sábado, 21 de mayo de 2016

BENEDICTO XVI, EL FINAL DE LO VIEJO EL INICIO DE LO NUEVO, EL ANÁLISIS DE GEORG GÄNSWEIN

Presentación del libro de Roberto Regoli sobre Benedicto XVI. 


TEXTO COMPLETO DE LA INTERVENCIÓN DE MONSEÑOR GEORG GÄNSWEIN


En una de las últimas conversaciones que el biógrafo del papa, Peter Seewald, de Munich (Baviera) pudo tener con Benedicto XVI, al despedirse le preguntó: “¿Usted es el fin de lo viejo y el inicio de lo nuevo?”. respuesta del papa fue breve y segura: “Lo uno y lo otro”, respondió.

La grabadora ya estaba apagada; es por eso que esta última parte de la conversación no se encuentra en ninguno de los libros-entrevista de Peter Seewald, tampoco en el famoso “Luz del mundo”, el libro de Roberto Regoli.

De hecho, debo admitir que quizás es imposible resumir más concisamente el pontificado de Benedicto XVI. Y lo afirma quien en todos estos años ha tenido el privilegio de vivir una experiencia cercana a este papa como un clásico “homo historicus”, el hombre occidental por excelencia, que ha encarnado la riqueza de la tradición católica como ningún otro; y que -al mismo tiempo- ha sido tan audaz como para abrir la puerta a una nueva fase, por aquel giro histórico que nadie hace cinco años hubiera podido imaginar. Desde entonces, vivimos una época histórica que en la bimilenaria historia de la Iglesia no tiene precedentes.

Como en los tiempos de Pedro, también hoy la Iglesia una, santa, católica y apostólica continúa teniendo un único papa legítimo. Y aun así, desde hace tres años, tenemos dos sucesores de Pedro viviendo entre nosotros -que no se encuentran en una relación de competencia entre ellos-, y sin embargo, ambos, con una presencia extraordinaria!. Podríamos añadir que el espíritu de Joseph Ratzinger marcó previamente y de forma decisiva el largo pontificado de san Juan Pablo II, en el que fielmente se debe casi un cuarto de siglo como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Muchos perciben todavía hoy esta nueva situación como una especie de estado de excepción querido por el Cielo.

Pero ¿Ya ha llegado el momento de hacer un balance sobre el pontificado de Benedicto XVI? Por lo general, en la historia de la Iglesia, solo ex post los papas pueden ser juzgados y valorados correctamente. Y como prueba de ello, el mismo Regoli menciona el caso de Gregorio VII, el gran Papa reformador del medievo, que al final de su vida murió en el exilio, en Salerno -fracasado, a juicio de tantos de sus contemporáneos. Y sin embargo, fue precisamente Gregorio VII, en el centro de las controversias de su tiempo, quien plasmó de modo decisivo el rostro de la Iglesia para las generaciones que le siguieron. Tanto más audaz parece ser hoy el profesor Regoli, tratando de hacer en este momento un balance del pontificado de Benedicto XVI, aún en vida.

La cantidad de material crítico que por esta causa ha visionado y analizado es realmente impresionante. De hecho, Benedicto XVI es y continúa estando presente de manera extraordinaria con sus escritos: sean aquellos producidos como papa - los tres libros de Jesús de Nazaret y 16 volúmenes de enseñanzas que se han publicado durante su pontificado - sean los escritos como el profesor Ratzinger o cardenal Ratzinger, cuyas obras bien podrían llenar una pequeña biblioteca.

Y así, a esta obra de Regoli no le faltan notas a pie de página, numerosos son los recuerdos que despierta en mí. Porque yo estaba presente cuando Benedicto XVI, al final de su mandato, depuso el anillo del pescador, como ocurrió a la muerte de un Papa, aunque en este caso él estaba vivo todavía! Estuve presente cuando él, en cambio, decide no renunciar al nombre que había elegido, como hizo el Papa Celestino V cuando, el 13 de diciembre de 1294, a pocos meses del inicio de su ministerio, se convirtió de nuevo en Pietro dal Morrone.

Por eso, desde el 11 de febrero de 2013, el ministerio papal no es como ha sido antes. Es y sigue siendo el fundamento de la Iglesia católica; y sin embargo, es un fundamento que Benedicto XVI ha transformado profundamente y de forma duradera con su pontificado de excepción (Ausnahmepontifikat), respecto a cual el sobrio cardenal Sodano, reaccionando con inmediatez y simplicidad después de la sorprendente Declaración de renuncia, profundamente emocionado y preso del desconcierto, exclamó que aquella noticia resonó entre los cardenales presentes “ como un rayo en cielo despejado”. Era la mañana de aquel mismo día en que, por la noche, un rayo quilométrico con un ruido atronador golpeó la punta de la cúpula de San Pedro situada sobre la tumba del Príncipe de los apóstoles. Rara vez el cosmos ha acompañado más dramáticamente un punto de inflexión histórico. Pero la mañana de aquel 11 de febrero, el decano del Colegio cardenalicio, Angelo Sodano, concluyó su réplica a la Declaración de Benedicto XVI con una primera y análogamente cósmica valoración del pontificado, cuando al final dijo: “Cierto, las estrellas del cielo continuarán siempre brillando y así brillará siempre entre nosotros la estrella de su pontificado”.

Igualmente brillante y clarificadora es la exposición profunda y bien documentada de Don Regoli sobre las diversas fases del pontificado. Sobre todo la relativa al inicio, el cónclave de abril de 2005, del cual Joseph Ratzinger, después de una de las elecciones más breves de la historia de la Iglesia, salió elegido tras sólo cuatro votaciones, seguido de una dramática lucha entre el así llamado “Partido de la sal de la tierra” en torno a los cardenales, López Trujíllo, Ruini, Herranz, Rouco Varela y Medina y el denominado “Gruppo de San Gallo” en torno a los cardenales Danneels, Martini, Silvestrini y Murphy-O' Connor; grupo que recientemente, el mismo cardenal Danneels de Bruselas, de manera divertida ha definido como “una especie de mafia-club”. La elección fue seguramente el resultado de un enfrentamiento, la clave la había proporcionado el mismo Ratzinger como cardenal decano, en la histórica homilía del 18 de abril de 2005 en San Pedro; precisamente allí, donde a “Una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida solo el propio yo y sus propias ansias” contrapuso otra medida: “El Hijo de Dios y verdadero hombre” como “la medida de verdadero humanismo”. Esta parte del análisis inteligente de Regoli, hoy se lee casi como una obra de suspenso desde no hace mucho tiempo; mientras, en cambio, la “dictadura del relativismo” desde hace tiempo se expresa de modo abrumador a través de los muchos canales de nuevos medios de comunicación que, en el 2005, apenas podíamos imaginar.

Ya el nombre que usará el nuevo papa después de su elección fue, por lo tanto, un programa. Joseph Ratzinger no se convierte en Juan Pablo III, como tal vez muchos hubieran deseado. Se vincula sin embargo a Benedicto XVI con el incomprendido y desafortunado gran papa de la paz en los terribles años de la Primera guerra mundial -y a san Benito de Norcia, patriarca del monaquismo y patrono de Europa-. Yo podría comparecer como testigo para testimoniar que, en los años precedentes, nunca el cardenal Ratzinger había presionado para obtener el más alto puesto en la Iglesia católica.

En cambio, soñaba vivamente con una posición que le hubiera permitido escribir en paz y tranquilamente algunos últimos libros. Todos sabemos que las cosas no fueron así. Durante la elección, después, en la Capilla Sixtina, fui testigo de que experimentó la elección como un "verdadero shock" y se sintió "perturbado", sintió "como vértigo" tan pronto se dio cuenta que "el hacha" de la elección recaía sobre él. No desvelo ningún secreto porque fue el propio Benedicto XVI el primero en confesar todo esto públicamente con ocasión de la primera audiencia concedida a peregrinos llegados desde Alemania. De esta forma, no sorprende que fuera Benedicto XVI el primer papa que, justo después de su elección, invitó a los fieles a rezar por él, hecho que una vez más recuerda este libro.

Regoli esboza los diversos años del ministerio de manera fascinante y conmovedora, evocando la maestría y la seguridad con la que Benedicto XVI ejerció su mandato. Y que emergieron ya cuando, pocos meses después de su elección, invitó a una conversación privada tanto a su antiguo y ávido antagonista, Hans Küng, como a Oriana Fallaci, la agnóstica y combativa gran dama de origen hebraico de los medios de comunicación laicos italianos; o cuando nominó a Werner Arber, evangélico suizo y Premio Nobel, primer Presidente no católico de la Pontificia Academia de las Ciencias Sociales. Regoli no deja de mencionar la “falta de conocimiento de los hombres” que a menudo se ha atribuido al genial Teólogo en las sandalias del Pescador; capaz de valorar en modo genial textos y libros dificiles y que sin embargo, en el año 2010, con franqueza confió a Peter Seewald que las decisiones sobre las personas fueron difíciles porque “nadie puede leer en el corazón del otro”. ¡Cuánta razón tiene!

Justamente Regoli define ese 2010 como un “año negro” para el papa, y precisamente en relación al trágico incidente mortal ocurrido a Manuela Camagni, una de las cuatro Memores pertenecientes a la pequeña “Familia pontificia”. Puedo sin duda confirmarlo. Frente a tal desgracia, los sensacionalismos mediáticos de aquellos años -desde el caso del obispo tradicionalista Williamson hasta una serie de ataques siempre más malévolos contra el papa -, pudiendo haber tenido un cierto efecto, no golpearon el corazón del papa tanto como la muerte de Manuela, arrebatada tan repentinamente de entre nosotros. Benedicto no ha sido un “papa actor”, y mucho menos un insensible “papa autómata”; también en el trono de Pedro ha habido y ha permanecido un hombre: o, como diría Conrad Ferninand Meyer, no fue un “libro ingenioso”, fue “un hombre con sus contradicciones”. Es así que yo mismo he podido conocerle y apreciarlo cotidianamente. Y así sigue siendo al día de hoy.

Regoli observa que después de la última encíclica, "Caritas in Veritate", del cuatro de diciembre de 2009, un pontificado dinámico, innovador y con una fuerte carga desde el punto de vista litúrgico, ecuménico y canonista, de repente parece que de forma improvisada apareció “lento, bloqueado, enredado”. Su conducta hacia la solución sobre las cuestiones decisivas de los abusos ha sido y sigue siendo una indicación decisiva sobre cómo se debe proceder. Nunca ha habido un papa  que - junto a sus grandes obligaciones - haya escrito también libros sobre Jesús de Nazaret que ¿quizás serán también considerados como su legado más importante?

No es necesario que aquí me detenga sobre como él, que fue tan duramente golpeado por la repentina muerte de Manuela Camagni, más tarde sufrió también por la traición de Paolo Gabriele, miembro de la misma “Familia pontificia”. Y, sin embargo, está bien que yo diga de una buena vez y con toda claridad que Benedicto no renunció a causa del pobre y mal guiado ayudante de cámara, ni tampoco a causa de las “ghiottonerie” provenientes de su apartamento que, en el llamado “affaire Vatileaks”, circulaban por Roma como moneda falsa pero fueron comercializados en el resto del mundo como auténticos lingotes de oro. Ningún traidor o “topo” o cualquier periodista hubiera podido empujarle a esa decisión. Ese escándalo era demasiado pequeño para la magnitud del bien ponderado paso de histórica importancia milenaria que realizó Benedicto XVI.

La exposición de ese hecho por parte de Regoli merece consideración, ya que él no pretende sondear y explicar completamente esto último, paso misterioso; no promueve ese enjambre de leyendas con más supuestos que poco o nada tienen que ver con la realidad. Y yo también, testigo inmediato de aquel paso espectacular e inesperado de Benedicto XVI, tengo que admitir que por eso me viene de nuevo a la mente el notable y genial axioma con el cual en el medievo, Giovanni Duns Scoto justificó el decreto divino para la inmaculada concepción de la Madre de Dios: “Decuit, potuit, fecit”.

A saber: era conveniente, porque era razonable. Dios podía, por eso lo hacía. Yo aplico el axioma a la decisión de la renuncia del modo siguiente: era conveniente, porque Benedicto XVI era sabedor de que sus fuerzas estaban mermando, tan necesarias para un trabajo de tal envergadura. Podía hacerlo, porque desde hacía tiempo había reflexionado a fondo, desde el punto de vista teológico, sobre la posibilidad de Papas eméritos en el futuro. Así lo hizo.

La renuncia trascendental del papa teólogo ha representado un paso hacia adelante probablemente por el hecho de que el 11 de febrero de 2013, hablando en latín ante los cardenales sorprendidos, introdujo en la Iglesia católica la nueva institución del papa emérito”, declarando que sus fuerzas no eran las suficientes “para ejercitar de modo adecuado el ministerio petrino”. La palabra clave de aquella Declaración es munus petrinum, convertido como ocurre la mayoría de las veces -como “ministerio petrino”-. Sin embargo, munus, en latín, tiene una gran variedad de significados: puede querer decir servicio, encargo, guía o don, incluso prodigio. Antes y después de su dimisión, Benedicto ha entendido y entiende su tarea como la participación en tal “ministerio petrino”. Él ha dejado la cátedra pontificia y sin embargo, con el paso del 11 de febrero de 2013, no ha abandonado de hecho este ministerio. Él, en cambio, ha integrado el cargo personal en una dimensión colegial y sinodal, casi un ministerio en común, como si con esto quisiera confirmar una vez más la invitación contenida en aquel lema que el entonces Joseph Ratzinger escogió como arzobispo de Munich y Frisinga y que luego ciertamente se mantuvo como Obispo de Roma: “cooperatores veritatis”, que significa concretamente “cooperador de la verdad”. De hecho no está en singular, sino en plural, convertido de la tercera carta de Juan, en la que en el versículo 8 está escrito: “Tenemos que acoger a estas personas para convertirnos en cooperadores de la verdad”.

Desde la elección de su sucesor, Francisco, el 13 de marzo de 2013, no hay por lo tanto dos papas, pero de hecho el ministerio se expandió -con un miembro activo y un miembro contemplativo-. Por esto, Benedicto XVI no ha renunciado ni a su nombre, ni a la sotana blanca. Por esto, el apelativo correcto para dirigirse a él es todavía hoy el de “santidad”; y por esto, tampoco se ha retirado a un monasterio aislado, sino dentro del Vaticano - como si solo hubiera hecho un paso a un lado para dar espacio a su sucesor y a una nueva etapa en la historia del papado que él, con ese paso, ha enriquecido con el “eje” de su oración.

Ha sido “el paso menos esperado en el catolicismo contemporáneo”, escribe Regoli, y por el contrario, una posibilidad sobre la cual el cardenal Ratzinger ya había reflexionado públicamente el 10 de agosto de 1978 en Munich, en una homilía con ocasión de la muerte de Pablo VI. 35 años después, él no ha abandonado el encargo de Pedro -cosa que le hubiera sido imposible a consecuencia de su aceptación irrevocable del encargo en abril de 2005-. Con un acto de extraordinaria audacia él, en cambio, ha renovado este encargo (también contra las opiniones de consejeros bien intencionados y sin duda competentes) y con un último esfuerzo lo ha potenciado (como espero). Esto seguramente podrá demostrarlo únicamente la historia. Pero en la historia de la Iglesia quedará que aquel año 2013, el célebre teólogo sobre la Cátedra de Pedro se convirtió en el primer papa emeritus” de la historia. Desde entonces, su rol -me permito repetirlo una vez más-, es completamente diferente a aquel, por ejemplo, del santo Papa Celestino V, que después de su dimisión en el año 1294 quiso volver a ser eremita, convirtiéndose en cambio en prisionero de su sucesor Bonifacio VIII (al que debemos hoy en la Iglesia la institución de los años jubilares). Un paso como el realizado por Benedicto XVI hasta ahora nunca había sucedido. Por eso, no es sorprendente que para algunos haya sido percibido como un acto revolucionario, o por el contrario como absolutamente conforme al Evangelio; mientras otros todavía lo ven como el papado secularizado como nunca antes, y por lo tanto, más colectivo y funcional o simplemente incluso más humano y menos sagrado.

En su panorámica del pontificado, Regoli expone todo esto claramente como nadie antes lo ha hecho. La parte quizás más conmovedora de su lectura ha sido para mí el paso donde, en una larga cita, recuerda la última audiencia general de Benedicto XVI, el 27 de febrero de 2013 cuando, bajo un inolvidable cielo limpio y claro, el papa que dentro de poco habría dimitido, resume su pontificado de esta manera:
“Ha sido un trecho del camino de la Iglesia, que ha tenido momentos de alegría y de luz, pero también momentos no fáciles; me he sentido como San Pedro con los apóstoles en la barca en el lago de Galilea: el Señor nos ha dado muchos días de sol y de brisa suave, días en los que la pesca ha sido abundante; ha habido también momentos en los que las aguas se agitaban y el viento era contrario, como en toda la historia de la Iglesia, y el Señor parecía dormir. Pero siempre supe que en esa barca estaba el Señor y siempre sabía que la barca de la Iglesia no es mía, no es nuestra, sino que es suya. Y el Señor no deja que se hunda; es Él quien la conduce, seguramente también a través de los hombres que ha elegido, pues así lo ha querido. Ésta ha sido y es una certeza de que nada puede empañar”.
Debo admitir que, al leer estas palabras, ahora casi me vuelven las lágrimas a los ojos, tanto por haber visto personalmente, de cerca y de forma incondicional, como él mismo y su ministerio, se traduce en la adhesión del papa 
Benedicto a las palabras de San Benito, según las cuales “nada debe anteponerse al amor de Cristo”, nihil amori Christi praeponere, como se dice en la regla dictada por el Papa Gregorio Magno. Fui entonces testigo, pero todavía ahora sigo estando fascinado por la precisión de aquel último análisis en la Plaza de San Pedro que sonaba tan poético, pero que no era más que profético. De hecho, son palabras que aún hoy Francisco firmaría de inmediato y sin duda suscribiría. No a los papas sino a Cristo, al Señor mismo y a nadie más pertenece la nave de Pedro, batida por las olas en un mar en tempestad, cuando una y otra vez tememos que el Señor duerma y que no se preocupe de nuestras necesidades, mientras le basta una sola palabra para cesar todas las tormentas; cuando, en cambio, lo que nos hace caer continuamente en el pánico, más que las altas olas y el aullar del viento, es nuestra incredulidad, nuestra poca fe y nuestra impaciencia.

Así, este libro lanza de nueva una mirada consoladora sobre la pacífica imperturbabilidad y serenidad de Benedicto XVI, en el timón de la barca de Pedro en los dramáticos años 2005-2013.



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