Por alguna de esas 'misteriosas casualidades' la celebración de las fiestas del 'orgullo gay' suele coincidir con el santo que celebramos hoy,
San Pelayo de Córdoba.
En el martirio de San Pelayo confluyen, ya hace más de 1.000 años, la resistencia ante el invasor musulmán, que ofrece el reino a cambio de renunciar a Cristo, y la locura de la atracción
homosexual de un varón adulto hacia un niño.
¿Quién fue San Pelayo?
San Pelayo de Córdoba nació en Galicia en el siglo X y era sobrino del obispo Hermogio de Tuy, que fue hecho prisionero en la batalla de Val de Junquera entre los reyes cristianos y Abderramán
III en el año 920. Pelayo acabó siendo prisionero del rey musulmán al cambiarse por su tío, que quedó en libertad.
Durante tres años y medio, Pelayo permaneció como prisionero de Abderramán III. Sus compañeros de cautiverio cuentan que su comportamiento era “casto, sobrio, apacible, prudente, atento
a orar, asiduo a su lectura”. Solía discutir también con los musulmanes sobre temas religiosos y pudo vivir en paz en prisión hasta que Abderramán III se encaprichó de él.
Durante un banquete, Abderramán III prometió concederle todos los honores si apostataba y se convertía en uno de sus mancebos. Las crónicas narran la conversación que tuvo lugar en ese
momento de esta manera:
“Abderramán le dijo sin titubeos: -«Niño, te elevaré a los honores de un alto cargo, si quieres negar a Cristo y afirmar que nuestro profeta es auténtico. ¿No ves cuántos reinos tengo?
Además te daré una gran cantidad de oro y plata, los mejores vestidos y adornos que precises. Recibirás, si aceptas, el que tú eligieres entre estos jovencitos, a fin de que te sirva a tu gusto, según tus principios. Y encima te ofreceré pandillas para habitar
con ellas, caballos para montar, placeres para disfrutar. Por otra parte, sacaré también de la cárcel a cuantos desees, e incluso otorgaré honores inconmensurables a tus padres si tú quieres que estén en este país.
Pelayo respondió decidido: –«Lo que prometes, emir, nada vale, y no negaré a Cristo; soy cristiano, lo he sido y lo seré, pues todo eso tiene fin y pasa a su tiempo; en cambio,
Cristo, al que adoro, no puede tener fin, ya que tampoco tiene principio alguno, dado que Él personalmente es el que con el Padre y el Espíritu Santo permanece como único Dios, quien nos hizo de la nada y con su poder omnipotente nos conserva».
Abderramán III no obstante, más enardecido, pretendió cierto acercamiento físico, tocándole el borde de la túnica, a lo que Pelayo reaccionó airado:–«Retírate,
perro, dice Pelayo. ¿Es que piensas que soy como los tuyos, un afeminado?, y al punto desgarró las ropas que llevaba vestidas y se hizo fuerte en la palestra, prefiriendo morir honrosamente por Cristo a vivir de modo vergonzoso con el diablo y mancillarse
con los vicios».
Abderramán III no perdió por ello las esperanzas de seducir al niño y ordenó a los jovencitos de su corte que lo adularan, a ver, si, apostatando se rendía a tantas grandezas prometidas. Pero
él se mantuvo firme y permaneció sin temor proclamando que sólo existe Cristo y afirmando que por siempre obedecería sus mandatos.
Abderramán ordenó entonces que lo torturaran y despedazaran, y echaran los pedazos al río.
Era el 26 de junio del 963.
Gabriel Ariza Rossy
InfoVaticana
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