La misma ley que otorga al niño por nacer el derecho a heredar le niega el incuestionable derecho a vivir.
Nuevamente se pone sobre el tapete legislativo el tratamiento de distintos proyectos que pretenden legalizar el aborto sobre la base falaz de estadísticas que, similares a las que difunde el Indec e igualmente poco confiables, logran por el efecto de la repetición, crear un sensible estado de emoción en los ciudadanos que podría inclinarlos a apoyar soluciones que no son tales.
Se menea con total irresponsabilidad periodística la cifra según la cual en la Argentina se practican unos 500.000 abortos clandestinos por año. Algunos refieren 480.000, otros hablan de un millón, variabilidad que torna cuando menos dudoso cualquier análisis.
Otro argumento que se esgrime, y que no es menor, indica que los abortos clandestinos que la legislación en tratamiento buscaría evitar, provocan la muerte de entre 80 y 100 mujeres por año.
Ahora bien, por separado, ambas cifras impactan fuertemente en el ánimo del observador, pero si se analizan juntas conducen a un estado de perplejidad y desconfianza que invalida todo debate y discurso sobre la delicada cuestión. En efecto, si estas cifras fuesen ciertas, la primera conclusión a sacar es que el sistema clandestino de abortos goza de una altísima eficacia médica.
Si, como todo parece indicar, el antiguo método del perejil, la gelatina o la consabida aguja "asesina" continúan aún funcionando, lo hacen con resultados muy alentadores. De hecho, según estos números, de los 500.000 abortos clandestinos, las fatales consecuencias para las madres sólo alcanzan al 0,02 por ciento, vale decir que ocasionan 100 muertes por año, poniendo en evidencia una eficacia altísima si consideramos los escasos medios de quienes practican estas cirugías ilegales. De más está decir que con esto no se puede pretender de ninguna manera justificar los abortos clandestinos.
Lo que sí buscamos es llamar la atención sobre el resultado matemático: no parece razonable que si hay 500.000 operaciones realizadas en condiciones precarias, sólo resulten fatalmente afectadas el 0,02 por ciento de las madres que se las practican. No resulta creíble, y en todo caso sería preferible que pudiera rebatirse este argumento. Se habla también de un subregistro de mortalidad y problemas vinculados a prácticas abortivas a partir de que los ingresos en las guardias hospitalarias suelen darse por complicaciones posteriores que no dan debida cuenta del real origen de la dolencia.
Ni una sola muerte debería producirse si ello fuese científicamente evitable, pero dudamos de que la aprobación de la legislación por tratarse, que incluye la transferencia de estas cirugías al ámbito de los hospitales públicos, produzca mejores resultados. Se podría concluir que la medicina casera y clandestina es altamente eficaz o que las cifras son falsas.
Tan grave como esta sospecha es el silencio estremecedor sobre las cifras de los niños muertos. Si se practican 500.000 abortos por año, 500.000 son los bebes que ven truncado su derecho a la vida constatable a partir de datos científicos como el ADN común a ambos padres desde la concepción, la independencia del cuerpo de la mujer a las dos semanas, el latido del corazón del niño a los 21 días, y el hecho de que a las 11 semanas se chupa el dedo, como se puede apreciar en una pantalla.
Estos pequeños que se ven cada día con mayor claridad merced al progreso tecnológico de las ecografías en cuatro dimensiones son los que mueren en cada aborto. Y aún así nadie los nombra, ni constituyen parte destacada de una estadística que ignora su real protagonismo.
Parecería que, con tal de justificar el aborto, la manipulación interesada de cifras está a la orden del día, con distintas lecturas. Pero sería conveniente, aconsejable, y sobre todo justo y humano, que se verificaran los números, que se los publicara completos y que se terminara con la falacia de que el que muere es "un trozo de tejido de la mujer" sobre el cual ésta tendría derecho a decidir. No puede entenderse que, sobre estadísticas falaces, la misma ley que otorga al niño por nacer el derecho a heredar le niegue el incuestionable derecho a vivir.
Editorial La Nacion
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