La batalla por el Tribunal Supremo
El presidente electo Donald Trump prometió elegir jueces con un claro perfil provida y profamilia para el Tribunal Supremo, del mismo modo que su antecesor, cuando tuvo la ocasión, promocionó a jueces con un claro perfil a favor del aborto y la deconstrucción del matrimonio.
La politización de las instituciones, de la Fiscalía General del Estado al Tribunal Supremo, del FBI a la Fed, es el otro legado del presidente Obama. Ha puesto en marcha un movimiento pendular que será difícil de parar.
Democracias menos desarrolladas y con menos salvaguardas constitucionales frente a la presión del Ejecutivo, como la española, ya conocen los efectos que esta ocupación ideológica tiene a medio plazo en el sistema.
Todos los diarios están subrayando, desde el pasado miércoles, el valor estratégico del Tribunal Supremo en el giro cultural que se avecina.
Todos los diarios están subrayando, desde el pasado miércoles, el valor estratégico del Tribunal Supremo en el giro cultural que se avecina.
Al fallecer el juez Antonin Scalia en febrero, el presidente Obama propuso a Merrick Garland para sustituirlo, pero la mayoría Republicana en el Congreso lo bloqueó, consciente de que el perfil del señor Garland decantaría del lado progresista, de modo irreversible, la mayoría del Supremo.
En los Estados Unidos, un magistrado no puede ser removido del puesto. Las vacantes se crean cuando los jueces renuncian o fallecen.
El Tribunal Supremo tendrá que pronunciarse sobre asuntos como la posesión de armas, el cambio climático, el matrimonio homosexual o el aborto.
En los Estados Unidos, las diferencias de valores importan y, al contrario que en Europa, estos debates no se cierran en falso, con pactos de silencio o consensos artificiales.
Revocar la sentencia Roe vs. Wade de 1973, que legalizó el aborto, retirar los fondos a Planned Parenthood, restaurar la singularidad jurídica del matrimonio, todo eso estará sobre la mesa de los magistrados en los próximos cuatro años.
Se abre un ciclo de reversión cultural
De momento, dos jueces de perfil progresista que habían anunciado su jubilación, Ruth Bader Ginsburg, de 83, y Stephen Breyer, de 78, han decidido pensárselo mejor, para no crear más vacantes a disposición del presidente Trump.
De momento, dos jueces de perfil progresista que habían anunciado su jubilación, Ruth Bader Ginsburg, de 83, y Stephen Breyer, de 78, han decidido pensárselo mejor, para no crear más vacantes a disposición del presidente Trump.
Medios progresistas, como el New York Times, han empezado a apelar a los “filibusteros” de la frágil mayoría Republicana del Senado –se conoce como “filibusteros” a los díscolos, los versos sueltos, los disidentes, los outsiders– para que bloqueen el nombramiento de cualquier magistrado que el Times, portavoz de la cultura progresista de los Estados Unidos, considere demasiado conservador.
Serán años de una dura confrontación cultural, en una sociedad muy polarizada antes y después de estas elecciones.
Con voz propia
Serán años de una dura confrontación cultural, en una sociedad muy polarizada antes y después de estas elecciones.
Con voz propia
“El verdadero relato de esta campaña no es el nacimiento de una supuesta coalición de masas detrás de Donald Trump. El señor Trump ha ganado aproximadamente 59,6 millones de votos. En 2012, Mitt Romney ganó 60,9 millones. Barack Obama ganó 65,9 millones en esas mismas elecciones. En 2008, John McCain obtuvo 59,9 millones, mientras que Obama recibió 69,5 millones. Lo que significa que el señor Trump ha estado por debajo del rendimiento del señor Romney y a la par con el señor McCain en un electorado que ha crecido. No, estas no son las marcas de una nueva ola popular.” [Ben Shapiro, “The Lessons from –and the Myths about– Tuesday Night”, en The National Review, 10 de noviembre de 2016]
“[…] Pero Hammel no fue, ni mucho menos, la única persona con la que me encontré en mi reportaje que me hizo pensar en que [Donald] Trump había espoleado algo muy inusual. Algunas de esas personas jamás habían votado. Otras habían votado por Barack Obama. Ninguna de ellas era lo que se dice un votante Republicano tradicional. Algunas estaban en apuros económicos; otras estaban a un paso de esa situación y mirando con la cabeza gacha, con resentimiento, ante la creciente dependencia alrededor de ellos. Lo que compartían era tres cosas. Vivían en lugares que estaban en declive, y habían sido testigos y víctimas de ese declive. Carecían de vínculos con cualquiera de los dos grandes partidos, en un tiempo en el que, incluso dentro del área metropolitana de Dayton, los partidos se habían clasificado en campos ideológica y geográficamente dispares que dejó a muchos votantes en tierra de nadie. En tercer lugar, sentían un profundo desprecio por un disfuncional, hiper-ostentoso Washington que ellos veían como algo completamente alejado de sus vidas. Estos electores recién activados ayudaron a Trump a ganar no solo en los campos de batalla como Ohio e Iowa, sino en los Estados industriales del norte –Pensilvania, Michigan, Wisconsin–, que han sido de mayoría Demócrata toda la vida, sin los cuales él habría perdido frente a Hillary Clinton. A escala nacional, el margen de victoria del señor Trump entre la clase blanca trabajadora se elevó a los cuarenta puntos, quince más de los que obtuvo [Mitt] Romney en 2012.” [Alec MacGillis, “Revenge of the Forgotten Class”, en ProPublica, 10 de noviembre de 2016]
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