
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