Este mes de agosto se cumplen cuarenta años del fallecimiento de Juan Bautista Montini, que reinó como papa con el nombre de Pablo VI entre 1963 y 1978. Su pontificado transformó la vida de la Iglesia en el siglo XX.
Por Roberto de Mattei
Juan Bautista Montini nació en Concesio, provincia de Brescia, el 26 de septiembre de 1897. La familia en que se crió se caracterizaba por una marcada tendencia liberal y un toque de jansenismo, que se manifestaba ante todo en el terreno litúrgico. En su formación juvenil influyó además el liturgismo filomodernista del padre oratoriano Giulio Bevilacqua, su director espiritual, al cual creó cardenal en 1965.
Con apenas 22 años, el joven Montini fue ordenado sacerdote en 1920, sin haber hecho los estudios teológicos en el seminario a causa de su frágil salud. Vino a Roma, y fue llamado a la Secretaría de Estado y nombrado asistente eclesiástico de la FUCI (Federación Universitaria Católica Italiana), cargo en el que puso mucho empeño, pero del que fue apartado por su innovador concepto de la liturgia y su marcada tendencia a politizar a la juventud.
Su padre Giorgio había sido diputado del Partido Popular Italiano, y la política, junto a la liturgia, fue siempre una de sus mayores pasiones.
En diciembre de 1937, Montini fue nombrado sustituto de relaciones ordinarias de la Secretaría de Estado, cargo en el que sucedió a monseñor Amleto Tardini. Carecía de experiencia diplomática, salvo por unos pocos meses que había estado en la nunciatura de Varsovia, pero trabajó casi ininterrumpidamente en la Secretaría de Estado hasta 1954 en que Pío XII lo nombró arzobispo de Milán sin concederle el capelo cardenalicio. Este ascenso fue de hecho una deposición, cuyos motivos todavía no se han aclarado.
Según el cardenal Siri, fue destinado a Milán a raíz de la evaluación negativa de una comisión secreta instituida por Pío XII, que había perdido la confianza en el sustituto a causa de su protección de Mario Rossi, presidente de la juventud de Acción Católica, que luchaba por una Iglesia abierta al comunismo social. El cardenal Casaroli confió a su vez al periodista Andrea Tornielli que la relación del Papa con su colaborador se había deteriorado por los contactos de Montini en ambientes políticos de izquierda a espaldas de Pío XII.
De la correspondencia entre monseñor Montini y el P. Giusseppe de Luca se deduce que a través de este sacerdote romano, el sustituto tenía relación con los católicos comunistas y con algunos sectores del Partido Comunista Italiano. El historiador Andrea Riccardi recuerda por el contrario que algunos nombramientos de obispos para Lituania habían suscitado rumores sobre una infidelidad de Montini en las relaciones entre la Santa Sede y la Unión Soviética. Dichos rumores tenían su origen en un informe secreto del coronel francés Claude Arnould, al que se había solicitado que investigase la filtración de información reservada de la Secretaría de Estado a los gobiernos comunistas de los países del Este. Arnould había rastreado la culpa de la fuga de información hasta Montini, causando la alarma del Vaticano.
Ciertamente el arzobispo de Milán era progresista, admirador de la nouvelle théologie y del humanismo integral de Jacques Maritain. Tras la muerte del papa Pacelli el 15 de diciembre de 1958, el nuevo pontífice Juan XXIII lo elevó a la purpurá cardenalicia, permitiéndole con ello participar en el futuro cónclave. Cuando se inauguró el Concilio Vaticano II en 1962, el nombre del arzobispo de Milán estaba asociado por los periodistas a los abanderados del progresismo, como el cardenal König, arzobispo de Viena; Frings, de Colonia; Döpfner, de Munich; Alfrinks, de Utrecht; y Suenens, de Malinas. Recuerda monseñor Hélder Câmara en sus Circulares conciliares un encuentro que tuvo con el cardenal Suenens en el que los dos estaban de acuerdo en que el mejor sucesor de Juan XXIII sería Montini.
Tras la muerte del papa Roncalli, acaecida del 3 de junio de 1963, hubo grandes desacuerdos en el cónclave, pero a pesar de la tenaz oposición del cardenal Ottaviani, el día 21 fue elegido el cardenal Montini al solio pontificio con el nombre de Pablo VI. Al día siguiente el nuevo pontífice dedicó su primer radiomensaje a «toda la familia humana», y añadió que la parte principal de su pontificado estaría dedicada a la continuación del Concilio Vaticano II. Un día después, durante el ángelus en la Plaza de San Pedro, hizo llamar para que se asomara a su lado a la ventana del Palacio Apostólico al cardenal Suenens, al cual encomendó un papel destacado en la orientación de las labores del Concilio.
Desde el primer momento, el Papa apoyó la apertura a la izquierda de la Democracia Cristiana, que el 23 de noviembre de aquel año, bajo la presidencia de Aldo Moro, formó el primer gobierno italiano en coalición con los socialistas. Al menos en dos ocasiones, en 1963 y 1964, el propio papa Montini intervino por medio de artículos publicados en L’Osservatore Romano para apoyar la acción política de Moro.
Fue Pablo VI quien bloqueó personalmente en el Concilio en 1965 la iniciativa de casi quinientos padres conciliares que solicitaban la condena del comunismo. En el plano internacional, este pontífice, como su predecesor, apoyaba la Ostpolitik, que tendía la mano a los regímenes comunistas del Este europeo.
Una de las víctimas más ilustres de esta política fue el cardenal József Mindszenty, que tras la revuelta húngara de 1956 se había refugiado en la embajada estadounidense en Budapest y era resueltamente contrario a toda hipótesis de acuerdo con los gobiernos comunistas. Cuando Pablo VI le pidió que abdicara de sus títulos de arzobispo de Esztergom y primado de Hungría, el purpurado respondió con una respetuosa pero firme negativa. Pablo VI asumió la responsabilidad de declarar vacante la sede primada y comunicó el 18 de noviembre de 1973 su destitución al cardenal Mindszenty. El escándalo fue mayúsculo.
En el discurso de apertura de la segunda sesión del Concilio, el 29 de septiembre de 1963, Pablo VI señaló que liturgia sería uno de los terrenos principales en que trabajarían los padres. Se ha querido hacer de monseñor Bugnini el artífice de la reforma litúrgica contra la voluntad de Pablo VI.
En realidad, como atestigua el propio Bugnini, la nueva liturgia nació de una estrecha colaboración entre el religioso lazarista y el Sumo Pontífice. «¡Cuántas horas –recuerda Bugnini– habré pasado por las tardes estudiando con él los numerosos, y en ocasiones voluminosos, cartapacios que se amontonoban sobre su mesa! Leía y estudiaba línea por línea, palabra por palabra, anotándolo todo en negro, rojo o azul, criticando si era necesario con su típica dialéctica, capaz de plantear diez interrogantes sobre un solo punto».
Fue una auténtica revolución en el seno de la Iglesia, y desembocó en la elaboración del Novus Ordo Missae, promulgado por Pablo VI el 3 de abril de 1969. Desde octubre de ese año, los cardenales Ottaviani y Bacci presentaron al Papa un Breve examen crítico del Novus Ordo Missae, redactado por un grupo de teólogos de varias nacionalidades, en el que se afirmaba: «El novus Ordo Missae (…) se aleja de modo impresionante, tanto en conjunto como en detalle, de la teología católica de la Santa Misa tal como fue formulada por la 20ª sesión del Concilio de Trento».
Pablo VI no era ajeno a cuanto sucedía en aquellos dramáticos años. El 18 de enero de 1967 el cardenal Journet le presentó las propuestas de Maritain para una nueva profesión de fe que restableciese la verdad de fondo del cristianismo, trastornada en los años del postconcilio.
En aquella ocasión Pablo VI pidió al cardenal suizo que evaluara la situación de la Iglesia. «Trágica», fue la lapidaria respuesta de Journet. El 7 de diciembre de 1968, en un discurso ante el Pontificio Seminario Lombardo, Montini pronunció unas palabras impresionantes: «La Iglesia atraviesa hoy momentos de inquietud. Algunos se ocupan en la autocrítica, se diría que incluso en la autodemolición. Es una especie de revuelta interna aguda y compleja que nadie se habría esperado después del Concilio». Tres años más tarde, el 29 de junio de 1972, refiriéndose a la situación de la Iglesia, afirmó con igual claridad tener «la sensación de que por alguna rendija el humo de Satanás había penetrado en el templo de Dios (…) Se esperaba que después del Concilio viniera un día radiante en la historia de la Iglesia. Por el contrario, ha venido un día nublado, de tempestad, de tinieblas, de búsqueda, de incertidumbre».
Para superar la crisis, el Papa siguió la estrategia política de condenar los extremismos opuestos, que consistía en una actitud de benévola indulgencia hacia las posturas progresistas y de severas sanciones contra los que, como el arzobispo francés Marcel Lefebvre, querían permanecer fieles a la Tradición de la Iglesia.
Dos sucesos turbaron profundamente la vida de Pablo VI: las críticas de que fue objeto en el verano de 1968, y la muerte de Aldo Moro diez años más tarde.
Pablo VI no compartía la postura del cardenal Suenens, que promovía la autorización de la píldora anticonceptiva, y a pesar de las opiniones contrarias de los expertos por él escogidos para estudiar el problema, el 25 de julio de 1968 ratificó la condena del control de natalidad mediante la encíclica Humanae vitae. Este documento contracorriente fue recibido con una rabiosa protesta por parte de teólogos, obispos y conferencias episcopales enteras, empezando por la belga, que estaba presidida por el cardenal Suenens.
Pablo VI se sintió traicionado por los padres conciliares más allegados a él, y éstos a su vez lo consideraron un traidor, contraponiéndolo a la utopía del Papa bueno, Juan XXIII. El pontífice quedó tan afectado que en los diez años siguientes no volvió a promulgar una encíclica, no obstante lo cual siguió de cerca la política italiana y animó a su amigo de juventud Aldo Moro en su intento de realizar, tras la apertura a la izquierda, el acuerdo histórico con los comunistas.
El 16 de marzo de 1978, día en que estaba to previsdar el voto de confianza al gobierno presidido por Giulio Andreotti con apoyo externo del PCI, las Brigadas Rojas secuestraron a Moro, asesinando en la emboscada a cinco de sus guardaespaldas. Pablo VI se sintió muy afectado. Al día siguiente, a través de un comunicado de la Secretaría de Estado, reveló que habría dado todo su apoyo moral y material para salvar la vida del presidente de la Democracia Cristiana.
El 22 de abril dirigió una carta abierta a «los hombres de las Brigadas Rojas», como llamó a los terroristas, implorándoles de rodillas que pusieran a Moro en libertad sin condiciones, «no tanto por mí intercesión humilde y afectuosa, sino por su dignidad de hermano nuestro y vuestro en humanidad». Los terroristas hicieron caso omiso de la sentida súplica, y el 9 de mayo, el cadáver del presidente de la Democracia Cristiana sería encontrado en el maletero de un Renault en la Vía Caetani, a escasos metros de las sedes del PCI y de la DC. Según recuerda monseñor Macchi, secretario de Pablo VI, esto supuso «un golpe mortal para su persona, debilitada por la enfermedad y los achaques de su avanzada edad».
El 13 de mayo, en la basílica de San Juan de Letrán, el Papa asistió a las honras fúnebres, celebradas por el cardenal vicario Ugo Poletti, y pronunció un discurso que parecía casi un reproche a Dios por no haber escuchado la súplica para que salvara la vida de Aldo Moro. El trágico suceso aceleró el deterioro de sus fuerzas.
A mediados de julio, Pablo VI salió de Roma para trasladarse a la residencia veraniega de Castelgandolfo, donde falleció a las 21,40 del 6 de agosto de 1978. Los mensajes de condolencia por la muerte del Santo Padre fueron innumerables. Entre todos, causó impacto el del ex gran maestre del Gran Oriente de Italia Giordano Gamberini: «Es la primera vez en la historia de la Masonería moderna que muere el jefe de la religión más numerosa de Occidente sin sentimientos hostiles hacia los masones. Y por primera vez en la historia, los masones pueden rendir homenaje ante el túmulo de un pontífice sin ambigüedades ni contradicciones».
La noticia del fallecimiento de Pablo VI me sorprendió en Savigliano (Piamonte) en casa del filósofo Augusto del Noce junto a Giovanni Cantoni y Agostino Sanfratello. Recuerdo que a alguno de los presentes se le escapó un Deo gratias! En privado, Augusto del Noce era un severo crítico del pontificado de Montini, y albergábamos la esperanza de que con la desaparición de Pablo se disipase también el humo de Satanás que penetraba en el templo de Dios.
Sin embargo, en los pontificados siguientes las ventanas por las que se introducía el humo sólo se cerraron a medias, y ahora están otra vez abiertas de par en par. El humo de Satanás se ha transformado en un incendio que devasta la Iglesia, como los fuegos que en este sofocante verano se extienden desde Grecia hasta California. El papa que falleció hace cuarenta años, cuya inconcebible canonización está anunciada, fue uno de los principales culpables del incendio que se está propagando. (por Roberto de Mattei – adelantelafe.com)
(Traducido por Bruno de la Inmaculada/Adelante la Fe)
Correspondencia Romana
Juan Bautista Montini nació en Concesio, provincia de Brescia, el 26 de septiembre de 1897. La familia en que se crió se caracterizaba por una marcada tendencia liberal y un toque de jansenismo, que se manifestaba ante todo en el terreno litúrgico. En su formación juvenil influyó además el liturgismo filomodernista del padre oratoriano Giulio Bevilacqua, su director espiritual, al cual creó cardenal en 1965.
Con apenas 22 años, el joven Montini fue ordenado sacerdote en 1920, sin haber hecho los estudios teológicos en el seminario a causa de su frágil salud. Vino a Roma, y fue llamado a la Secretaría de Estado y nombrado asistente eclesiástico de la FUCI (Federación Universitaria Católica Italiana), cargo en el que puso mucho empeño, pero del que fue apartado por su innovador concepto de la liturgia y su marcada tendencia a politizar a la juventud.
Su padre Giorgio había sido diputado del Partido Popular Italiano, y la política, junto a la liturgia, fue siempre una de sus mayores pasiones.
En diciembre de 1937, Montini fue nombrado sustituto de relaciones ordinarias de la Secretaría de Estado, cargo en el que sucedió a monseñor Amleto Tardini. Carecía de experiencia diplomática, salvo por unos pocos meses que había estado en la nunciatura de Varsovia, pero trabajó casi ininterrumpidamente en la Secretaría de Estado hasta 1954 en que Pío XII lo nombró arzobispo de Milán sin concederle el capelo cardenalicio. Este ascenso fue de hecho una deposición, cuyos motivos todavía no se han aclarado.
Según el cardenal Siri, fue destinado a Milán a raíz de la evaluación negativa de una comisión secreta instituida por Pío XII, que había perdido la confianza en el sustituto a causa de su protección de Mario Rossi, presidente de la juventud de Acción Católica, que luchaba por una Iglesia abierta al comunismo social. El cardenal Casaroli confió a su vez al periodista Andrea Tornielli que la relación del Papa con su colaborador se había deteriorado por los contactos de Montini en ambientes políticos de izquierda a espaldas de Pío XII.
De la correspondencia entre monseñor Montini y el P. Giusseppe de Luca se deduce que a través de este sacerdote romano, el sustituto tenía relación con los católicos comunistas y con algunos sectores del Partido Comunista Italiano. El historiador Andrea Riccardi recuerda por el contrario que algunos nombramientos de obispos para Lituania habían suscitado rumores sobre una infidelidad de Montini en las relaciones entre la Santa Sede y la Unión Soviética. Dichos rumores tenían su origen en un informe secreto del coronel francés Claude Arnould, al que se había solicitado que investigase la filtración de información reservada de la Secretaría de Estado a los gobiernos comunistas de los países del Este. Arnould había rastreado la culpa de la fuga de información hasta Montini, causando la alarma del Vaticano.
Ciertamente el arzobispo de Milán era progresista, admirador de la nouvelle théologie y del humanismo integral de Jacques Maritain. Tras la muerte del papa Pacelli el 15 de diciembre de 1958, el nuevo pontífice Juan XXIII lo elevó a la purpurá cardenalicia, permitiéndole con ello participar en el futuro cónclave. Cuando se inauguró el Concilio Vaticano II en 1962, el nombre del arzobispo de Milán estaba asociado por los periodistas a los abanderados del progresismo, como el cardenal König, arzobispo de Viena; Frings, de Colonia; Döpfner, de Munich; Alfrinks, de Utrecht; y Suenens, de Malinas. Recuerda monseñor Hélder Câmara en sus Circulares conciliares un encuentro que tuvo con el cardenal Suenens en el que los dos estaban de acuerdo en que el mejor sucesor de Juan XXIII sería Montini.
Tras la muerte del papa Roncalli, acaecida del 3 de junio de 1963, hubo grandes desacuerdos en el cónclave, pero a pesar de la tenaz oposición del cardenal Ottaviani, el día 21 fue elegido el cardenal Montini al solio pontificio con el nombre de Pablo VI. Al día siguiente el nuevo pontífice dedicó su primer radiomensaje a «toda la familia humana», y añadió que la parte principal de su pontificado estaría dedicada a la continuación del Concilio Vaticano II. Un día después, durante el ángelus en la Plaza de San Pedro, hizo llamar para que se asomara a su lado a la ventana del Palacio Apostólico al cardenal Suenens, al cual encomendó un papel destacado en la orientación de las labores del Concilio.
Desde el primer momento, el Papa apoyó la apertura a la izquierda de la Democracia Cristiana, que el 23 de noviembre de aquel año, bajo la presidencia de Aldo Moro, formó el primer gobierno italiano en coalición con los socialistas. Al menos en dos ocasiones, en 1963 y 1964, el propio papa Montini intervino por medio de artículos publicados en L’Osservatore Romano para apoyar la acción política de Moro.
Fue Pablo VI quien bloqueó personalmente en el Concilio en 1965 la iniciativa de casi quinientos padres conciliares que solicitaban la condena del comunismo. En el plano internacional, este pontífice, como su predecesor, apoyaba la Ostpolitik, que tendía la mano a los regímenes comunistas del Este europeo.
Una de las víctimas más ilustres de esta política fue el cardenal József Mindszenty, que tras la revuelta húngara de 1956 se había refugiado en la embajada estadounidense en Budapest y era resueltamente contrario a toda hipótesis de acuerdo con los gobiernos comunistas. Cuando Pablo VI le pidió que abdicara de sus títulos de arzobispo de Esztergom y primado de Hungría, el purpurado respondió con una respetuosa pero firme negativa. Pablo VI asumió la responsabilidad de declarar vacante la sede primada y comunicó el 18 de noviembre de 1973 su destitución al cardenal Mindszenty. El escándalo fue mayúsculo.
En el discurso de apertura de la segunda sesión del Concilio, el 29 de septiembre de 1963, Pablo VI señaló que liturgia sería uno de los terrenos principales en que trabajarían los padres. Se ha querido hacer de monseñor Bugnini el artífice de la reforma litúrgica contra la voluntad de Pablo VI.
En realidad, como atestigua el propio Bugnini, la nueva liturgia nació de una estrecha colaboración entre el religioso lazarista y el Sumo Pontífice. «¡Cuántas horas –recuerda Bugnini– habré pasado por las tardes estudiando con él los numerosos, y en ocasiones voluminosos, cartapacios que se amontonoban sobre su mesa! Leía y estudiaba línea por línea, palabra por palabra, anotándolo todo en negro, rojo o azul, criticando si era necesario con su típica dialéctica, capaz de plantear diez interrogantes sobre un solo punto».
Fue una auténtica revolución en el seno de la Iglesia, y desembocó en la elaboración del Novus Ordo Missae, promulgado por Pablo VI el 3 de abril de 1969. Desde octubre de ese año, los cardenales Ottaviani y Bacci presentaron al Papa un Breve examen crítico del Novus Ordo Missae, redactado por un grupo de teólogos de varias nacionalidades, en el que se afirmaba: «El novus Ordo Missae (…) se aleja de modo impresionante, tanto en conjunto como en detalle, de la teología católica de la Santa Misa tal como fue formulada por la 20ª sesión del Concilio de Trento».
Pablo VI no era ajeno a cuanto sucedía en aquellos dramáticos años. El 18 de enero de 1967 el cardenal Journet le presentó las propuestas de Maritain para una nueva profesión de fe que restableciese la verdad de fondo del cristianismo, trastornada en los años del postconcilio.
En aquella ocasión Pablo VI pidió al cardenal suizo que evaluara la situación de la Iglesia. «Trágica», fue la lapidaria respuesta de Journet. El 7 de diciembre de 1968, en un discurso ante el Pontificio Seminario Lombardo, Montini pronunció unas palabras impresionantes: «La Iglesia atraviesa hoy momentos de inquietud. Algunos se ocupan en la autocrítica, se diría que incluso en la autodemolición. Es una especie de revuelta interna aguda y compleja que nadie se habría esperado después del Concilio». Tres años más tarde, el 29 de junio de 1972, refiriéndose a la situación de la Iglesia, afirmó con igual claridad tener «la sensación de que por alguna rendija el humo de Satanás había penetrado en el templo de Dios (…) Se esperaba que después del Concilio viniera un día radiante en la historia de la Iglesia. Por el contrario, ha venido un día nublado, de tempestad, de tinieblas, de búsqueda, de incertidumbre».
Para superar la crisis, el Papa siguió la estrategia política de condenar los extremismos opuestos, que consistía en una actitud de benévola indulgencia hacia las posturas progresistas y de severas sanciones contra los que, como el arzobispo francés Marcel Lefebvre, querían permanecer fieles a la Tradición de la Iglesia.
Dos sucesos turbaron profundamente la vida de Pablo VI: las críticas de que fue objeto en el verano de 1968, y la muerte de Aldo Moro diez años más tarde.
Pablo VI no compartía la postura del cardenal Suenens, que promovía la autorización de la píldora anticonceptiva, y a pesar de las opiniones contrarias de los expertos por él escogidos para estudiar el problema, el 25 de julio de 1968 ratificó la condena del control de natalidad mediante la encíclica Humanae vitae. Este documento contracorriente fue recibido con una rabiosa protesta por parte de teólogos, obispos y conferencias episcopales enteras, empezando por la belga, que estaba presidida por el cardenal Suenens.
Pablo VI se sintió traicionado por los padres conciliares más allegados a él, y éstos a su vez lo consideraron un traidor, contraponiéndolo a la utopía del Papa bueno, Juan XXIII. El pontífice quedó tan afectado que en los diez años siguientes no volvió a promulgar una encíclica, no obstante lo cual siguió de cerca la política italiana y animó a su amigo de juventud Aldo Moro en su intento de realizar, tras la apertura a la izquierda, el acuerdo histórico con los comunistas.
El 16 de marzo de 1978, día en que estaba to previsdar el voto de confianza al gobierno presidido por Giulio Andreotti con apoyo externo del PCI, las Brigadas Rojas secuestraron a Moro, asesinando en la emboscada a cinco de sus guardaespaldas. Pablo VI se sintió muy afectado. Al día siguiente, a través de un comunicado de la Secretaría de Estado, reveló que habría dado todo su apoyo moral y material para salvar la vida del presidente de la Democracia Cristiana.
El 22 de abril dirigió una carta abierta a «los hombres de las Brigadas Rojas», como llamó a los terroristas, implorándoles de rodillas que pusieran a Moro en libertad sin condiciones, «no tanto por mí intercesión humilde y afectuosa, sino por su dignidad de hermano nuestro y vuestro en humanidad». Los terroristas hicieron caso omiso de la sentida súplica, y el 9 de mayo, el cadáver del presidente de la Democracia Cristiana sería encontrado en el maletero de un Renault en la Vía Caetani, a escasos metros de las sedes del PCI y de la DC. Según recuerda monseñor Macchi, secretario de Pablo VI, esto supuso «un golpe mortal para su persona, debilitada por la enfermedad y los achaques de su avanzada edad».
El 13 de mayo, en la basílica de San Juan de Letrán, el Papa asistió a las honras fúnebres, celebradas por el cardenal vicario Ugo Poletti, y pronunció un discurso que parecía casi un reproche a Dios por no haber escuchado la súplica para que salvara la vida de Aldo Moro. El trágico suceso aceleró el deterioro de sus fuerzas.
A mediados de julio, Pablo VI salió de Roma para trasladarse a la residencia veraniega de Castelgandolfo, donde falleció a las 21,40 del 6 de agosto de 1978. Los mensajes de condolencia por la muerte del Santo Padre fueron innumerables. Entre todos, causó impacto el del ex gran maestre del Gran Oriente de Italia Giordano Gamberini: «Es la primera vez en la historia de la Masonería moderna que muere el jefe de la religión más numerosa de Occidente sin sentimientos hostiles hacia los masones. Y por primera vez en la historia, los masones pueden rendir homenaje ante el túmulo de un pontífice sin ambigüedades ni contradicciones».
La noticia del fallecimiento de Pablo VI me sorprendió en Savigliano (Piamonte) en casa del filósofo Augusto del Noce junto a Giovanni Cantoni y Agostino Sanfratello. Recuerdo que a alguno de los presentes se le escapó un Deo gratias! En privado, Augusto del Noce era un severo crítico del pontificado de Montini, y albergábamos la esperanza de que con la desaparición de Pablo se disipase también el humo de Satanás que penetraba en el templo de Dios.
Sin embargo, en los pontificados siguientes las ventanas por las que se introducía el humo sólo se cerraron a medias, y ahora están otra vez abiertas de par en par. El humo de Satanás se ha transformado en un incendio que devasta la Iglesia, como los fuegos que en este sofocante verano se extienden desde Grecia hasta California. El papa que falleció hace cuarenta años, cuya inconcebible canonización está anunciada, fue uno de los principales culpables del incendio que se está propagando. (por Roberto de Mattei – adelantelafe.com)
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