Por Antonio Caponnetto
Pérdida de la gravitas
Fechada en la Festividad de Cristo Rey, Francisco dio a conocer su Carta Apostólica Misericordia et misera, popularmente famosa desde los mass media por su punto 12, obviamente tergiversado, y según el cual –para esos multimedios‒ “la Iglesia ahora perdona el aborto”.
Desde luego que este último enunciado es una mezcla de malicia, de fraude y de ignorancia escandalosa, perpetrada por los propagadores de noticias. Entre otras cosas porque no existe un “ahora” eclesial dispensador de perdones opuesto dialécticamente a un supuesto “otrora” negado al perdón.
Lo que sí y riesgosamente viene a decirnos aquel mentado punto 12 es que se concede “a todos los sacerdotes, en razón de su ministerio, la facultad de absolver a quienes hayan procurado el pecado del aborto”, contrariando expresamente el canon 1398 del Nuevo Código de Derecho Canónico, que ponía exigencias mayores y más estrictas acordes con la gravedad del crimen cometido.
En la práctica, y bien escondido tras los ropajes de la indulgencia, esto derivará en una banalización de tan tremenda falta moral, en una relativización y des-solemnización tanto del homicidio como de su eventual condonación sacramental. El cura qualunque –falto como suele estar de cualquier seria formación católica‒ que reciba en confesión a un abortista dispensará la absolución al homicida sin otra carga que traer a la parroquia algún alimento no perecedero para los pobres. Lo mismo sucederá si se confiesa un adulterio o una vida contranatura o la práctica activa del travestismo. Alerta punitivo al tope, en cambio, si alguien llegase a reconocer, tras la extinta celosía del confesionario, que se entusiasmó en una corrida de toros (a favor del torero) o que contaminó la acera de su casa arrojando algún residuo sin reciclar.
La gravitas, aquella noble virtud que significaba peso, responsabilidad, severidad y seriedad, y que tan vinculada a la piedad estaba, quedará excluida del horizonte del penitente y del ministro. Es que la misma Carta Misericordia et Misera, que en buena hora “recomienda mucho [al clero] la preparación de la homilía y el cuidado de la predicación” [6], nada dice del celo que debe tenerse para administrar correctamente el sacramento de la penitencia o confesión, devenido hoy, en la generalidad de los casos, en un diálogo insustancial,consensuado y mecánico con el clérigo de turno.
En la cosmovisión bergogliana –y hasta aquí no cabe reproche‒ está claro que el confesionario no puede ser un salón de torturas. Pero tampoco puede ser una cafetería en la que dos conocidos se dan al charlismo amistoso y se despiden hasta próxima ocasión. Con sapiencia decía Louis Veillot, que el respetuoso y reverente atractivo de los tradicionales confesionarios, más consistía en estar ellos salpicados de penas, vergüenzas y dolores que chorreados con la sangre de un mártir. Es el estar rodeados de adoloridos arrepentimientos lo que suscita su búsqueda en el alma sana. No el parecerse a las cabinas de un cyber en la que se entra y se sale para hacer un poco de vida social y otro poco de humana catarsis.
La confesión tiene pautas, condiciones, requisitos, exigencias. San Juan Nepomuceno es el Patrono de los Confesores, no Frantz Fanon. Y desde siempre se enseñó en la doctrina católica que existe la disciplina; esto es la posibilidad y la necesidad de una pena, de una sanción, de un castigo. Bienvenidas todas las formas del suaviter que la prudencia del clérigo juzgue conveniente. Bienvenido incluso el ritmo armónico y pedagógico de las fórmulas, tan descuidado. Mas recuérdese que fue Santo Tomás el que escribió con acierto: “A los hombres bien dispuestos se les induce más eficazmente a la virtud recurriendo a la libre persuasión que a la coacción. Pero entre los mal dispuestos hay quienes sólo por la coacción pueden ser conducidos a la virtud” (Suma Teológica, I-II, q. 95, a. 1).
El remedio de las dulzuras y de las ternezas ilimitadas que se propone actualmente, puede ser la panacea con que sueñe un demagogo, mientras reserva la crueldad para sus impugnadores. Pero probado está que no es la terapia espiritual que dispensaron los grandes pastores. Nadie propone la inclemencia o la fiereza, pero tampoco esta liviandad ridícula de convertir la religión en un muestrario de carantoñas, al sacerdote en un dispensador de arrumacos y al sacramento de la penitencia en una gestión de lisonjas tranquilizantes y sin consecuencias ulteriores.
El outlet de la misericordia y del perdón
La Iglesia Católica no necesitó la llegada de Bergoglio ni para absolver a los pecadores ni para predicar la misericordia. Aunque no necesitándolo, la llegada de este hombre trivializó ambos conceptos, el de la misericordia y el del perdón, si es que acaso no hizo algo más grave como desnaturalizarlos. Como en aquellos establecimientos popularizados bajo el nombre de outlets, en los que se ofertan mercancías baratas en razón de alguna deficiencia en su manufactura o en su vigencia, así se pretende que funcionen ahora los templos supuestamente católicos.
La justicia sin misericordia es cruel, ya se sabía. Pero el énfasis propuesto en el presente es la consumación de una misericordia sin justicia objetiva, conservándose en la mejor de las suertes una jurisprudencia sentimental de alcance individual, según el caso del que se trate. Y eso lleva fácilmente a la lenidad y a la impunidad, que no son bienes. Un bien es la equidad, que perfecciona y supera el rigor del derecho escrito. Pero su parodia es la laxitud, que convierte a la bondadosa templanza habitual, de la que hablaban los clásicos, en garantía de condescendencia.
Que el perdón de Dios no tiene los contornos ni los enredos de los perdones humanos, también se sabía. Que a imitación del Señor el hombre debe practicar el perdón, prodigándose en actos de caridad gratuitos y sobrenaturalmente encaminados, era lección de catecúmenos. Y de las mejores y más nobles para la vida de perfección espiritual. Pero se sabía asimismo que “todo el que hubiere hablado contra el Hijo del Hombre será perdonado; mas si no obstante, habla contra el Espíritu Santo, no alcanzará perdón ni en este siglo ni en el venidero” (San Mateo, 12, 32). Y esta última enseñanza ha sido prácticamente borrada en el magisterio bergogliano.
La misericordia que se nos propone en la Carta Misericordia et Misera es aquella en cuyo centro “no aparece la ley y la justicia legal, sino el amor de Dios” [1]. Y concordamos, mientras no se omita, como se omite, que esto no significa una confrontación dialéctica en la que toda justicia legal puede ser conculcada, sino que significa que toda justicia legal, si quiere ser legítima, debe ordenarse al Derecho Divino, porque “el Señor es justo y ama la justicia”, canta el Salmo (11, 8); y si “Dios es para sí mismo Ley”, como recuerda el Aquinate, cuanto más debe serlo para los que aman a Dios.
La de Francisco es una misericordia sociológica, sin referencia a la Verdad sino a la solidaridad. Y el perdón es una amnistía incondicionada e igualitarista, sobre cuyo otorgamiento no pesa ya más el deber de la contrición y hasta el derecho de la autoridad a denegarlo o postergarlo si tal contrición sincera y reparadora no se constata.
Misericordia y perdón, en la perspectiva bergogliana obran al unísono como dos revoltosos sans culottes, que abren las puertas de la Bastilla para que se escapen los patibularios; y de ser posible que ocupen los principales cargos.
En la cosmovisión bergogliana –y hasta aquí no cabe reproche‒ está claro que el confesionario no puede ser un salón de torturas. Pero tampoco puede ser una cafetería en la que dos conocidos se dan al charlismo amistoso y se despiden hasta próxima ocasión. Con sapiencia decía Louis Veillot, que el respetuoso y reverente atractivo de los tradicionales confesionarios, más consistía en estar ellos salpicados de penas, vergüenzas y dolores que chorreados con la sangre de un mártir. Es el estar rodeados de adoloridos arrepentimientos lo que suscita su búsqueda en el alma sana. No el parecerse a las cabinas de un cyber en la que se entra y se sale para hacer un poco de vida social y otro poco de humana catarsis.
La confesión tiene pautas, condiciones, requisitos, exigencias. San Juan Nepomuceno es el Patrono de los Confesores, no Frantz Fanon. Y desde siempre se enseñó en la doctrina católica que existe la disciplina; esto es la posibilidad y la necesidad de una pena, de una sanción, de un castigo. Bienvenidas todas las formas del suaviter que la prudencia del clérigo juzgue conveniente. Bienvenido incluso el ritmo armónico y pedagógico de las fórmulas, tan descuidado. Mas recuérdese que fue Santo Tomás el que escribió con acierto: “A los hombres bien dispuestos se les induce más eficazmente a la virtud recurriendo a la libre persuasión que a la coacción. Pero entre los mal dispuestos hay quienes sólo por la coacción pueden ser conducidos a la virtud” (Suma Teológica, I-II, q. 95, a. 1).
El remedio de las dulzuras y de las ternezas ilimitadas que se propone actualmente, puede ser la panacea con que sueñe un demagogo, mientras reserva la crueldad para sus impugnadores. Pero probado está que no es la terapia espiritual que dispensaron los grandes pastores. Nadie propone la inclemencia o la fiereza, pero tampoco esta liviandad ridícula de convertir la religión en un muestrario de carantoñas, al sacerdote en un dispensador de arrumacos y al sacramento de la penitencia en una gestión de lisonjas tranquilizantes y sin consecuencias ulteriores.
El outlet de la misericordia y del perdón
La Iglesia Católica no necesitó la llegada de Bergoglio ni para absolver a los pecadores ni para predicar la misericordia. Aunque no necesitándolo, la llegada de este hombre trivializó ambos conceptos, el de la misericordia y el del perdón, si es que acaso no hizo algo más grave como desnaturalizarlos. Como en aquellos establecimientos popularizados bajo el nombre de outlets, en los que se ofertan mercancías baratas en razón de alguna deficiencia en su manufactura o en su vigencia, así se pretende que funcionen ahora los templos supuestamente católicos.
La justicia sin misericordia es cruel, ya se sabía. Pero el énfasis propuesto en el presente es la consumación de una misericordia sin justicia objetiva, conservándose en la mejor de las suertes una jurisprudencia sentimental de alcance individual, según el caso del que se trate. Y eso lleva fácilmente a la lenidad y a la impunidad, que no son bienes. Un bien es la equidad, que perfecciona y supera el rigor del derecho escrito. Pero su parodia es la laxitud, que convierte a la bondadosa templanza habitual, de la que hablaban los clásicos, en garantía de condescendencia.
Que el perdón de Dios no tiene los contornos ni los enredos de los perdones humanos, también se sabía. Que a imitación del Señor el hombre debe practicar el perdón, prodigándose en actos de caridad gratuitos y sobrenaturalmente encaminados, era lección de catecúmenos. Y de las mejores y más nobles para la vida de perfección espiritual. Pero se sabía asimismo que “todo el que hubiere hablado contra el Hijo del Hombre será perdonado; mas si no obstante, habla contra el Espíritu Santo, no alcanzará perdón ni en este siglo ni en el venidero” (San Mateo, 12, 32). Y esta última enseñanza ha sido prácticamente borrada en el magisterio bergogliano.
La misericordia que se nos propone en la Carta Misericordia et Misera es aquella en cuyo centro “no aparece la ley y la justicia legal, sino el amor de Dios” [1]. Y concordamos, mientras no se omita, como se omite, que esto no significa una confrontación dialéctica en la que toda justicia legal puede ser conculcada, sino que significa que toda justicia legal, si quiere ser legítima, debe ordenarse al Derecho Divino, porque “el Señor es justo y ama la justicia”, canta el Salmo (11, 8); y si “Dios es para sí mismo Ley”, como recuerda el Aquinate, cuanto más debe serlo para los que aman a Dios.
La de Francisco es una misericordia sociológica, sin referencia a la Verdad sino a la solidaridad. Y el perdón es una amnistía incondicionada e igualitarista, sobre cuyo otorgamiento no pesa ya más el deber de la contrición y hasta el derecho de la autoridad a denegarlo o postergarlo si tal contrición sincera y reparadora no se constata.
Misericordia y perdón, en la perspectiva bergogliana obran al unísono como dos revoltosos sans culottes, que abren las puertas de la Bastilla para que se escapen los patibularios; y de ser posible que ocupen los principales cargos.
Tantos años de jesuitismo y de argentinismo pudieron ponerlo en óptimas condiciones de aprender aquello que decía el Padre Leonardo Castellani:
Dios no es un cantor de tangos;
que al pecador arrastrado por el fango de todas las corrupciones
le va a decir, mano ancha: pasá nomás, quedate.
No.Dios es más hidalgo, más señorial, más príncipe.
Por eso en no pocas ocasiones
se le escucha cantar afligido:
“Algún día has de llamar
y no te abriré la puerta
y me sentirás llorar”.
Como en el tango arrabalero y cursi, el dios bergogliano, le suplica al descarriado que se deje perdonar.
El “arrepentíos y convertíos” (San Mateo, 4, 17) ha sido desplazado por el “dejate misericordear”.
Desplazamiento acaso que cifra la distancia, entera y trágica, entre escuchar la voz de la la Revelación Divina o los bramidos del plebeyismo mundano.
Pero he aquí la angustiante paradoja. Desnaturalizadas y traicionadas tan importantes categorías de la vida espiritual y moral, como la misericordia y el perdón, en aras de la dignidad humana que –como se sabe‒ es uno de los grandes neodogmas conciliares, lo que resulta, tras visitar este outlet eclesial de Francisco, no es una creatura más digna, sino un revoltijo de homúnculos abajados por una fe sociomórfica.
Pero he aquí la angustiante paradoja. Desnaturalizadas y traicionadas tan importantes categorías de la vida espiritual y moral, como la misericordia y el perdón, en aras de la dignidad humana que –como se sabe‒ es uno de los grandes neodogmas conciliares, lo que resulta, tras visitar este outlet eclesial de Francisco, no es una creatura más digna, sino un revoltijo de homúnculos abajados por una fe sociomórfica.
Por lo que bien hacía patente Dionisio: “Es necesario ver que la justicia de Dios es verdadera en el hecho de que da a cada uno lo que le corresponde según su dignidad, y que mantiene la naturaleza de cada uno en su lugar y con su poder correspondiente” (De Divine Nominibus, 8).
El género de la auto-ayuda como criterio docente
Alguna vez fue dicho por alguien y parece más cierto con el paso de las horas: es difícil no ver en el estilo pontifical de Bergoglio el influjo de los textos de autoayuda, género en el que suele tenerse por precursor al norteamericano Dale Carnagie, con su innoblemente famoso “Cómo ganar amigos e influenciar sobre las personas”, editado por vez primera hacia 1940. Potenciada su condición de best-seller perenne por la divulgación prolijamente ejecutada mediante la revistucha Reader´s Digest, pronto tuvo una legión de imitadores que continúan sin cesar.
Los especialistas en la materia sostienen que los consumidores de estos libelos son intelectos limitados y prácticos, que andan buscando soluciones a problemas emocionales o a circunstancias adversas de la vida. No admiten otras respuestas que no partan de la necesidad de las buenas ondas y de las energías positivas, y son propensos a dejarse convencer por aforismos o clisés, preferentemente breves, afectuosos, simpáticos, presuntamente sanadores y en sintonía plena con el llamado clima de época.
Bergoglio sabe entregar este material a manos llenas. Recuérdese, no sin oprobio, que el siete de junio de 2015, le dijo a la prensa reunida en el Vaticano: “Recen por mí y si alguno no puede rezar porque no cree, al menos tírenme buena onda”. Causa estupor y vergüenza ajena el recurso a tamaño tópico de la nadería fraseológica dominante; y esto sin hacer análisis alguno de la inaudita confusión de analogar la oración con el arrojo de hipotéticas ondulaciones bienhechoras.
Misericordia et Misera no es una excepción a estas predilecciones estilísticas.
El género de la auto-ayuda como criterio docente
Alguna vez fue dicho por alguien y parece más cierto con el paso de las horas: es difícil no ver en el estilo pontifical de Bergoglio el influjo de los textos de autoayuda, género en el que suele tenerse por precursor al norteamericano Dale Carnagie, con su innoblemente famoso “Cómo ganar amigos e influenciar sobre las personas”, editado por vez primera hacia 1940. Potenciada su condición de best-seller perenne por la divulgación prolijamente ejecutada mediante la revistucha Reader´s Digest, pronto tuvo una legión de imitadores que continúan sin cesar.
Los especialistas en la materia sostienen que los consumidores de estos libelos son intelectos limitados y prácticos, que andan buscando soluciones a problemas emocionales o a circunstancias adversas de la vida. No admiten otras respuestas que no partan de la necesidad de las buenas ondas y de las energías positivas, y son propensos a dejarse convencer por aforismos o clisés, preferentemente breves, afectuosos, simpáticos, presuntamente sanadores y en sintonía plena con el llamado clima de época.
Bergoglio sabe entregar este material a manos llenas. Recuérdese, no sin oprobio, que el siete de junio de 2015, le dijo a la prensa reunida en el Vaticano: “Recen por mí y si alguno no puede rezar porque no cree, al menos tírenme buena onda”. Causa estupor y vergüenza ajena el recurso a tamaño tópico de la nadería fraseológica dominante; y esto sin hacer análisis alguno de la inaudita confusión de analogar la oración con el arrojo de hipotéticas ondulaciones bienhechoras.
Misericordia et Misera no es una excepción a estas predilecciones estilísticas.
A cada rato tropezamos con “mirar el futuro con esperanza” [1]; “romper el círculo del egoísmo que nos envuelve” [3]; “la bondad” que “como un viento impetuoso y saludable se ha esparcido por el mundo entero” [4]; “es tiempo de mirar hacia adelante” [5]; “Dios sigue hablando hoy con nosotros como sus amigos,se «entretiene con nosotros»” [6]; ser “testigos de la ternura paterna” [10]; vencer “el círculo de la soledad” [13]; atender “la necesidad de consuelo” mediante “un abrazo que te hace sentir comprendido, una caricia que hace percibir el amor” [13]; “participar activamente en la vida de la comunidad” [14]; pedirle a esa comunidad “iniciativas creativas que animen a los creyentes a ser instrumentos vivos de la transmisión de la Palabra” [7]; “poder así caminar juntos”; percatarse “de cuánto bien hay en el mundo” [16]; ver que “estos niños son los jóvenes del mañana” [19]; recibir “la caricia de Dios” [21], y un penoso etcétera que podemos ahorrarnos, pero que más nos acercan a las páginas de Bucay que a una lectio sagrada.
¿Cómo es posible que la inteligencia romana, que nos entregó páginas memorables como la Aeterni Patris o la Divini Cultus; cómo es posible que la Cátedra de Pedro que relumbró en In Praeclara o fulguró en la Quas Primas, nos ofrezca ahora este repertorio baladí de formulaciones, antes sacadas de un recetario para levantar la autoestima, que fruto del ruego hímnico al Paráclito, Veni Sancte Spiritus, suplicando sus dones? No; no es sólo la ortodoxia en su sentido legítimamente racional lo que se ha perdido. Es también el dominio de la lengua apropiada para el ministerio petrino. Señal de que el hombre anda algo incómodo en este sublime mester.
Sin embargo, lo más confuso y a la par lo más riesgoso, no es esta preferencia por los tópicos del género de la autoayuda, sino ese aludido criterio horizontalista y sociomórfico que domina esta docencia bergogliana como un acechante telón de fondo.
Un ejemplo atroz parece suficiente para retratarlo. Según Misericordia et Misera, la desnudez absoluta de Cristo en la Cruz, “revela de manera extrema la solidaridad de Jesús con todos los que han perdido la dignidad porque no cuentan con lo necesario […]. Del mismo modo [la Iglesia] ha de empeñarse en ser solidaria con aquellos que han sido despojados […], no mirar para otro lado ante las nuevas formas de pobreza y marginación que impiden a las personas vivir dignamente. No tener trabajo y no recibir un salario justo […], ser discriminado por la fe,la raza, la condición social, estas y muchas otras son situaciones que atentan contra la dignidad de la persona, frente a las cuales la acción misericordiosa de los cristianos responde ante todo con la vigilancia y la solidaridad” [19].
Hay textos tutelares de los Padres de la Iglesia explicando el significado del vestido humano, de la pérdida de la stola prima de raigambre adámica –desnudez entera de la gracia‒ y su reemplazo por los harapos malolientes del pecado y de la apostasía. Cuando el padre de la parábola del hijo pródigo ordena a sus criados que le coloquen el vestido nuevo y limpio, no está ejecutando un acto de solidaridad sino un ritual de purificación. No lo está llevando a la “feria americana” parroquial para comprarle una prenda decorosa de ocasión. Lo está revistiendo del Espíritu, dice Orígenes. Le está restituyendo, según el Niceno, la túnica primera, bautismal y esponsalicia, que ahora merece por haber retornado a la gracia. Se trata de un ornato para el alma, y por lo tanto de una acción sacramental, antes que de un gesto de beneficencia terrena.
Paralelamente, esos mismos Padres de la Iglesia, seguidos después por los más empinados poetas de la Cristiandad, han explicado el sentido de la desnudez de Nuestro Señor en la Cruz. No queda desnudo para protestar contra la discriminación, ni para reclamar una mejora de los salarios de los trabajadores, ni para llamar la atención sobre la carestía de las indumentarias, ante la cual se impone la colecta anual de Caritas. Va de suyo que no hay que andar explicando que todas estas preocupaciones humanas y corpóreas serán siempre necesarias, apremiantes y gratísimas a los ojos de Dios.
Pero la desnudez del Señor en la Cruz obliga a un desciframiento más alto, a una alegorización más honda, a un simbolismo más empinado, a una exégesis que arranca en los pliegos del Antiguo Testamento y corona en el trono sangrante del Calvario. Es desnudez de abandono y de entrega redentora. Es desnudez de herida divina que cauteriza los dolores del hombre viejo. Es desnudez oblativa, desapropiadora, donativa, amante. Es desnudez que reviste, dirá el Apóstol (Romanos, 13, 14). Es traje de bodas, capa regia, túnica salvífica y adventicia, según un giro expresivo de San Jerónimo. Sólo un reduccionismo inmanentista de bajo vuelo puede acotar la desnudez del Crucificado a los lindes de un compañerismo sindical por los desposeídos.
La misma óptica horizontalista lo lleva a explicar el acto divino ante Adán y Eva desnudos tras la caída, como un gesto solidario mediante el cual, “la vergüenza quedó superada y la dignidad fue restablecida”. “Sabemos que el Señor los castigó; sin embargo, él «hizo túnicas de piel para Adán y su mujer, y los vistió»” [19]. Otra vez, un dios del gremio textil sale en socorro de los que andan escasos de prendas.
San Gregorio de Nyssa vio de otro modo esta secuencia. Esas túnicas que Dios les entregó a nuestros primeros padres, estaban hechas de animales muertos, indicándoles así que habían roto voluntariamente la comunión divina para degradarse hasta el extremo de ingresar al plano de la comunión animal. No eran una señal de la dignidad recuperada y de la vergüenza vencida. Eran el símbolo mismo de la indignidad y de la vergüenza por haber pecado a instancias mismas del demonio. Pero era un ropaje provisorio y accidental, dirá el mismo Niceno. Habrían de cambiarlo por las mejores galas inaugurales y fundantes cuando llegara el tiempo de la Redención. Y para eso se necesitaba el desabrigo y el desvestimiento completo de Cristo en la Cruz.
Un plagio evidente
Movido por este género y este estilo que hemos tratado de describir con verdadera pesadumbre, al final del párrafo 16, la Misericordia et Misera se despacha con un tópico por antonomasia de la sensiblería bergogliana; tal vez el fruto más opimo de su monotematismo pastoral y aún doctrinal. “Soy amado, luego existo”, dice textualmente la Carta Apostólica.
¿De dónde procede este nuevo y extraño parafraseo cartesiano? ¿Cuál es el origen de este remedo o parodia del cogito ergo sum, que enturbió las aguas de la metafísica y de la gnoseología y pretendió tumbar la sensatez de la filosofía perenne? ¿Quién lanzó a rodar este slogan emocionalista, patético y romántico, que hace depender el acto de existir del amor y no el amor de la existencia previa de una creatura capaz de amar?
Pues créase o no, un publicitado fraseólogo español, Carlos Díaz Hernández, lleva publicados cuatro tomos titulados “Soy amado, luego existo”, que le editó Desclée de Brouer a partir del año 1999. No hay tiempo ni ganas aquí para dedicarse a este personaje ruinoso, tenido por gurú del personalismo comunitario, del anarquismo cristiano, del sincretismo religioso, de la “razón cálida” y del modernismo catolicón. Sólo queremos llamar la atención sobre lo que parece evidente y pocos han advertido. La extraña similitud de giros, fraseos, muletillas, estribillos y cantilenas, entre el escritor de marras y cuanto dice y escribe Francisco.
Irenismo espiritual absoluto; ecologismo con ondas verdes de amor y de paz; bondades del comunismo; equiparamiento de todas las creencias; utopías y periferias, ternuras y caricias; amor y alegría por doquier desparramados; justificaciones veladas del homosexualismo; reivindicación del franciscanismo en perspectiva sociológica; pro semitismo exacerbado, recalcitrante y obsecuente; misericordeo y humildeo solidario, sin condiciones ni límites; bendiciones, perdones y augurios para todos, menos para los fanáticos proselitistas; acogimiento del ateo, del agnóstico y salida al encuentro universal y cósmico de la persona, sin marcar diferencias entre ellas; clasificación de los hombres según a qué huelan (sic).
Todo el menú completo de fruslerías bergoglianas se hallarán en las prolíficas y múltiples ocurrencias de este fulano, nacido en Cuenca, en 1944, encumbrado por la progresía española y americana; especie de Tucho Fernández del primer mundo, y merecedor, como él, del dicterio quijotesco, pronunciado cuando el caballero le recuerda a Sansón Carrasco la peligrosa insania de aquellos que escriben y arrojan libros de sí como si fuesen buñuelos.
“La fórmula que yo les propongo desde el personalismo comunitario es la siguiente: Soy amado, luego existo. En lugar del pienso, luego existo, soy amado, luego existo […] O qué tal: Me dueles, luego existo”. He aquí un gajo de la típica aforística diazhernandiana, desgranado en sus glosarios, que bien pudiera hallarse en la Laudato si o en Amoris Laetitia.
Pasó el tiempo en que los pontífices abrevaban en los clásicos. Ahora, prefieren plagiar a los escritorzuelos de bajo techado. Se nos fue la época de los papas rumiadores de doctores de la Iglesia o sabios de Salamanca. Ha llegado con Bergoglio el momento de calcar las ocurrencias de los sofistas. Lo más irritativo es que a esto se lo llame hacer “teología de rodillas”. A no ser que, dada la conocida afección futbolística de Francisco, el término aluda a los rodillazos que, a modo de brutales infracciones suelen cometer los jugadores imbuidos de torpeza cerril.
La colafización
Un antiguo ritual que pervivió al menos hasta el siglo XII, tenía lugar los Viernes Santos en aldeas capitales de Occidente. Las mayores autoridades de la comarca hacían comparecer en público al hebreo más destacado del terruño, y en presencia del público se le atestaba una simbólica bofetada, como para mantener viva la memoria del crimen del deicidio y la repulsa consiguiente a la que se haría acreedor todo aquel que del mismo no se retractase.
La ceremonia se llamaba la colafización. Palabra que hunde su raíz etimológica en el griego,kolafiðzw, pasando por el latín: colaphizo, y que en principio y simplificando significa castigar. Varias fuentes documentales nos han quedado como registro de tan significativo rito; y en tal sentido aconsejan los estudiosos volver sobre las páginas insospechadas de Bernhard Blumenkranz, Les auteurs chrétiens latins du Moyen Âge sur les juifs et le judaïsme, publicado en el año 2007, en la Collection de la Revue des Études Juives.
No tema el lector inquieto, ni se sobresalte el pío papólatra, que no estamos proponiendo una reedición del llamado Ultraje de Anagni, sucedido a principios del siglo XIV. Aquí no hay ningún Bonifacio VIII ni un Sciarra Colonna que le clave irrespetuosamente su mano en el rostro, si es que acaso así sucedieron los hechos.
Pero los símbolos tienen su valor y por eso mismo los traemos a la memoria. Y lo que estamos queriendo simbolizar es claro como el agua. Bergoglio merece un castigo, un escarmiento, un correctivo, una penalidad, una sanción. Si ha de ser, para empezar, una carta de cuatro cardenales, que lo sea. Si han de seguirse, como de hecho ya ocurre, otros varios cardenales más que lo cuestionan y objetan, que lo sea también. Si ha de ser un rebaño leal a la Verdad, y por eso cada vez más perplejo y reacio a obedecerlo, y cada vez más creciente, téngase por válido.Si ha de ser,al fin,un santo varón solitario que se atreva a decir que el rey no sólo anda por las calles engañando y nudo sino que ya no quiere oficiar de rey, qué irrumpa pronto ese caballero fiel y veraz.
Tome las formas que tomare la soba, este tránsito que está empeñado en dar del Iscariotismo a la Apostasía no puede quedar impune. Escandaliza y perturba. Y si remitimos al ritual colafizante, al modo de una alegoría, es porque ninguno como Bergoglio ha judaizado tanto a la Iglesia como él. Ninguno, hasta donde llega la memoria, se ha hecho socio y cómplice activo de la Sinagoga en la tarea imperdonable de descristianizar día a día la Barca que le fue confiada. Ninguno tan amable secuaz del pérfido enemigo bimilenario, motor y causa eficiente del resto de los enemigos que advinieron y vienen, siempre prontos para ultrajar a la Esposa.
Una afirmación, pues, ha de seguirse como válida en estas trágicas circunstancias. Recibida bajo las formas que fuere la colafización, no ha lugar para la proverbial respuesta: “Si he hablado mal dime en qué, y si no por qué me pegas” (San Juan, 18, 23). El razonamiento en este caso es inverso: el golpe le llega precisamente porque ha hablado mal. Y personalmente hace años que le estamos diciendo en qué. Desde que escribimos La Iglesia traicionada, hacia el ahora lejano 2009. Y aún antes también. ¿Para qué lado miraban entonces los electores del Cónclave cuando en este rincón surero del Sur de Hispanoamérica, se advertía con dolor las inconductas de tamaño sujeto?
Recen en mi
Aprendimos de un monje –montañés sapiente y artesano de la palabra laudante‒ a profundizar el sentido de aquella perícopa joánica que dice: “Si ves a tu hermano pecar, reza por él y le darás vida” (I San Juan, 5, 16). Y el susodicho monje nos hizo conocer además las páginas del maestro copto Matta el Meskin, tituladas “La oración por los demás: una grave responsabilidad”.
Hay en lo antedicho un misterio grande y luminoso –como son los misterios verdaderos‒ asociado tal vez al dogma de la Comunión de los Santos. Es el misterio de la sustitución vicaria. Rezo por el otro que no sabe lo que tiene que pedir; que ignora o viola lo que debe impetrar; que desconoce lo que le conviene suplicar cuando ora, agradecer cuando ruega, hacerse perdonar cuando implora. Rezo por el otro puesto en su pellejo, hecho su osamenta, transformado en su cuero. Rezo por el otro no como destinatario sino como sustituto. No en tanto receptor; antes bien como sucedáneo.
Junto a la justiciera colafización de Bergoglio pedimos y ejecutamos esta clase de plegaria. Lo pedimos y lo ejecutamos de todo corazón. Sincera y filialmente. No es el monocorde “recen por mí” lo que habremos de hacer en estos tiempos límites. Sino el “recen en mi”. Recen; recemos, poniéndonos en el lugar de este hombre descarriado, devenido de pastor en lobo, de centinela en mercenario, de bautizado en circunciso.
¿Cómo es posible que la inteligencia romana, que nos entregó páginas memorables como la Aeterni Patris o la Divini Cultus; cómo es posible que la Cátedra de Pedro que relumbró en In Praeclara o fulguró en la Quas Primas, nos ofrezca ahora este repertorio baladí de formulaciones, antes sacadas de un recetario para levantar la autoestima, que fruto del ruego hímnico al Paráclito, Veni Sancte Spiritus, suplicando sus dones? No; no es sólo la ortodoxia en su sentido legítimamente racional lo que se ha perdido. Es también el dominio de la lengua apropiada para el ministerio petrino. Señal de que el hombre anda algo incómodo en este sublime mester.
Sin embargo, lo más confuso y a la par lo más riesgoso, no es esta preferencia por los tópicos del género de la autoayuda, sino ese aludido criterio horizontalista y sociomórfico que domina esta docencia bergogliana como un acechante telón de fondo.
Un ejemplo atroz parece suficiente para retratarlo. Según Misericordia et Misera, la desnudez absoluta de Cristo en la Cruz, “revela de manera extrema la solidaridad de Jesús con todos los que han perdido la dignidad porque no cuentan con lo necesario […]. Del mismo modo [la Iglesia] ha de empeñarse en ser solidaria con aquellos que han sido despojados […], no mirar para otro lado ante las nuevas formas de pobreza y marginación que impiden a las personas vivir dignamente. No tener trabajo y no recibir un salario justo […], ser discriminado por la fe,la raza, la condición social, estas y muchas otras son situaciones que atentan contra la dignidad de la persona, frente a las cuales la acción misericordiosa de los cristianos responde ante todo con la vigilancia y la solidaridad” [19].
Hay textos tutelares de los Padres de la Iglesia explicando el significado del vestido humano, de la pérdida de la stola prima de raigambre adámica –desnudez entera de la gracia‒ y su reemplazo por los harapos malolientes del pecado y de la apostasía. Cuando el padre de la parábola del hijo pródigo ordena a sus criados que le coloquen el vestido nuevo y limpio, no está ejecutando un acto de solidaridad sino un ritual de purificación. No lo está llevando a la “feria americana” parroquial para comprarle una prenda decorosa de ocasión. Lo está revistiendo del Espíritu, dice Orígenes. Le está restituyendo, según el Niceno, la túnica primera, bautismal y esponsalicia, que ahora merece por haber retornado a la gracia. Se trata de un ornato para el alma, y por lo tanto de una acción sacramental, antes que de un gesto de beneficencia terrena.
Paralelamente, esos mismos Padres de la Iglesia, seguidos después por los más empinados poetas de la Cristiandad, han explicado el sentido de la desnudez de Nuestro Señor en la Cruz. No queda desnudo para protestar contra la discriminación, ni para reclamar una mejora de los salarios de los trabajadores, ni para llamar la atención sobre la carestía de las indumentarias, ante la cual se impone la colecta anual de Caritas. Va de suyo que no hay que andar explicando que todas estas preocupaciones humanas y corpóreas serán siempre necesarias, apremiantes y gratísimas a los ojos de Dios.
Pero la desnudez del Señor en la Cruz obliga a un desciframiento más alto, a una alegorización más honda, a un simbolismo más empinado, a una exégesis que arranca en los pliegos del Antiguo Testamento y corona en el trono sangrante del Calvario. Es desnudez de abandono y de entrega redentora. Es desnudez de herida divina que cauteriza los dolores del hombre viejo. Es desnudez oblativa, desapropiadora, donativa, amante. Es desnudez que reviste, dirá el Apóstol (Romanos, 13, 14). Es traje de bodas, capa regia, túnica salvífica y adventicia, según un giro expresivo de San Jerónimo. Sólo un reduccionismo inmanentista de bajo vuelo puede acotar la desnudez del Crucificado a los lindes de un compañerismo sindical por los desposeídos.
La misma óptica horizontalista lo lleva a explicar el acto divino ante Adán y Eva desnudos tras la caída, como un gesto solidario mediante el cual, “la vergüenza quedó superada y la dignidad fue restablecida”. “Sabemos que el Señor los castigó; sin embargo, él «hizo túnicas de piel para Adán y su mujer, y los vistió»” [19]. Otra vez, un dios del gremio textil sale en socorro de los que andan escasos de prendas.
San Gregorio de Nyssa vio de otro modo esta secuencia. Esas túnicas que Dios les entregó a nuestros primeros padres, estaban hechas de animales muertos, indicándoles así que habían roto voluntariamente la comunión divina para degradarse hasta el extremo de ingresar al plano de la comunión animal. No eran una señal de la dignidad recuperada y de la vergüenza vencida. Eran el símbolo mismo de la indignidad y de la vergüenza por haber pecado a instancias mismas del demonio. Pero era un ropaje provisorio y accidental, dirá el mismo Niceno. Habrían de cambiarlo por las mejores galas inaugurales y fundantes cuando llegara el tiempo de la Redención. Y para eso se necesitaba el desabrigo y el desvestimiento completo de Cristo en la Cruz.
Un plagio evidente
Movido por este género y este estilo que hemos tratado de describir con verdadera pesadumbre, al final del párrafo 16, la Misericordia et Misera se despacha con un tópico por antonomasia de la sensiblería bergogliana; tal vez el fruto más opimo de su monotematismo pastoral y aún doctrinal. “Soy amado, luego existo”, dice textualmente la Carta Apostólica.
¿De dónde procede este nuevo y extraño parafraseo cartesiano? ¿Cuál es el origen de este remedo o parodia del cogito ergo sum, que enturbió las aguas de la metafísica y de la gnoseología y pretendió tumbar la sensatez de la filosofía perenne? ¿Quién lanzó a rodar este slogan emocionalista, patético y romántico, que hace depender el acto de existir del amor y no el amor de la existencia previa de una creatura capaz de amar?
Pues créase o no, un publicitado fraseólogo español, Carlos Díaz Hernández, lleva publicados cuatro tomos titulados “Soy amado, luego existo”, que le editó Desclée de Brouer a partir del año 1999. No hay tiempo ni ganas aquí para dedicarse a este personaje ruinoso, tenido por gurú del personalismo comunitario, del anarquismo cristiano, del sincretismo religioso, de la “razón cálida” y del modernismo catolicón. Sólo queremos llamar la atención sobre lo que parece evidente y pocos han advertido. La extraña similitud de giros, fraseos, muletillas, estribillos y cantilenas, entre el escritor de marras y cuanto dice y escribe Francisco.
Irenismo espiritual absoluto; ecologismo con ondas verdes de amor y de paz; bondades del comunismo; equiparamiento de todas las creencias; utopías y periferias, ternuras y caricias; amor y alegría por doquier desparramados; justificaciones veladas del homosexualismo; reivindicación del franciscanismo en perspectiva sociológica; pro semitismo exacerbado, recalcitrante y obsecuente; misericordeo y humildeo solidario, sin condiciones ni límites; bendiciones, perdones y augurios para todos, menos para los fanáticos proselitistas; acogimiento del ateo, del agnóstico y salida al encuentro universal y cósmico de la persona, sin marcar diferencias entre ellas; clasificación de los hombres según a qué huelan (sic).
Todo el menú completo de fruslerías bergoglianas se hallarán en las prolíficas y múltiples ocurrencias de este fulano, nacido en Cuenca, en 1944, encumbrado por la progresía española y americana; especie de Tucho Fernández del primer mundo, y merecedor, como él, del dicterio quijotesco, pronunciado cuando el caballero le recuerda a Sansón Carrasco la peligrosa insania de aquellos que escriben y arrojan libros de sí como si fuesen buñuelos.
“La fórmula que yo les propongo desde el personalismo comunitario es la siguiente: Soy amado, luego existo. En lugar del pienso, luego existo, soy amado, luego existo […] O qué tal: Me dueles, luego existo”. He aquí un gajo de la típica aforística diazhernandiana, desgranado en sus glosarios, que bien pudiera hallarse en la Laudato si o en Amoris Laetitia.
Pasó el tiempo en que los pontífices abrevaban en los clásicos. Ahora, prefieren plagiar a los escritorzuelos de bajo techado. Se nos fue la época de los papas rumiadores de doctores de la Iglesia o sabios de Salamanca. Ha llegado con Bergoglio el momento de calcar las ocurrencias de los sofistas. Lo más irritativo es que a esto se lo llame hacer “teología de rodillas”. A no ser que, dada la conocida afección futbolística de Francisco, el término aluda a los rodillazos que, a modo de brutales infracciones suelen cometer los jugadores imbuidos de torpeza cerril.
La colafización
Un antiguo ritual que pervivió al menos hasta el siglo XII, tenía lugar los Viernes Santos en aldeas capitales de Occidente. Las mayores autoridades de la comarca hacían comparecer en público al hebreo más destacado del terruño, y en presencia del público se le atestaba una simbólica bofetada, como para mantener viva la memoria del crimen del deicidio y la repulsa consiguiente a la que se haría acreedor todo aquel que del mismo no se retractase.
La ceremonia se llamaba la colafización. Palabra que hunde su raíz etimológica en el griego,kolafiðzw, pasando por el latín: colaphizo, y que en principio y simplificando significa castigar. Varias fuentes documentales nos han quedado como registro de tan significativo rito; y en tal sentido aconsejan los estudiosos volver sobre las páginas insospechadas de Bernhard Blumenkranz, Les auteurs chrétiens latins du Moyen Âge sur les juifs et le judaïsme, publicado en el año 2007, en la Collection de la Revue des Études Juives.
No tema el lector inquieto, ni se sobresalte el pío papólatra, que no estamos proponiendo una reedición del llamado Ultraje de Anagni, sucedido a principios del siglo XIV. Aquí no hay ningún Bonifacio VIII ni un Sciarra Colonna que le clave irrespetuosamente su mano en el rostro, si es que acaso así sucedieron los hechos.
Pero los símbolos tienen su valor y por eso mismo los traemos a la memoria. Y lo que estamos queriendo simbolizar es claro como el agua. Bergoglio merece un castigo, un escarmiento, un correctivo, una penalidad, una sanción. Si ha de ser, para empezar, una carta de cuatro cardenales, que lo sea. Si han de seguirse, como de hecho ya ocurre, otros varios cardenales más que lo cuestionan y objetan, que lo sea también. Si ha de ser un rebaño leal a la Verdad, y por eso cada vez más perplejo y reacio a obedecerlo, y cada vez más creciente, téngase por válido.Si ha de ser,al fin,un santo varón solitario que se atreva a decir que el rey no sólo anda por las calles engañando y nudo sino que ya no quiere oficiar de rey, qué irrumpa pronto ese caballero fiel y veraz.
Tome las formas que tomare la soba, este tránsito que está empeñado en dar del Iscariotismo a la Apostasía no puede quedar impune. Escandaliza y perturba. Y si remitimos al ritual colafizante, al modo de una alegoría, es porque ninguno como Bergoglio ha judaizado tanto a la Iglesia como él. Ninguno, hasta donde llega la memoria, se ha hecho socio y cómplice activo de la Sinagoga en la tarea imperdonable de descristianizar día a día la Barca que le fue confiada. Ninguno tan amable secuaz del pérfido enemigo bimilenario, motor y causa eficiente del resto de los enemigos que advinieron y vienen, siempre prontos para ultrajar a la Esposa.
Una afirmación, pues, ha de seguirse como válida en estas trágicas circunstancias. Recibida bajo las formas que fuere la colafización, no ha lugar para la proverbial respuesta: “Si he hablado mal dime en qué, y si no por qué me pegas” (San Juan, 18, 23). El razonamiento en este caso es inverso: el golpe le llega precisamente porque ha hablado mal. Y personalmente hace años que le estamos diciendo en qué. Desde que escribimos La Iglesia traicionada, hacia el ahora lejano 2009. Y aún antes también. ¿Para qué lado miraban entonces los electores del Cónclave cuando en este rincón surero del Sur de Hispanoamérica, se advertía con dolor las inconductas de tamaño sujeto?
Recen en mi
Aprendimos de un monje –montañés sapiente y artesano de la palabra laudante‒ a profundizar el sentido de aquella perícopa joánica que dice: “Si ves a tu hermano pecar, reza por él y le darás vida” (I San Juan, 5, 16). Y el susodicho monje nos hizo conocer además las páginas del maestro copto Matta el Meskin, tituladas “La oración por los demás: una grave responsabilidad”.
Hay en lo antedicho un misterio grande y luminoso –como son los misterios verdaderos‒ asociado tal vez al dogma de la Comunión de los Santos. Es el misterio de la sustitución vicaria. Rezo por el otro que no sabe lo que tiene que pedir; que ignora o viola lo que debe impetrar; que desconoce lo que le conviene suplicar cuando ora, agradecer cuando ruega, hacerse perdonar cuando implora. Rezo por el otro puesto en su pellejo, hecho su osamenta, transformado en su cuero. Rezo por el otro no como destinatario sino como sustituto. No en tanto receptor; antes bien como sucedáneo.
Junto a la justiciera colafización de Bergoglio pedimos y ejecutamos esta clase de plegaria. Lo pedimos y lo ejecutamos de todo corazón. Sincera y filialmente. No es el monocorde “recen por mí” lo que habremos de hacer en estos tiempos límites. Sino el “recen en mi”. Recen; recemos, poniéndonos en el lugar de este hombre descarriado, devenido de pastor en lobo, de centinela en mercenario, de bautizado en circunciso.
Recemos pidiendo su conversión.
Y no hay en esto asomo de ironía, mordacidad o guasa. Hay verdadera seriedad en las cosas, cuando las cosas no admiten regreso ni solución ni cura, si no interviene la Omnipotencia Suplicante, y acogiendo nuestra oración vicaria, la deposita en las manos del Hijo. Como cuando pequeño, Ella dejó en sus manos el saludo matutino y tempranero de un beso materno.
Misericordia et Misera
Lo mejor y más provechoso de esta Carta Apostólica, sin dudas, es que nos remite al bellísimo pasaje agustiniano, en el cual Cristo y la mujer adúltera se encuentran, a instancias de los fariseos. Quieren poner a prueba la reacción del Señor ante un caso flagrante de conducta pecaminosa y a la par ilegal.
Y El Señor habla y obra. Su conducta es parenética y a la par perfomativa. Esto es, que exhorta y amonesta, mientras realiza al hablar la acción evocada. Les dará a los sepulcros blanqueados una lección que nunca olvidarán. Le ofrecerá a la descarriada la única vía para no extraviarse. Y solos entrambos, huídos los feraces verdugos, el Rey que absuelve, la desposada que llora; ella que se marcha con el alma en vilo, y Él que se queda escribiendo sobre la tierra. Para que la tierra sepa que su juicio es transitorio y falible, y que por eso debe remitirse con seguridad y temor al juez que está en lo Alto.
Los salmos se escuchaban en la escena: “¡Aprended, jueces de la tierra!” (Salmo 2, 10). “Miró a la tierra y ésta se estremeció” (Salmo 103, 32).
El silencio se apoderó del paisaje. La inefabilidad señoreaba a sus anchas. Y la voz del Mesías retumbaba por las columnatas del templo, resonando hasta en la cima del Monte de los Olivos: el que esté libre de pecados que cause la primera herida con su cascote vengativo. El que no tenga dolo que se atreva a la primera sangradura. El incontaminado que lance con furia el ladrillo cercenante y odioso. “Señor, si tú mismo no me condenas, estoy salvada”…
Hay un silbo de piedras en la tarde homicida,
una mujer temblando como cimbran los trigos
cuando arrecia la siega despojando de abrigos
al fruto de los surcos tras la siembra crecida.
Una mujer apenas. Ni siquiera está erguida,
los crueles fariseos son jueces y testigos,
cada puño un guijarro,los labios son castigos.
Ella es la imagen misma de una rosa abatida.
Varón de los perdones celestes y terrenos,
Señor de la clemencia, maestro de mercedes,
por tus palabras justas los rencores crujían.
La miraste con esos, tus ojos nazarenos,
la vida de la gracia le muestras y concedes.
E inclinado hacia el suelo tus dedos escribían.
http://elblogdecabildo.blogspot.com.ar/
Y no hay en esto asomo de ironía, mordacidad o guasa. Hay verdadera seriedad en las cosas, cuando las cosas no admiten regreso ni solución ni cura, si no interviene la Omnipotencia Suplicante, y acogiendo nuestra oración vicaria, la deposita en las manos del Hijo. Como cuando pequeño, Ella dejó en sus manos el saludo matutino y tempranero de un beso materno.
Misericordia et Misera
Lo mejor y más provechoso de esta Carta Apostólica, sin dudas, es que nos remite al bellísimo pasaje agustiniano, en el cual Cristo y la mujer adúltera se encuentran, a instancias de los fariseos. Quieren poner a prueba la reacción del Señor ante un caso flagrante de conducta pecaminosa y a la par ilegal.
Y El Señor habla y obra. Su conducta es parenética y a la par perfomativa. Esto es, que exhorta y amonesta, mientras realiza al hablar la acción evocada. Les dará a los sepulcros blanqueados una lección que nunca olvidarán. Le ofrecerá a la descarriada la única vía para no extraviarse. Y solos entrambos, huídos los feraces verdugos, el Rey que absuelve, la desposada que llora; ella que se marcha con el alma en vilo, y Él que se queda escribiendo sobre la tierra. Para que la tierra sepa que su juicio es transitorio y falible, y que por eso debe remitirse con seguridad y temor al juez que está en lo Alto.
Los salmos se escuchaban en la escena: “¡Aprended, jueces de la tierra!” (Salmo 2, 10). “Miró a la tierra y ésta se estremeció” (Salmo 103, 32).
El silencio se apoderó del paisaje. La inefabilidad señoreaba a sus anchas. Y la voz del Mesías retumbaba por las columnatas del templo, resonando hasta en la cima del Monte de los Olivos: el que esté libre de pecados que cause la primera herida con su cascote vengativo. El que no tenga dolo que se atreva a la primera sangradura. El incontaminado que lance con furia el ladrillo cercenante y odioso. “Señor, si tú mismo no me condenas, estoy salvada”…
Hay un silbo de piedras en la tarde homicida,
una mujer temblando como cimbran los trigos
cuando arrecia la siega despojando de abrigos
al fruto de los surcos tras la siembra crecida.
Una mujer apenas. Ni siquiera está erguida,
los crueles fariseos son jueces y testigos,
cada puño un guijarro,los labios son castigos.
Ella es la imagen misma de una rosa abatida.
Varón de los perdones celestes y terrenos,
Señor de la clemencia, maestro de mercedes,
por tus palabras justas los rencores crujían.
La miraste con esos, tus ojos nazarenos,
la vida de la gracia le muestras y concedes.
E inclinado hacia el suelo tus dedos escribían.
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