Por Agustín Laje
Una buena remake es aquella que, al ser vista por quienes ya conocen la película, logra seducirlos como si nunca la hubieran visto antes. Conocen el guion, pero las escenas los sorprenden como si lo ignoraran; una mezcla de tecnología de vanguardia y actores de moda logran hacer de un clásico, una novedad.
Esto que en el mundo del cine ocurre a menudo, no es ajeno al mundo de la política. Viejas ideas se sacuden el polvo, se maquillan un poco, y vuelven a la carga para imponer lógicas ya conocidas por todos pero que, en virtud del disfraz de turno, se vislumbran novedosas.
Tal es la suerte que está corriendo el feminismo de nuestros tiempos. La categoría del género, tan cara a sus enunciaciones teóricas contemporáneas, está funcionando políticamente como la categoría de clase en las izquierdas ya pasadas de moda: sirve a los fines no tanto de explicar el mundo, sino de transformarlo, parafraseando la undécima tesis de Marx sobre Feuerbach.
En efecto, bajo las condiciones materiales del capitalismo industrial, la centralidad del obrero como clase social revolucionaria era la médula de aquella izquierda. Pero Marx, que tanto había escrito sobre la venidera revolución, poco había dicho sobre su concreta realización política. Tal tarea recayó sobre Lenin que, como es sabido, priorizó para ello el rol de la vanguardia: un grupo de iluminados cuyos esfuerzos debían concentrarse en indicarle a la clase obrera cuáles eran sus “intereses de clase”.
En palabras de Lenin, en su célebre ¿Qué hacer?. “Los obreros no pueden tener consciencia socialdemócrata [revolucionaria]. Esta sólo puede ser introducida desde afuera. (…) La teoría del socialismo ha surgido de las teorías filosóficas, históricas y económicas que han sido elaboradas por representantes instruidos de las clases poseedoras, por los intelectuales”. Esto significa: los obreros, pobres diablos, no son capaces de conocer siquiera sus propios intereses. Sin embargo, y afortunadamente, cuentan con una vanguardia intelectual dispuesta a inyectar en ellos “conciencia de clase” para, en términos marxistas, pasar de ser una “clase en sí” a ser una “clase para sí”.
Esta teoría política será uno de los fundamentos más importantes del totalitarismo comunista del siglo XX, el aplastante peso del partido único leninista primero, y el consiguiente culto a una camarilla dentro de la propia vanguardia después, sobre todo bajo tiempos de Stalin. La consciencia del individuo queda finalmente reducida a la nada: su contenido depende de los dictados de quienes se arrogan conocer sus intereses y a quienes, por añadidura, se debe temer tanto como amar.
No exageramos al identificar esta lógica reinventada en clave de género. La clase social, en una sociedad posindustrial, ha perdido sus cualidades revolucionarias. El llamado posmarxismo, tan en boga actualmente, es precisamente el esfuerzo por desembarazarse de ese ropaje que apesta a naftalina. Ernesto Laclau y Chantal Mouffe lo hicieron bien en Hegemonía y estrategia socialista, donde terminaron por “deconstruir” a la clase social para concluir que la izquierda necesita “construir” nuevos sujetos políticos e ideologías, entre ellos, el feminismo.
En este orden de cosas, el género le ha venido al dedillo a las izquierdas para llenar el vacío que la clase dejó: una nueva palabra para una vieja lógica. Pretendidamente liberador, el llamado “enfoque de género”, que muchos preferimos llamar ideología de género, es a la revolución feminista lo que el Diamat soviético era al socialismo del siglo pasado: un conjunto de ideas con aspiraciones cientificistas que fungen en verdad como catalizadores de la praxis política.
En un notable paralelismo con el leninismo, aunque no estructurada a partir de la forma “partido” sino de la más inorgánica forma “movimiento social”, la ideología de género precisa también de su vanguardia, y ese lugar lo ha ocupado el feminismo. En efecto, de manera implícita sobrevuela el ideal de una consciencia no de clase sino de género, que sólo aquéllas que han sido iluminadas por el mentado “enfoque de género” detentan: son las privilegiadas por un conocimiento que moldea subjetividades políticas, que despierta a los “verdaderos intereses”, que hace, en definitiva, de la mujer no un “género en sí” sino un “género para sí”.
Una mujer no feminista es considerada hoy una suerte de sub-mujer. “Hijas del patriarcado”, las llaman. Su consciencia está sucia, su subjetividad no es completa. Los verdaderos intereses de las mujeres están al frente de sus narices, encarnados por la vanguardia feminista, pero aquéllas eligen desconsiderarlos: la coerción ya se empieza a sentir. ¿O no había dicho ya en 1975, la celebrada Simone de Beauvoir, tan idolatrada por el feminismo contemporáneo, que “no se debería permitir a ninguna mujer que se quedara en casa para criar a sus hijos. La sociedad tendría que ser completamente distinta. Las mujeres no deberían tener esa opción, precisamente porque si existe tal opción, demasiadas mujeres la van a tomar”?
Tal es el espíritu que recorre al feminismo actual. Las mujeres deberían tener las opciones que éste prescribe que deben tener, no más. De ahí que se reivindique el “derecho a disponer del cuerpo” para asesinar al hijo en gestación, mientras se lleva adelante la prohibición de disponer el cuerpo para trabajar como promotora de Fórmula 1, o para concursar en los certámenes de la marca Reef. De ahí que se reivindique un pretendido “lenguaje inclusivo”, mientras al mismo tiempo se solicita la prohibición de libros de autores tales como Pablo Neruda, Arturo Pérez-Reverte o Javier Marías.
Las mujeres que carecen de “consciencia de género” y, más aún, expresan públicamente esa “carencia”, deben ser sometidas a escarmiento público. Son los esquiroles, los carneros que ponen en riesgo a la propia lucha de los de su clase. Ellas no sólo son sub-mujeres: son, lisa y llanamente, enemigas del movimiento que se adjudica la representación de… las mujeres.
El caso más sobresaliente en Argentina, conocido por muchos, es el de Amalia Granata, quien ha destacado en los últimos meses por oponerse con determinación a la legalización del aborto que se pretende en su país. Hace algunas semanas fue tendencia en Twitter, y uno podía advertir en tiempo real a cientos de feministas deseándole haber sido abortada (“qué aborto se perdió tu vieja”, corría como reguero de pólvora) e incluso violada. Los insultos que propinaron las feministas a Granata son, para cualquiera que respete de verdad a la mujer, sencillamente irreproducibles.
Pero el ostracismo no es algo meramente virtual. Amalia Granata acaba de perder su trabajo en Canal 9 por brindar por Twitter un dato objetivo: una de las principales causas de muerte en las mujeres argentinas es el cáncer de mama, y no se ve ninguna campaña feminista en ese sentido. La información es real, pero se dijo que había sido una “falta de respeto” para con una actriz argentina que acaba de perder a su hija precisamente por dicho tipo de cáncer: una vinculación bastante forzada que, para Granata, no es más que una burda excusa para no decir que la despiden por haberse convertido en una referente de la causa por las dos vidas.
Como quiera que sea, lo cierto es que existen cientos de Amalias Granatas absolutamente anónimas para la sociedad. Mujeres que a diario sufren el escarmiento feminista por no compartir lo que se ha convertido en algo así como la ideología oficial del género femenino. A diario converso con muchas de ellas, la mayoría tienen miedo de hablar públicamente, pero quiero aquí dejar que cuatro de ellas, que han decidido voluntariamente hacerlo, cuenten su propia historia.
Ataques a la libertad
Marisol Pradena tiene 20 años y estudia abogacía en la Universidad Nacional de La Pampa. El 19 de marzo de este año se le ocurrió pegar en la facultad un afiche invitando a una marcha provida. De repente, me cuenta que “cuatro alumnas que vestían pañuelos verdes me atacaron por la espalda, empujándome y golpeando mi cabeza contra la pared, acompañado de insultos denigrantes y humillantes hacia mi persona”. Marisol hizo su queja incluso en el rectorado, pero a nadie le interesó su suerte (¿se imaginan si la ecuación hubiera sido la inversa?).
El episodio afectó el desempeño académico de Marisol: “No fui a la facu por dos semanas. Decidí hacer materias libres para no cursar, perdí las promociones, si tengo que hacer trámites voy acompañada. En una marcha por el aborto en La Pampa me reconocieron en la calle y fue un peligro, me empezaron a gritar e insultar”.
Candela Coronel es todavía más chica que Marisol: tiene 17 años, y va a un colegio de Córdoba (donde preside el Centro de Estudiantes) cuyo nombre no puedo mencionar porque Candela teme las represalias que la propia institución puede hacer recaer sobre ella. El pasado 11 de mayo el colegio organizó un debate titulado “Diversidad de género”, en el que, ella me comenta, “comenzó hablándose sobre el cupo femenino, y yo disentí con la mayoría porque creo que la mujer puede ocupar cualquier puesto por su idoneidad y capacidad. Ahí empezaron las agresiones. Me acusaron de no tener sororidad. Mi profesora de filosofía me dijo ‘llamate a silencio, estás hablando con arrogancia e ignorancia‘”.
La cuestión no terminó ahí. Luego siguió el tema del aborto. El argumento más recurrente consistía en decir que el debate debía excluir a hombres porque era un asunto de la mujer. Candela retrucó diciendo que no era algo específico del género, porque entonces no podría entenderse por qué famosos transexuales fijaron posición pública. “La agresión que sentí en ese momento al plantear mi postura fue brutal. Se me trató de transfóbica, homofóbica, que debía deconstruirme… me levanté y me fui, ya me sentía suficientemente humillada”.
Pero no fue un simple linchamiento verbal, lo peor vino después: “Me llamaron a una reunión con la directora, dos profesores, la psicopedagoga y la coordinadora de curso. Me pusieron cinco amonestaciones. Tres días después la profesora de filosofía me retira del curso para avisarme que decidió desvincularme de las olimpíadas de filosofía, donde a causa de mi buen promedio había sido aceptada”. Candela recurrió a INADI, pero no ha tenido éxito (tal vez si el asunto hubiera sido ir sin corpiño al colegio, su caso habría recibido la debida atención).
Macarena Bercovich tiene 21 años y estudia derecho en la Universidad Nacional de Córdoba. Hace poco se animó a criticar al feminismo desde sus redes sociales, y la reacción no se hizo esperar: “Empecé a recibir agresiones y amenazas manifiestas tanto en respuestas a mis publicaciones como por mensajes privados”. Me cuenta que, entre otras barbaridades, le decían “ojalá te violen”, “ojalá tus machos te re caguen a palos”, “ojalá se mueran todos los hijos que querés tener”, “no estaría nada mal que al menos te pase algún susto para dejar de ser tan hija de puta”.
El resultado de esto es previsible: “Como resultado de tantos insultos y amenazas, imponiéndome que deje de compartir mis críticas, comencé a sentir miedo e intranquilidad.Me siento totalmente vulnerable a que simplemente por compartir mi opinión en desacuerdo con la que me dicen que debería tener, se desate otra ola de violencia en mi contra”.
Eugenia Rolón, por último, tiene 16 años y va al colegio en la ciudad de San Lorenzo, Santa Fe. Ella y sus amigas empezaron a interesarse por el feminismo a los 13, pero Eugenia me cuenta que con el tiempo se fue dando cuenta de la falta de coherencia entre lo que se decía y lo que se hacía. Cuando decidió criticar públicamente al feminismo, la cosa se puso fea: “Al principio mis compañeras se mantenían distantes, luego empezaron a burlarse de mí, continuaron con insultos leves que luego se fueron intensificando, y ya no eran dos o tres compañeras, era la gran mayoría. A pesar de las reiteradas reuniones de padres nunca nada cambió, no se detuvieron en insultos, sino que siguieron con agresiones físicas, como escupir mi cartuchera, tirarla al cesto de basura, romperme las carpetas en las cuales tenía apuntes, pegarme chicles y hasta cortarme el pelo”. Hace pocos días, fue agredida en un boliche: “salí a bailar con mis amigas y me pegaron en la cabeza y me gritaron ‘aborto legal’”.
Conocí a Eugenia en la Feria del Libro de Buenos Aires, porque estuvo entre el público que fue a la conferencia que di junto a Nicolás Márquez. Ese día, grupos feministas concurrieron a violentar el evento. Eugenia recibió agresiones físicas y verbales por venir a vernos. Cada vez que escucha la palabra “sororidad”, me dice Eugenia, no puede evitar reírse y al mismo tiempo entristecerse por las miles de chicas que están siendo engañadas.
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