Por Mario Caponnetto
Alejandro Bermúdez es un periodista “oficialmente católico”, de esos que pueblan las redacciones de algunos medios oficiales u oficiosos de la Iglesia, sean periódicos, blogs o canales televisivos. No carece de oficio el hombre. En épocas de Benedicto XVI solía, incluso, ofrecer a los televidentes de EWTN algunos programas que podrían calificarse de buenos. Pero desde hace un tiempo ha incurrido en algunos casos de fake news emulando en esto al maestro del género, el ahora renunciado Monseñor Darío Viganó, famoso por fraguar una carta del Papa Emérito.
Cuando en septiembre del año pasado un grupo de católicos, formado en su mayoría por profesores universitarios, firmamos la Correctio filialis dirigida al Papa Francisco, Bermúdez escribió en ACI Prensa que unos “lefevristas” acusaban de herejía al Papa. Para colmo, la afirmación, absolutamente falsa, encabezaba la nota a modo de título. Ahora, en su programa Cara a Cara que se transmite por EWTN, la emprende contra mi hermano, Antonio Caponnetto, y mi querido y viejo amigo Hugo Verdera, a quienes acusa de no ser “comentaristas católicos” y de “antipapismo”.
Por empezar, ninguno de los dos involucrados es, ni fue, ni se presenta, ni se presentó jamás como “comentarista católico”, oficio cuya existencia ignorábamos hasta que Bermúdez nos la reveló. Ambos son, sencillamente, intelectuales católicos, que procuran difundir la Fe y defenderla frente a tantos errores e impiedades como abundan en estos días. Pero dejemos esto de lado; lo que realmente nos asombra es esta neo categoría de papismo, con su correspondiente antinomia, antipapismo, que al parecer Bermúdez identifica sin más como la nota esencial y sine qua non para revistar en las filas de los comentaristas católicos.
Esta categoría de papismo resulta cuanto menos extraña en alguien que se dice católico. De papistas suelen acusarnos a los católicos algunos herejes; por ejemplo, los anglicanos que durante siglos (hoy menos) identificaron a los católicos con ese mote de inequívoco sentido peyorativo. Para estos herejes los católicos “adoramos al Papa” y aunque cierta papolatría hodierna puede inducirlos a semejante idea, el hecho es que nada más falso que los católicos seamos papistas. Los católicos creemos firmemente en el Primado, de caridad y de jurisdicción, del Sucesor de Pedro y Vicario de Cristo, el Romano Pontífice, al que el mismo Jesucristo instituyó como piedra angular de su Iglesia en la persona del Apóstol San Pedro, al que confió la misión de apacentar el rebaño y de confirmar en la Fe a todos los cristianos. Para ello le dio el don de la inerrancia, exclusivamente en materia de las verdades de Fe que forman el inmutable depósito de la Revelación.
Esta verdad, divinamente revelada (Mateo, 16, 18; Lucas, 22, 32), enseñada y sostenida por las Padres de la Iglesia como San Ignacio de Antioquía y San Agustín, defendida por los Doctores como Santo Tomás (Contra errores Graecorum, pars 2 cap. 32, corpus) y declarada como dogma de fe por el Concilio Vaticano I, es para los católicos una verdad incuestionable e innegociable y la sostenemos con toda firmeza. Pero en estos días que corren sucede algo paradójico, digno de una paradoja chestertoniana: esta verdad debemos defenderla sobre todo frente a ciertos papistas y a algunos campeones de la papolatría. Porque son precisamente estos papistas los que, por un falso sentido de la obediencia y una carencia total de un adecuado y justo juicio crítico, cierran los ojos y callan frente a los más que notorios intentos de acabar con el Papado, intentos a los que el Papa Francisco parece, en ocasiones, dar algo más que aliento.
De la mano de un ecumenismo extraviado y de una pavorosa protestantización de la Iglesia se viene difundiendo desde hace ya bastante tiempo una eclesiología confusa cuando no falsa en cuyo marco la primacía del Papado resulta tremendamente debilitada en aras de una indefinida “colegialidad” y de una vaporosa “sinodalidad”. Es dolorosamente cierto que el Papa Francisco vive alentando estas ambigüedades con gestos y palabras que, en ocasiones, son directamente escandalosas. Una Iglesia sinodal en cuya cima está el pueblo a modo de una pirámide invertida, una creciente y alarmante concesión de facultades, hasta ahora exclusivas del Romano Pontífice, a las Conferencias Episcopales y, fundamentalmente, una expresa proclamación de una apertura a la “conversión del Papado” para que su ejercicio “lo vuelva más fiel al sentido que Jesucristo quiso darle y a las necesidades actuales de la evangelización” (Evangelii gaudium, 32) son palabras y hechos suficientemente graves que debieran hacer sonar las alarmas de los papistas ilustrados como Bermúdez. Pero no dicen ni pío y encima tildan de antipapistas y de herejes a los pocos que nos animamos a levantar la voz.
En realidad, el papismo es un vicio del catolicismo que viene de bastante atrás en el tiempo. Es un típico vicio por exceso. Amar al Papado, defenderlo de sus detractores, rogar a diario por el Papa para que Dios lo conserve y no permita que caiga en manos de sus enemigos es, sin duda, una virtud católica. Pero como toda virtud puede convertirse en vicio por exceso. Tal exceso consiste en una obediencia ciega, incapaz de discernir entre el magisterio infalible, el magisterio ordinario y las meras opiniones y, en el extremo, en una vergonzosa obsecuencia que paraliza el juicio e impide, incluso, el ejercicio de la oportuna corrección cuando ella se impone y en los términos adecuados.
En mis tiempos jóvenes, antes del Concilio, era frecuente oír esta frase a la que yo adhería como tantos: “prefiero equivocarme con el Papa a tener razón”; y se añadía: “si el Papa se equivoca él tendrá que dar cuentas a Dios, no yo”. Pero estábamos redondamente equivocados. Aquello era un exceso de piedad filial que no discernía ni distinguía ningún matiz, aunque por entonces no tenía mayores efectos negativos habida cuenta de los grandes papas que nos tocaron en suerte. Sin embargo, repito, era un error; en primer lugar porque si el Papa hablaba ex cathedra entonces no se equivocaba y, por ende, yo no podía tener razón; y si era un caso de magisterio ordinario sólo se me pedía un religioso acatamiento que por ser religioso no podía ser nunca ni ciego ni irracional. En cuanto a que si el Papa se equivoca el único responsable ante Dios es él, también es un grave error: si el Papa se equivoca y yo pudiendo y debiendo hacerlo no lo corrijo lo más probable es que el Papa y yo nos vayamos juntos al infierno.
A la luz de lo que vino después, aquella excesiva y en ocasiones irracional obediencia al Papa fue dejando lugar, en algunos casos, a un mejor discernimiento; en otros, lamentablemente, a esta ciega papolatría que no ve, ni discierne y, lo peor, acusa y ataca a quienes con dolor nos sentimos, a veces, en la obligación moral de decir que el rey está desnudo. Así ocurrió con quienes, en su momento, firmamos la Correctio filialis. Más dolorosa que la ausencia total de respuesta del Papa fue la andanada de críticas y de reproches a la que nos vimos sometidos. También fue muy doloroso ver como se trataba, con frecuencia, de explicar lo inexplicable: a más de un eximio tomista hemos visto empeñado en demostrar que el capítulo ocho de Amoris laetitia se corresponde con la enseñanza moral de Santo Tomás.
No es esto lo que Dios nos pide, ni lo que la Iglesia enseña, ni lo que nos dice el ejemplo de muchos santos. Amar al Papado es uno de los signos distintivos de los católicos. Es cierto. Por eso, hoy más que nunca necesitamos renovar nuestra adhesión a la Cátedra de la Unidad y nuestra Fe en el Primado de Pedro pero para oponernos, ante todo, a la creciente ofensiva del papismo.
Adelante la Fe
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