Por Mario Caponnetto
Apenas unas pocas semanas antes de la fecha en que Aguer cumplía la edad canónica indicada para el retiro de los obispos, su ahora sucesor, Víctor Fernández (uno de los hombres de mayor confianza del Papa Francisco y reconocido como uno de sus teólogos de referencia) abandonaba -también sorpresivamente- su cargo de Rector de la Pontificia Universidad Católica Argentina. Es evidente, a la luz de lo que sucedió después, que aquella precipitada salida del rectorado de la primera universidad católica del país no tuvo otro sentido que posicionarlo a Fernández para asumir la diócesis ahora vacante. Es decir, la maniobra sucesoria estuvo perfectamente planeada y pergeñada con anticipación. Sólo restaba aguardar la fecha de la renuncia de Agüer. Sin embargo, nada hacía prever semejante velocidad en el trámite.
Que todo el trámite del relevo se caracterizó por una inusual velocidad y premura lo atestiguan algunos detalles harto significativos. En efecto, sólo siete días después de presentar la renuncia, Monseñor Agüer fue citado por el Encargado de Negocios de la Nunciatura en Buenos Aires. Allí se le comunicó que cesaba en sus funciones a partir del momento mismo del anuncio público (que se hizo el sábado 2 de junio, día de la festividad externa de Corpus) y que uno de sus obispos auxiliares quedaría a cargo de la administración de la Diócesis hasta la toma de posesión del nuevo Arzobispo. En consecuencia, su salida efectiva se produciría inmediatamente después de la Misa de Corpus el mismo sábado 2 de junio en la que debía ser su despedida formal de la Arquidiócesis. Esto último se modificó a posteriori tras una entrevista que ambos arzobispos, el saliente y el entrante, mantuvieron en la Curia Platense y en la que se convino que el domingo 10 de junio Agüer se despedirá de su clero y de sus fieles en una misa celebrada en la catedral arquidiocesana.
Habida cuenta de que la toma de posesión del nuevo Arzobispo está fijada para el próximo 16 de junio es más que evidente que ni siquiera se le concedió a Agüer permanecer en el ejercicio del gobierno, y a la espera del sucesor, las dos escasas semanas que median entre el anuncio del nombramiento y la asunción del nuevo titular. En su lugar, el Papa designó Administrador apostólico “sede vacante” a unos de los auxiliares, Monseñor Alberto Bochatey, quien tendrá a su cargo gobernar la Arquidiócesis hasta la inminente asunción de Monseñor Fernández. En resumen, está muy claro que Agüer debía ser alejado de su cargo sin demora; y así ocurrió.
¿Cómo se explica tanta celeridad, absolutamente inédita en la tramitación de un relevo episcopal? La respuesta, en parte, hay que buscarla bastante atrás en el tiempo. Agüer y Bergoglio fueron designados el mismo día como obispos auxiliares de Buenos Aires, en 1992 a instancias del entonces arzobispo porteño, el Cardenal Quarracino. En su momento, la designación de ambos se tuvo como un reconocimiento al “conservadorismo”. Para “compensar”, como suele ocurrir en la Iglesia con cierta frecuencia, en la misma tanda fueron nombrados dos “progresistas”, Frassia y Rodríguez Melgarejo.
Pero las cosas no ocurrieron como entonces podía suponerse. Mientras Frassia y Rodriguez Melgarejo permanecieron durante todos estos años en un virtual anonimato Agüer y Bergoglio, en cambio, adquirieron una creciente notoriedad y se convirtieron progresivamente en las dos figuras más relevantes del Episcopado Argentino aunque de una manera impensable en el momento en que ambos fueron designados. Ocurrió, en efecto, que la distancia doctrinal y pastoral entre ellos se fue haciendo cada vez mayor y más notoria: Agüer, de alto perfil intelectual, de reconocida formación tomista, de fina sensibilidad artística, políglota y eximio liturgista, se transformó en la cabeza de la ortodoxia católica. Dueño de un estilo directo que no teme ni rehúsa la confrontación cuando ésta se impone, sus intervenciones en los medios se hicieron cada vez más frecuentes suscitando siempre -a la par de la adhesión de los círculos católicos ortodoxos y tradicionales- el ataque de los enemigos de la Iglesia y el silencio de la mayoría de los obispos. Bergoglio, por su parte, dueño de una notable capacidad de disimulo, fue silentemente ascendiendo en la carrera eclesiástica hasta ocupar la Sede Primada con el consiguiente capelo cardenalicio; casi imperceptiblemente se convirtió en el principal promotor de la progresía, de la teología del pueblo, del ecumenismo a ultranza; sus guiños a la izquierda se hicieron cada vez más claros; la historia de su paso por el Episcopado argentino puede sintetizarse diciendo simplemente que promovió todo lo malo y obstaculizó y persiguió todo lo bueno. Así, in crescendo hasta su asombrosa cuan inesperada elección como Obispo de Roma.
El enfrentamiento entre Agüer y Bergoglio nunca fue público o al menos demasiado público pero resultaba evidente que ambos representaban líneas doctrinales y pastorales antitéticas. Cuando se aproximaba la edad del retiro de Bergoglio no faltaron las presiones ni las gestiones de ciertos círculos ante la Santa Sede para apresurar la aceptación de la renuncia del entonces Cardenal Primado, cosa que no ocurrió ya que en el momento de viajar éste al Cónclave que lo elegiría Papa, Benedicto XVI no había aún aceptado la renuncia presentada casi dos años antes. La situación, por tanto, sufrió un giro inesperado ¿Qué se supone haría Bergoglio, devenido Papa Francisco, con su viejo rival?
Pero nos equivocaríamos absolutamente si pretendiéramos reducir toda esta historia a una mera rivalidad personal de dos obispos. Esta rivalidad existió, sin duda, y ha tenido su peso relativo; pero ella no es lo principal ni lo más relevante, por el contrario, no pasa de ser una mera anécdota al lado de las verdaderas razones en juego. Me refiero a la dolorosa situación de la Iglesia en este tiempo en que la Fe parece languidecer y un frío cierzo de apostasía sopla con creciente intensidad. Notorias, a la vista, se exhiben las llagas del cuerpo eclesial; y si bien todo esto afecta a la Iglesia Universal, el caso de la Iglesia en la convulsa Iberoamérica (y por ende en Argentina) adquiere ribetes particulares.
Se trata de una Iglesia fuertemente sacudida por fenómenos como la Teología de la liberación, el Tercermundismo y la ahora llamada Teología del Pueblo (metamorfosis de los dos anteriores) que han desnaturalizado gravemente la esencia misma del mensaje cristiano transformándolo en una suerte de utopía salvífica tan cara a las izquierdas, ayer alistadas en la guerra armada hoy empeñadas en la guerra cultural y social. En los años inmediatamente siguientes a la clausura del Concilio, el Tercermundismo argentino, fuertemente aliado a los grupos subversivos, se cargó nada menos que a dos arzobispos.
Con manejos non sanctos, el entonces obispo auxiliar de Córdoba, Enrique Angelelli -cabecilla del tercermundismo hoy promovido a candidato a los altares- logró la renuncia del Arzobispo Monseñor Ramón José Castellano con la evidente intención de sustituirlo en la sede arzobispal. La actitud de la Santa Sede (Paulo VI) fue “salomónica”: desplazó al Arzobispo legítimo, promovió al rebelde como Obispo de La Rioja y trasladó a la sede cordobesa al que con el tiempo sería el Cardenal Primatesta. El otro caso fue el del Arzobispo de Mendoza, Monseñor Alfonso Buteler quien tuvo que soportar la rebelión de veintisiete curas tercermundistas. También en este caso, Paulo VI optó por desplazar al legítimo Arzobispo nombrándole un Coadjutor sede plena. Un intento similar sufrió otro Arzobispo, Monseñor Guillermo Bolatti, Arzobispo de Rosario; pero la maniobra pudo, felizmente, abortarse. He traído la memoria de estos casos para que se calibre hasta qué punto llegaron las tensiones en la Iglesia argentina, lo que explica -en cierto modo- la actual situación. Pasaron muchos años y ahora tenemos esta partida exprés de Monseñor Agüer.
El catolicismo en estas tierras hispanoamericanas (con sus honrosas excepciones desde luego), fuertemente comprometido con la revolución social y las opciones políticas más radicalizadas, no ha hecho otra cosa que perder todo influjo auténticamente evangelizador en la vida pública y en la cultura a la par que ha reducido constantemente el número de fieles captados por las sectas protestantes. El caso de Chile con la vertiginosa caída de la otrora mayoría católica a porcentajes alarmantes es el más representativo. La descatolización de ese país es obra exclusiva de un episcopado y de un clero que, en importante medida, abdicaron de su misión evangelizadora para embarcarse en las más descabelladas aventuras políticas y sociales. A esto se suma la pavorosa ignorancia del clero fruto de su pésima formación en los seminarios y la total desmovilización del laicado. Esta debilidad del catolicismo iberoamericano lo ha hecho, por otra parte, permeable a todas las novedades de la progresía europea, importando lo peor del Viejo Continente y sumando así otro factor más de disgregación. En este panorama los obispos fieles a la Fe verdadera, a la Tradición y al Magisterio son cada día más escasos y, de hecho, permanecen marginados.
Francisco es hijo de esta Iglesia a la que encarna y sirve. Desde su ascensión al Papado está empeñado en una reforma tan peligrosa como evanescente y se entiende que uno de sus mayores esfuerzos se enderece a remover todo cuanto se le oponga y que su atención se centre en su país natal donde, pese a todo, la Iglesia logró permanecer relativamente al abrigo de los aires iberoamericanos. Es en este contexto, antes que en el de su antigua rivalidad con el ahora Arzobispo Emérito de La Plata, que se entiende esta celeridad en deshacerse de uno de los últimos obispos católicos que van quedando.
Agüer es un estorbo, una rémora que es necesario barrer cuanto antes del escenario eclesial. Hay una prisa perturbadora. No sé bien por qué, pero en estos días acude recurrentemente a mi memoria el pasaje de Juan 13, 27: "Entonces dijo Jesús (a Judas): lo que tienes que hacer, hazlo pronto".
El catolicismo en estas tierras hispanoamericanas (con sus honrosas excepciones desde luego), fuertemente comprometido con la revolución social y las opciones políticas más radicalizadas, no ha hecho otra cosa que perder todo influjo auténticamente evangelizador en la vida pública y en la cultura a la par que ha reducido constantemente el número de fieles captados por las sectas protestantes. El caso de Chile con la vertiginosa caída de la otrora mayoría católica a porcentajes alarmantes es el más representativo. La descatolización de ese país es obra exclusiva de un episcopado y de un clero que, en importante medida, abdicaron de su misión evangelizadora para embarcarse en las más descabelladas aventuras políticas y sociales. A esto se suma la pavorosa ignorancia del clero fruto de su pésima formación en los seminarios y la total desmovilización del laicado. Esta debilidad del catolicismo iberoamericano lo ha hecho, por otra parte, permeable a todas las novedades de la progresía europea, importando lo peor del Viejo Continente y sumando así otro factor más de disgregación. En este panorama los obispos fieles a la Fe verdadera, a la Tradición y al Magisterio son cada día más escasos y, de hecho, permanecen marginados.
Francisco es hijo de esta Iglesia a la que encarna y sirve. Desde su ascensión al Papado está empeñado en una reforma tan peligrosa como evanescente y se entiende que uno de sus mayores esfuerzos se enderece a remover todo cuanto se le oponga y que su atención se centre en su país natal donde, pese a todo, la Iglesia logró permanecer relativamente al abrigo de los aires iberoamericanos. Es en este contexto, antes que en el de su antigua rivalidad con el ahora Arzobispo Emérito de La Plata, que se entiende esta celeridad en deshacerse de uno de los últimos obispos católicos que van quedando.
Agüer es un estorbo, una rémora que es necesario barrer cuanto antes del escenario eclesial. Hay una prisa perturbadora. No sé bien por qué, pero en estos días acude recurrentemente a mi memoria el pasaje de Juan 13, 27: "Entonces dijo Jesús (a Judas): lo que tienes que hacer, hazlo pronto".
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