Extraordinario artículo de Don Antonio Caponnetto ante el más que penoso comunicado de la CEA respecto de la votación en Diputados de la Nación Argentina a favor de la Ley de Despenalización del Aborto.
Por Antonio Caponnetto
Tras el resultado favorable al aborto en la Cámara de Diputados, el 14 de junio del corriente, la Comisión Ejecutiva de la Conferencia Episcopal Argentina junto con la Comisión Episcopal de Laicos y Familia (Celaf) emitió un comunicado. El mismo es un muestrario vergonzoso de insensateces y de cobardías, que los católicos verdaderos sólo podemos rechazar con desprecio.
-No podemos aceptar que se diga que lo que acaba de suceder nos causa “el dolor por el olvido y la exclusión de los inocentes”. El aborto no es un olvido o una exclusión. Es un asesinato vil y abyecto, tanto más si, como en este caso, cuenta con el patrocinio de los poderes políticos, subordinados a su vez al Poder Mundial.
-No podemos aceptar que se nos proponga luchar “por la dignidad de toda vida humana”; porque el que con pertinacia y porfía niega el derecho a la vida a los inocentes y propone su exterminio, su mismo pecado lo vuelve indigno, mezquino y punible; tanto más si es una autoridad devenida en tiránica y propulsora de la violación descarada del Quinto Mandamiento. A esta clase de sujetos, que son verdaderas amenazas contra el bien común y caen en malicia suprema, no debe ofrecérseles amistad, enseña Santo Tomás, sino querella frontal y llegado el caso la muerte (Suma Teológica, II, IIae, q.25, art.6). Una cosa es luchar por la dignidad creatural del hombre, hecho a imago y simillitudo Dei; otra cosa es pecar contra la justicia, tratando al indigno como si no mereciera pugna, impugnación y castigo.
-No podemos aceptar que se insista en la suprema idiotez y complicidad manifiesta, de seguir “con el debate legislativo”. Se ha llegado a este extremo de corrupción de las leyes, de los principios y de las costumbres, precisamente por no tener la cordura y la valentía de impugnar a la democracia como la corrupción de la república y sistema inherentemente perverso. Lo que ha sucedido no es la agregación de “otro trauma, el aborto”, a los problemas que arrastra la mujer, y al cual habría que hallarle una solución prosiguiendo con el susodicho debate legislativo. El aborto no es un trauma; es un pecado mortal. Los que queden traumados por practicarlo tendrán la posibilidad de regenerar su salud psíquica o corpórea. Los niños descuartizados, ya no.
-No podemos aceptar que, en el Senado, “tenemos la oportunidad de buscar soluciones nuevas y creativas para que ninguna mujer tenga que acudir a un aborto”. No hay soluciones nuevas. Hay una sola solución virtuosa, antigua, vigente y perenne: dejar que los hijos vengan al mundo. No hay tampoco soluciones creativas. Hay un Creador cuya Ley debe acatarse. No se trata asimismo de acudir al Senado “reconociendo el valor de toda vida y el valor de la conciencia”. Ya lo hemos dicho: no estamos a favor de la vida, a secas, in genere, indistintamente tenidas todas por valiosas, desde la de la hiena hasta la del mineral despedido por la lava de un volcán. Para esta demencia están desde los jainistas que no matan las liendres, prefiriendo convertirse en piojosos, hasta los ridículos veganos que ingieren con culpa aún las legumbres, pasando por todas las heterodoxas corrientes filosóficas de cuño vitalista. Tampoco somos defensores de “la conciencia”, si ésta no se tiene a sí misma como el heraldo de Dios, al decir de San Buenaventura. Una conciencia laxa, permisiva, carente de sindéresis y de docilidad a lo creado, no solamente no es defendible sino que ha sido y es, en gran medida, la causa del actual estropicio moral. Ir al Senado a reconocer la validez de la conciencia, es acudir a un prostíbulo valorando las predilecciones aberrantes de cada cliente.
-No podemos aceptar que se le proponga a los fieles no vivir “el debate como una batalla ideológica”, en que “busquemos imponer la propia idea o interés y acallar otras voces”. Por lo pronto porque para un bautizado leal esto es mucho más que una batalla ideológica: es la conflagración contra el demonio, mentiroso y homicida desde el principio. Se quedaría muy corto quien creyese que sólo estamos inmersos en un diálogo entre ideologías. Estamos en la lid postrimera entre Cristo y el Anticristo, con el agravante fatídico de que quienes deberían servir al primero se sienten más cómodos sirviendo al segundo. Empezando, al parecer, por el mismísimo Bergoglio, cuyo silencio ominoso lo llena de niebla, de negritud y de espanto.
No se trata asimismo de “imponer la propia idea” y “acallar otras voces”. Sino de imponer la Voz del Padre y hacer enmudecer la de los blasfemos y sicarios. El Señor nos pidió hablar siempre definiendo, hablar la verdad y hablarla en el desierto o desde los tejados. No nos aconsejó nunca negociar o mezclar el sí con el no. “Enmudezcan los labios mentirosos”, clama la Escritura (Salmo 31,18). “Los labios del necio provocan contienda y su boca llama a los golpes” (Proverbios 18,6-7). Es deber de los fieles acallar las voces mentirosas e imponer la Palabra Revelada.
-No podemos aceptar que se les agradezca “a todas las personas que, con auténtico respeto hacia el otro, han expresado sus ideas y convicciones aunque hayan sido distintas a las nuestras”. Esto no es caballerosidad ni urbanidad ni decoro de formas. Es vulgar obsecuencia de petimetres cagaleros. Porque no ha consistido la tarea demoledora de los adversarios en presentar convicciones distintas a las nuestras, sino en cometer sacrilegio público contra El Autor de la Naturaleza. Es rebajar el sentido de la virtud del agradecimiento, ligada a la justicia, darle las gracias al maldiciente, al excecrador o al renegado.
-No podemos aceptar que se invoque a María Santísima, parangonándola con una mujer que “conoció la incertidumbre de un embarazo inesperado”. Comparación irrespetuosa e impía, propia de estos imbéciles que fungen de pastores, y apenas si son lacayos de la democracia. Incoada en el seno de la Trinidad, como hija, esposa y madre; conocedora de las profecías escriturísticas y presentidora del anuncio del Ángel que al final se consumó, el Niño no le fue inesperado a la Virgen. Lo esperaba desde el Comienzo, desde la inauguración de los siglos, desde toda la Eternidad. Lo esperaba con su “hágase” dócil, manso y fecundo como los rocíos mañaneros de Belén. Su expectación mesiánica singular e irrepetible no le otorgó incertidumbre a su embarazo, sino confianza, esperanza y evidencia. Los obispos, una vez más, han faltado al Segundo Mandamiento, dando escándalo a su grey y alimento al demonio.
Me siento obligado y moralmente autorizado a concluir estas líneas en primera persona. Toda la vida he enseñado que la democracia es una perversión ingénita, que no debe convalidarse sino exterminarse. Toda la vida he enseñado que el sufragio universal es la mentira universal. Toda la vida he predicado el deber de la guerra justa. Tomado que se me hubo por inmovilista, abstencionista y contrario a la acción política, la horrorosa trampa del debate sobre el aborto, que acabó este 14 de junio, con tahúres y quinieleros jugando la vida y la muerte en la chirlata pestífera del Congreso, no ha venido sino a refrendar dolorosamente mi posición. Un desenlace que me cansé de advertir entre los propios sin ser escuchado, sino marginado. No es una queja. Tal vez acaso, sea el reclamo de un honor.
Hagan lo que gusten, demócratas laicos, mitrados, religiosos, rockeros evangelistas y mixturados de toda especie en el campeonato de los votos. Sigo pensando que nuestro deber es la victoria. Si no se logra la física y temporal –porque no la merecemos, no estamos en fuerza o simplemente porque ha cesado el tiempo de las naciones- se logrará la moral manteniéndonos coherentes, firmes y dignos.
Con suficientes motivos entonces volvemos a Facundo Quiroga, el caudillo que planteó el dilema inexcusable: Religión o Muerte. Que le prometió la victoria a sus llanistas bravíos e irreductibles; y que concluyó una de sus póstumas arengas, diciéndole a los suyos: “Nuestro deber es la victoria. Pero en caso de derrota, os espero en el campo de combate”.
Sagrada Tradición
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