Los textos bíblicos de este domingo tienen como eje principal la vocación o llamado de Dios dirigido a cada uno de nosotros.
Por el Padre Ricardo B. Mazza
El libro de Samuel presenta el llamado a una vida de consagración por medio del profetismo y el sacerdocio. El evangelio evoca la búsqueda del hombre por encontrarse con el Señor, impulsada por el testimonio de quien se encontró ya con Él, y el posterior seguimiento. El texto de san Pablo refiere a la vida de santidad propia de nuestra condición de hijos de Dios.
El primer libro de Samuel (1 Sam. 3, 3b-10.19) muestra la iniciativa divina que convoca a su servicio a Samuel, centro de su predilección. En efecto, su madre Ana, estéril, esposa de Elcaná, ofrece agradecida a Dios el don de su hijo varón.
De allí que lo encontremos en el templo asistiendo al sacerdote Elí.
De inmediato advertimos su disponibilidad al servicio cuando afirma tres veces, ante otras tantas que escucha su nombre, “Aquí estoy porque me has llamado”. No dice curiosamente ¿por qué me has llamado?, como requiriendo una explicación porque se lo ha nombrado, sino, “aquí estoy porque me has llamado”, manifestando su entera voluntad a lo que se le pida.
Y Elí le mostrará –como si fuera “un guía espiritual”- que es Dios quien lo llama y a Él debe responder. “Habla Señor que tu siervo escucha”, dirá Samuel la cuarta vez que escucha su nombre. Y de esta experiencia de encuentro con Dios quedará marcada su misión como sacerdote y profeta en la vida del pueblo elegido, siendo quien ungirá a David como rey de Israel y de cuya descendencia nacerá el Mesías.
Este texto de la sagrada escritura nos muestra, pues, la iniciativa de Dios que llama a alguien concreto para una misión, y cómo la respuesta inmediata del convocado transforma su vida y la de aquellos entre quienes deberá actuar por voluntad de quien lo envía.
En el texto del evangelio (Juan 1, 35-42) nos encontramos con idéntica situación. Juan Bautista junto a dos de sus discípulos ve pasar a Jesús y dirá “este es el Cordero de Dios”. Es consciente de su misión de preparar a esos hombres y presentárselos a Jesús, ya que no son sus discípulos, sino de Él.
No estaba atado a ellos, ni buscaba que lo tuvieran como centro de sus vidas. Por eso se dirigen a Jesús quien les pregunta “¿qué buscan?”. “Señor, ¿dónde vives?” le responden, para escuchar enseguida “vengan y lo verán”. “Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con Él aquél día. Eran como las cuatro de la tarde”-señala el texto bíblico.
El encuentro con Jesús fue prolongado y, al igual que la experiencia de Samuel con Dios, se mantiene en secreto. Han quedado tan marcados por Jesús, que uno de ellos, Andrés, le dirá a su hermano Simón que han encontrado al Mesías. Simón recibe en ese momento, ya en semilla, su futura misión, ya que se le cambia el nombre por Cefas, es decir, piedra.
El encuentro con Jesús deriva por lo tanto no sólo en una adhesión personal con su persona y enseñanza, sino que también se prolonga en el apostolado, en el anuncio del mensaje salvador.
Es este un llamado que comienza con la búsqueda del Señor, inspirada por la gracia, que cuenta con la libertad humana en la respuesta y se sella en la misión posterior, ya que la alegría de ver y vivir con Jesús lleva siempre a la decisión de hacer conocer tal vivencia a los demás.
En la segunda lectura escuchamos a san Pablo, que aunque se dirige a los cristianos de Corinto (I Cor. 6, 13c-15ª.17-20), nos presenta el llamado a la santidad a la que somos convocados todos, cada uno según la misión que le toca vivir en la Iglesia y en el mundo. En el texto de referencia se enseña la doctrina de la castidad cristiana en el amplio marco de la sexualidad humana.
Por el hecho de ser varón o mujer, cada persona posee su propia identificación en el mundo. El cuerpo humano que nos ha sido dado es ennoblecido en la creación misma, por ser cada uno imagen y semejanza de Dios, y se profundiza esta realidad por la consagración al Señor realizada por el bautismo.
Al ser elevado el cuerpo humano cuando el Hijo de Dios toma nuestra carne para ingresar en el tiempo, advertimos que no fue creado para la degradación, “el cuerpo es para el Señor”, sino para ser instrumento de la unión con Él.
Respecto a esto hemos de advertir que el espíritu del mal, es decir, el demonio, en el exordio de nuestra historia, mereció su condenación por no querer adorar al Hijo de Dios encarnado. No soportaba la humanidad de Cristo prevista por el Padre. De allí su odio hacia el hombre, no sólo por ser preferido por Dios a pesar de su naturaleza inferior a la angélica, sino porque lo humano-corporal fue asumido por el Hijo.
Y así, el demonio trata de influir en nuestro tiempo por medio de la moda, de las ideologías materialistas, por los medios de difusión y por los sedicentes sexólogos, que cada uno es dueño de su cuerpo, - por lo tanto no pertenece al Señor, ni por creación, ni por gracia- y puede hacer lo que le viene en gana.
Este dogma pagano vigente hoy en nuestros días, “soy dueño de mi cuerpo”, se visualiza especialmente en el aborto, en el suicidio, en las adicciones y en los desórdenes sexuales de todo tipo.
San Pablo es muy claro cuando insiste en que somos templos del Espíritu Santo, y que no nos pertenecemos a nosotros mismos sino sólo a Dios.
Esta advertencia no sólo esclarece la confusión reinante en nuestros días incluso en el mundo católico, acerca de este “dogma” que se venera como verdad revelada, sino que nos interpela a disponernos a vivir según los criterios de la Palabra de Dios y no con los del mundo de hoy.
Este “dogma” que idolatra el disfrute corporal en todos los ámbitos de la vida, sin control, ni medida, sin respeto por el orden natural, y sin referencia ética alguna, apunta en definitiva a denigrar la encarnación del Hijo de Dios, ya que reduce el cuerpo al placer sin referencia alguna a la santificación humana.
Una anécdota puede ilustrar lo que estoy diciendo. Un joven me decía hace un tiempo que “cuando en la calle vemos algunas personas con ciertos pantaloncitos y lo que contienen los mismos, y movimientos sugerentes, es imposible pensar en el cuerpo como templo del Espíritu Santo”. Y tiene razón, ¡si hasta en la Iglesia vemos esas actitudes en los cristianos que hacen pensar en el cuerpo más bien como templo de la lujuria!
No nos dio Dios el cuerpo para tentar a los demás, ni como medio de seducción, sino para ser templos del Señor.
Cuanto más el ser humano rinde culto al cuerpo, menos se orienta a Dios, ya que el orden espiritual pasa a segundo plano.
Hablar de estas cosas en nuestros días puede sonar mal, incluso a nuestros oídos católicos, ya que los mensajes recibidos a diario desde la sociedad son diferentes a las enseñanzas de Jesús. De allí la urgencia de regresar a la Palabra de Dios y dejarnos iluminar por ella que nos muestra el ser y el obrar de nuestra condición de hijos de Dios.
Esta Palabra de Dios nos ayudará a cambiar radicalmente para volver a ser lo que Dios quiere de nosotros. Pero será necesario, eso sí, que como Samuel estemos dispuestos a decir “habla Señor que tu siervo escucha”.
Si no reconocemos que es poca o nula la influencia que tiene sobre nosotros la persona, vida y enseñanza de Jesús, es imposible iniciar un camino nuevo que nos permita vivir según nuestra condición de bautizados.
El Año de la Fe al que ha convocado Benedicto XVI a toda la Iglesia a partir del próximo 11 de octubre –en el cincuenta aniversario de la Apertura del Concilio Vaticano II y a los veinte años de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica- nos permitirá “redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo” (Carta Apostólica Porta Fidei nº 2).
Hermanos: pidamos al Señor que nos ilumine para descubrir lo que hemos de ser y vivir cada día, abiertos con docilidad para escucharle y seguirle.
Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el 2do domingo durante el año. Ciclo “B”. 15 de enero de 2012. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com/.
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