El año 482, de parte del emperador bizantino Zenón, fue promulgado el “Henoticon” (Ενωτικόν) – un documento religioso con un contenido bastante vago, el que habría debido llegar a ser la base para la unión de los ortodoxos calcedonios con los monofisitas que rechazaron el Concilio en Calcedonia, de allí viene su nombre (traducido del griego significa la “epístola que une”). En su Henoticon el emperador Zenón confiesa todos los dogmas cristianos fundamentales, que no niega ninguno, reconoce la santidad y ortodoxia de los tres primeros Concilios Ecuménicos, es decir, del Niceno, Constantinopolitano y Efesino y especialmente acentúa la importancia de los doce anatematismos de San Cirilo de Alejandría. De esa forma, Zenón se niega a reconocer tanto el Segundo Efesiano como el Concilio en Calcedonia, donde los dos pretenden ser reconocidos como el Cuarto Ecuménico, pero los dos también atizaban las pasiones. El Henoticon no anatemizaba estos Concilios mismos, aunque en éste directamente se anatemiza cualquier tipo de enseñanza que no concuerda con los expuestos arriba criterios de la verdad: “A todo aquel que piense de manera diferente ahora o en cualquier momento en el pasado, sea eso en Calcedonia o en cualquier otro Concilio – nosotros anatemizamos”.
De esa forma, el Henoticon podía ser entendido tanto como un documento ortodoxo como monofisita. Las esperanzas de Zenón en la unión, no obstante, no se habían realizado, puesto que el dicho documento no fue reconocido ni por los que firmemente confesaban la Ortodoxia, es decir, las decisiones del Concilio en Calcedonia, ni por los que firmemente confesaban el monofisismo. De esa manera, en lugar de tener dos partes que luchaban entre sí, ahora se habían formado tres. Y aunque la mayoría de los obispos, obedientes al gobierno imperial, recibió el Henoticon, la influencia verdadera en el pueblo no la tuvieron ellos, sino los que eran sinceros en sus convicciones. Es más, este decreto llegó a ser la causa del primer cisma entre la Iglesia Occidental y Oriental. El Papa Félix de Roma en el año 484 condenó el Henoticon y excomulgó al Patriarca Acacio de Constantinopla por haber recibido ese documento. Los sucedientes Patriarcas de Constantinopla, Macedonio y Eutimio, condenaron el Henoticon, y por eso fueron enviados a la cárcel por parte del gobierno imperial; sin embargo, se negaban a excluir el nombre de Acacio de los Dípticos, puesto que él no confesaba formalmente ninguna herejía, ni tampoco fue condenado por algún tribunal canónico; antes bien, excluyeron los nombres de los Papas. Éste, el así llamado “cisma acaciano”, duró unos 35 años y terminó el año 518, durante el gobierno del emperador Justino I, con una participación activa del Papa Hormisdas.
“En el año 515 el Papa Hormisdas (+523) firmó el ‘libellus’, o sea la fórmula doctrinal (Formula Hormisdae), donde, junto con los anatematismos contra Nestorio, Eutiquio, Dióscoro, Timoteo Elure, Pedro Mongo, Pedro Knafeo, se pronunciaba el anatema contra el Patriarca Acacio de Constantinopla y fue expresado el pedimiento de que se acepte el Tomos del papa de Roma San León I el Grande, tal como la idea de la necesidad de estar en la unión con la cátedra romana como la guardadora de la doctrina ortodoxa inviolada. La suscripción de la Fórmula por parte de todos los Obispos orientales para Hormisdas era una condición necesaria para que ellos restablecieran la comunión con Roma” – dice la “Enciclopedia Ortodoxa” (1).
De verdad, el texto de esta Fórmula sirve como la expresión de una eclesiología absolutamente monárquica que ya fue prácticamente formada en Roma hasta aquel momento:
“Lo primero que es necesario para la salvación es preservar la verdadera fe y no apartarse de las decisiones de los Santos Padres. Nadie puede pasar en silencio lo dicho por el Señor nuestro Jesucristo: “Y yo también te digo, que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. Y a ti te daré las llaves del reino de los cielos; y todo lo que atares en la tierra será atado en los cielos; y todo lo que desatares en la tierra será desatado en los cielos” (Mateo 16, 18-19). Lo dicho por Él fue probado por la vida misma, ya que el trono apostólico siempre preservaba la fe católica intacta… Nosotros apoyamos y aprobamos las epístolas de San Papa León, dirigidas al mundo cristiano entero, siguiendo, como ya decíamos, en todo el trono apostólico y predicando todas sus decisiones. Y por eso espero ser digno de establecer la comunión con usted, como el representante del trono apostólico, por el que la verdadera e intacta fe cristiana se preserva firmemente” (2).
La “Enciclopedia Ortodoxa” así describe las circunstancias de la aceptación del Libellus Hormisdae:
“Al principio del año 519, el Papa Hormisdas envió a sus legados a Constantinopla, quienes tuvieron que entregar en Constantinopla el “libellus” y obtener las firmas de todos los Obispos orientales. Hormisdas añadió al “libellus” los anatematismos contra todos los sucesores de Acacio, aquí incluyendo a los Patriarcas ortodoxos Eutimio y Macedonio II como aquellos que no permanecían en la unión con Roma, tal como a todos los obispos que tenían comunión con ellos; sin embargo, acerca de eso no le informó al Emperador y al Patriarca de Constantinopla. Durante el viaje de los enviados del papa hacia Constantinopla, muchos de entre los Obispos firmaron el “libellus”, no obstante, el Arzobispo de Tesalónica consintió en aceptar la “Fórmula de Hormisdas” sólo a condición de que sea ratificada en Constantinopla.
El 25 de marzo del año 519, los legados pontificios fueron recibidos solemnemente en Constantinopla. El día siguiente, durante la recepción con el Emperador y en la presencia del Senado y de los Obispos, los legados leyeron el “libellus” y pidieron que lo firmen a fin de restablecer la unión con la Iglesia romana. El 27 de marzo el Patriarca Juan entró en el debate con los legados con respecto al anatematismo contra los sucesores del Patriarca Acacio, insistiendo en cambiar el texto de la “Fórmula de Hormisdas”, pero bajo la presión tanto del Emperador como del Senado, al Patriarca se le permitió sólo componer un corto preámbulo para el documento papal. El 28 de marzo, el Gran Jueves, en el castillo del Emperador, en la presencia de él, el Senado y el clero, el Patriarca firmó el “libellus” y permitió a los legados echar fuera de los Dípticos los nombres de Acacio y sus sucesores, tal como los de los Emperadores Zenón y Anastasio”.
En la suscripción de esta fórmula que sirvió como una condición necesaria para la reconciliación entre Oriente (mezclado con el tema de la unión con los monofisitas) y la Roma ortodoxa, es difícil no ver el testimonio de un gobierno absoluto del papado sobre la Iglesia entera. Pero, eso sólo a primera vista. Una consideración más profunda de los acontecimientos históricos, como sucede a menudo, puede cambiar nuestra idea acerca de éstos hasta una completamente contraria.
Así que, el papa de verdad pidió de los orientales que firmen un documento abiertamente “papista”. Pero, ¿cuál fue la reacción de los Patriarcas bizantinos ante este texto? ¿De verdad todos los obispos ortodoxos de Oriente aceptaron la Fórmula de Hormisdas?
El Patriarca de Constantinopla Juan II el Capadocio (518-520) de verdad aprobó el Libellus, pero puso su firma sólo después de que el preámbulo compuesto por él fue añadido al texto:
“Que sea sabido, Su Santidad, que yo, conforme a lo escrito de mi parte, concordando contigo en la verdad, renuncio a todos los herejes anatematizados de tu parte. Ya que considero las santas Iglesias tanto de la antigua como de nueva Roma como una sola, y determino que la cátedra del Apóstol Pedro y la de esta ciudad capital son una sola y la misma cátedra”.
En estas palabras, obviamente, el Patriarca Juan identifica la cátedra de Pedro con Roma y con Constantinopla al mismo tiempo, con lo que concuerdan no solamente los historiadores ortodoxos, sino que también, por ejemplo, un famoso historiador católico romano Frances Dwornik. En su artículo “Byzantium and the Roman Primacy” (3), Dwornik escribe que los griegos que firmaron la fórmula no estaban de acuerdo con las expresiones en ella, “con las declaraciones del Papa que amenazaban la independencia de su Iglesia”, por lo que precisamente, como lo vemos, fue necesario que el Patriarca Juan componga el preámbulo.
Aparte de eso, teniendo en cuenta de que la fórmula del Papa Hormisdas acepta las decisiones del Concilio de Calcedonia, la adición de parte del Patriarca Juan parece aún más lógica, ya que en su pensamiento él, antes que nada, seguía la regla 28 que afirma que, en primer lugar, Roma es la principal cátedra por el estatus de esta ciudad (“Los Padres legítimamente otorgaron los privilegios al trono de la antigua Roma, puesto que ésta era la ciudad imperial…”) y, en segundo lugar, que afirma que la nueva Roma (es decir, Constantinopla) fue privilegiada “con las mismas preferencias que la antigua Roma imperial”, a pesar de que era la segunda después de ella.
Justamente en tal forma, prácticamente corregida hasta que llegó a ser casi completamente contraria (a la original), el Libellus fue aceptado en el Patriarcado de Constantinopla.
Aún peor era la disposición hacia la fórmula de Hormisdas en los demás Patriarcados orientales. El emperador Justino escribió a Hormisdas sobre qué difícil era para muchos firmar el Libellus, ellos “consideraban la vida como más tormentosa que la muerte, puesto que tenían que condenar a los que ya están muertos, y cuya vida representaba la gloria para sus pueblos” – a Santos Patriarcas Eutimio y Macedonio, “culpables” únicamente por el hecho de que no los reconocía como legítimos el obispo de Roma, y le recomendaba ablandar las exigencias y expresiones de la “Fórmula”:
“A nosotros nos parece necesario actuar más blandamente y misericordiosamente… Ya que, no era por eso que nosotros hemos aceptado el Libellus, porque aspiramos (es desagradable siquiera hablar de eso) a la sangre y a los castigos; no lo hemos aceptado para que los desacuerdos minuciosos impidieran que se realice tan anhelosa unanimidad. ¿Qué sería mejor? ¿Si por algunas minucias una gran multitud se quede separada de nosotros o si, cediendo en lo poco, pueda ser posible corregir lo bastante y necesario desde cualquier punto de vista? Por eso te pedimos que cedas, y eso no referente a Acacio, a ambos Pedros, a Dióscoro o a Timoteo… Su Santidad, como lo hemos escrito arriba, ya dispone de los textos de petición de Oriente, los que nos fueron enviados a nosotros y contienen las opiniones y juicios de los obispos orientales. Como se ve, ellos firmemente se mantienen en estos juicios, y de ninguna manera quieren alejarse de ellos. Estos papeles con tan gran importancia, nosotros se los confiamos, puesto que hemos prometido enviárselos, por medio de Juan el reverendísimo obispo, para que su trono apruebe su contenido y se alcance la unión de las estimadas Iglesias por todas partes – y especialmente de la Iglesia de Jerusalén, a la que todos le dan el respeto, siendo la Madre del nombre mismo de los cristianos, y de la que nadie se atreve a apartarse” (4).
La Epístola de las Iglesias de Antioquía y Jerusalén al emperador Justino, la que él se la reenvió al Papa, se preserva hasta nuestros días:
“‘Sacaréis con gozo agua de las fuentes de la salvación’ (Isaías 12, 3) – clama el profeta pregonero Isaías, mostrando las fuentes de la salvación – la predicación de la verdad evangélica. De estas fuentes los bienaventurados Apóstoles y sus discípulos en el orden de la sucesión – los maestros sabios de la Iglesia sacaban el agua salvadora de la fe y regaban con ella la Iglesia, la que, manteniéndose firmemente en la roca de más alto de los Apóstoles, preserva la fe recta e inquebrantable, y fielmente clama junto con él hacia el Unigénito Hijo de Dios, diciendo: Tú eres Cristo, el Hijo del Dios viviente (Mateo 16, 16)” (5). Más adelante sigue la exposición detallada de la fe en la Trinidad y en la Encarnación de Dios, así como la expusieron los cuatro primeros Concilios Ecuménicos. En esta Epístola ni una sola vez fue mencionado el Papa o la Iglesia de Roma; como la única autoridad en los asuntos de la fe fue presentada la enseñanza de los Santos Padres y de los Concilios; los autores de la Epístola se niegan a condenar a Santos Macedonio y Eutimio. Un interés especial en la Epístola provoca el prefacio mencionado arriba, con la exposición del punto de vista eclesiológico de sus autores. Sin lugar a dudas, ellos se encuentran en la relación directa con la afirmación del Patriarca Juan el Capadocio de que la “cátedra de Pedro” es también la Iglesia de Constantinopla; los obispos orientales prácticamente siguen la eclesiología de San Cipriano de Cartago, la que afirma que toda legítima cátedra episcopal es indirectamente la de “Pedro”, puesto que ésa preserva la fe de Pedro.
En la respuesta a esa carta, el Papa exigió obligarles con violencia a los orientales a firmar el Libellus (de tal manera mostrando una disposición mucho más grande hacia la “sangre y los castigos” que el emperador). Sin embargo, la violencia también resultó inútil. Como escribe el protopresbítero John Meyendorff: “Muchos Concilios saludaron el restablecimiento de la conmemoración de Eutimio y Macedonio, negándose a someterse al Libellus romano que exigía que se ponga fin a esta conmemoración. En Tesalónica uno de los legados del Papa, el obispo Juan, habiendo visitado la ciudad (la ubicación de un vicario del Papa) con el propósito de exigir la suscripción del Libellus, fue expuesto a las ofensas de parte de la multitud. Doroteo el obispo local se negó a firmar el Libellus precisamente porque éste exigía renunciar a la conmemoración de los obispos respetados localmente. Doroteo, quien fue excomulgado de parte del Papa, fue rehabilitado en el Concilio en Heraclea y, con el apoyo del emperador, incondicionalmente restablecido en su cátedra” (6).
El año 520, después del Patriarca Juan, a la cátedra de Constantinopla llegó Epifanio. El Patriarca Epifanio escribió al Papa, explicando que “muchos de entre los reverendísimos obispos de Ponto y Asia y, ante todo, los que se denominan Orientales, consideraron difícil e incluso imposible borrar los nombres de sus antecesores… Ellos estaban preparados antes para afrontar cualquier peligro que realizar algo así” (7). El Papa Hormisdas, en su respuesta, le dotó plenos poderes de actuar en su nombre en el Oriente. Entendiendo que las tentativas de imponérselo al Oriente al Libellus, y con él, el punto de vista eclesiológico de Roma fracasaron, Hormisdas se rindió: él puso como la condición del restablecimiento de la comunión que se concuerden con la definición de la fe que no mencionaba los privilegios del obispo de Roma de antes (como fue expuesto en el texto primordial; n. del trad.):
“Puesto que su amor decidió mencionar en su carta y sobre los obispos de Jerusalén cuya confesión nos fue entregada, nosotros hemos considerado necesario leer atentamente lo escrito y dar una respuesta adecuada.
En cuanto que ellos guardan las decisiones de los Santos Padres, honran las bases de la fe de los Padres y no renuncian a lo que fue determinado por medio de los Padres y con sinergia del Espíritu Santo – todas esas decisiones o son perfectas y no tienen necesidad de que las completen, o son plenamente confiables y no pueden ser cambiadas, ya que por ellas fue detenido el veneno de las herejías… /aquí sigue la confesión de la fe en la Encarnación del Verbo y en la Trinidad, así como la exponen los cuatro primeros Concilios/… Por consiguiente, en cuanto que ellos preservan esas decisiones, así como las establecieron los Padres, creen en ellas y no rompen esas fronteras (ya que todo aquel que se desvía de ese camino a sí mismo se lleva a la niebla del error)… nosotros hemos decidido añadir un requisito más, para su salvación: si ellos quieren la unión con la Iglesia Católica (8), entonces de forma escrita tienen que entregar la misma confesión, con el mismo contenido que aquella que fue entregada a nuestros legados en Constantinopla o a su fraternidad, y que, después de haber sido establecida por usted, se nos envíe de cualquier manera posible” (9).
“‘Sacaréis con gozo agua de las fuentes de la salvación’ (Isaías 12, 3) – clama el profeta pregonero Isaías, mostrando las fuentes de la salvación – la predicación de la verdad evangélica. De estas fuentes los bienaventurados Apóstoles y sus discípulos en el orden de la sucesión – los maestros sabios de la Iglesia sacaban el agua salvadora de la fe y regaban con ella la Iglesia, la que, manteniéndose firmemente en la roca de más alto de los Apóstoles, preserva la fe recta e inquebrantable, y fielmente clama junto con él hacia el Unigénito Hijo de Dios, diciendo: Tú eres Cristo, el Hijo del Dios viviente (Mateo 16, 16)” (5). Más adelante sigue la exposición detallada de la fe en la Trinidad y en la Encarnación de Dios, así como la expusieron los cuatro primeros Concilios Ecuménicos. En esta Epístola ni una sola vez fue mencionado el Papa o la Iglesia de Roma; como la única autoridad en los asuntos de la fe fue presentada la enseñanza de los Santos Padres y de los Concilios; los autores de la Epístola se niegan a condenar a Santos Macedonio y Eutimio. Un interés especial en la Epístola provoca el prefacio mencionado arriba, con la exposición del punto de vista eclesiológico de sus autores. Sin lugar a dudas, ellos se encuentran en la relación directa con la afirmación del Patriarca Juan el Capadocio de que la “cátedra de Pedro” es también la Iglesia de Constantinopla; los obispos orientales prácticamente siguen la eclesiología de San Cipriano de Cartago, la que afirma que toda legítima cátedra episcopal es indirectamente la de “Pedro”, puesto que ésa preserva la fe de Pedro.
En la respuesta a esa carta, el Papa exigió obligarles con violencia a los orientales a firmar el Libellus (de tal manera mostrando una disposición mucho más grande hacia la “sangre y los castigos” que el emperador). Sin embargo, la violencia también resultó inútil. Como escribe el protopresbítero John Meyendorff: “Muchos Concilios saludaron el restablecimiento de la conmemoración de Eutimio y Macedonio, negándose a someterse al Libellus romano que exigía que se ponga fin a esta conmemoración. En Tesalónica uno de los legados del Papa, el obispo Juan, habiendo visitado la ciudad (la ubicación de un vicario del Papa) con el propósito de exigir la suscripción del Libellus, fue expuesto a las ofensas de parte de la multitud. Doroteo el obispo local se negó a firmar el Libellus precisamente porque éste exigía renunciar a la conmemoración de los obispos respetados localmente. Doroteo, quien fue excomulgado de parte del Papa, fue rehabilitado en el Concilio en Heraclea y, con el apoyo del emperador, incondicionalmente restablecido en su cátedra” (6).
El año 520, después del Patriarca Juan, a la cátedra de Constantinopla llegó Epifanio. El Patriarca Epifanio escribió al Papa, explicando que “muchos de entre los reverendísimos obispos de Ponto y Asia y, ante todo, los que se denominan Orientales, consideraron difícil e incluso imposible borrar los nombres de sus antecesores… Ellos estaban preparados antes para afrontar cualquier peligro que realizar algo así” (7). El Papa Hormisdas, en su respuesta, le dotó plenos poderes de actuar en su nombre en el Oriente. Entendiendo que las tentativas de imponérselo al Oriente al Libellus, y con él, el punto de vista eclesiológico de Roma fracasaron, Hormisdas se rindió: él puso como la condición del restablecimiento de la comunión que se concuerden con la definición de la fe que no mencionaba los privilegios del obispo de Roma de antes (como fue expuesto en el texto primordial; n. del trad.):
“Puesto que su amor decidió mencionar en su carta y sobre los obispos de Jerusalén cuya confesión nos fue entregada, nosotros hemos considerado necesario leer atentamente lo escrito y dar una respuesta adecuada.
En cuanto que ellos guardan las decisiones de los Santos Padres, honran las bases de la fe de los Padres y no renuncian a lo que fue determinado por medio de los Padres y con sinergia del Espíritu Santo – todas esas decisiones o son perfectas y no tienen necesidad de que las completen, o son plenamente confiables y no pueden ser cambiadas, ya que por ellas fue detenido el veneno de las herejías… /aquí sigue la confesión de la fe en la Encarnación del Verbo y en la Trinidad, así como la exponen los cuatro primeros Concilios/… Por consiguiente, en cuanto que ellos preservan esas decisiones, así como las establecieron los Padres, creen en ellas y no rompen esas fronteras (ya que todo aquel que se desvía de ese camino a sí mismo se lleva a la niebla del error)… nosotros hemos decidido añadir un requisito más, para su salvación: si ellos quieren la unión con la Iglesia Católica (8), entonces de forma escrita tienen que entregar la misma confesión, con el mismo contenido que aquella que fue entregada a nuestros legados en Constantinopla o a su fraternidad, y que, después de haber sido establecida por usted, se nos envíe de cualquier manera posible” (9).
Esta, la segunda Fórmula (ya corregida) fue aceptada por dos de los cuatro Patriarcas orientales: el de Alejandría decidió firmar este corregido Libellus el año 583 (10).
De esa manera, en su forma primordial la fórmula de Hormisdas no fue aceptada prácticamente en ninguna parte en el Oriente; el Patriarcado de Constantinopla concordó con ella sólo después de haber sido añadido un preámbulo importante eclesiológicamente que afirmaba la unidad, igualdad y una identificación fáctica entre la “cátedra de Pedro” y el trono de Constantinopla. El Patriarcado de Antioquía y la Iglesia de Jerusalén “a la que todos le dan el respeto, siendo la Madre del nombre mismo de los cristianos” y de la que, según la opinión del emperador Justino, es inadmisible apartarse en los asuntos de la fe (11), concordaron con la segunda confesión, la que fue ofrecida por Hormisdas y en la que ya no había ningún “papismo”. En fin, la Iglesia de Alejandría incluso ésta, la segunda versión de la Fórmula, la aceptó después de diez años.
Es obvio que en su forma primordial el Libellus Hormisdae representa no más que un monumento de la eclesiología papal que en aquella época fue creada, el que no posee ninguna importancia canónica y en los asuntos de la fe – para la Iglesia Ortodoxa Católica. La historia de la lucha (y de la victoria en esta lucha) de los obispos orientales en contra de las implicaciones eclesiológicas de la dicha “Fórmula” es un ejemplo regular del rechazo, de parte de la conciencia católica, de los tentativos de pervertir la doctrina verdadera.
Notas:
(1) http://www.pravenc.ru/text/166221.html
(2) https://ru.wikisource.org/wiki/Libellus_Hormisdae
(3) https://www.catholicculture.org/culture/library/view.cfm?recnum=1355
(4) PL 63, 507-508
(5) PL 63, 508
(6) https://predanie.ru/meyendorf-ioann-protoierey/book/71912-edinstvo-imperii-i-razdeleniya-hristian/
(7) PL 63, 498
(8) En el texto en latín: de la unidad de la comunión apostólica.
(9) PL 63, 521-522
(10) Denny, Edward. Papalism. London, 1912. P. 412
(11) En este contexto, sería interesante acordarse del hecho de que precisamente el Patriarca de Jerusalén, San Sofronio, era el guardador de la doctrina ortodoxa, cuando en la herejía de monotelismo cayó el Papa Honorio de Roma.
Fuente: https://vk.com/@photian-formula-hormisdae
Traducido al castellano por Марко Дашић
La Ortodoxia
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