lunes, 20 de junio de 2011
“BAJO LA GUÍA DEL ESPÍRITU DE JESÚS, VIVAMOS COLMADOS POR LA VIDA DIVINA”
El don de la sabiduría nos permite saborear lo que proviene del Señor y nos hace sentir cada vez más unidos a Él, mientras que por el de la piedad crecemos en el fervor por nuestro trato amical con Dios.
Por el Pbro. Ricardo Mazza
Celebramos hoy la fiesta de Pentecostés en la que se actualiza el momento en que es enviado al mundo el Espíritu del Padre y del Hijo, que por ello se llama Santo, y continúa la obra de Jesús en la Iglesia hasta el fin de los tiempos. Es el mismo Espíritu insinuado en la creación del mundo cuando el Génesis (1,2) recuerda que el “espíritu de Dios aleteaba sobre la superficie de las aguas” otorgándole así la vitalidad que necesitaba todo lo creado.
Es el espíritu que Dios da al mismo hombre que formó del polvo de la tierra, soplando “en sus narices un aliento de vida, y existió el hombre con aliento y vida” (Gén.2, 7), creándolo a su imagen y semejanza (Gén.1, 27).
Es el espíritu que se manifestó en el monte Sinaí cuando Moisés recibe las tablas de la ley y se concreta la alianza entre Dios y el hombre de manera que se pudiera realizar aquello de “Yo seré el Dios de ustedes y ustedes serán mi pueblo, si escuchan mi palabra y la cumplen”. Encuentra así el hombre la oportunidad de caminar al encuentro de Dios viviendo su ley.
Es el Espíritu que exhala Jesús en el momento de morir, afirmando el evangelio que “dando un gran grito” (Lc.23, 46), “entregó el espíritu” (Jn. 19, 30) a la Iglesia nacida de su costado, para su misión futura.
Entrega a la Iglesia que reafirma el Señor cuando en el mismo día de la Pascua dejando a sus discípulos su Paz, proveniente de su realidad de resucitado, les dice “reciban el Espíritu Santo” (Juan 20,19-23).
Junto a ese don tan grande les encomienda perdonar los pecados a quienes estén arrepentidos de corazón para que puedan ingresar a la vida nueva de la gracia, pero retenerlos a quienes se rehúsan a reconocer sus culpas y deciden permanecer en el apartamiento de su Creador.
Es el mismo Jesús que envía a los discípulos a llevar su mensaje, la buena nueva, e ilumina con el Espíritu sus inteligencias fortaleciéndolos en el ejercicio de su misión, para que se mantengan fieles al Dios de la alianza.
Por otra parte este Espíritu es quien muestra la novedad de la Iglesia como Católica.
En efecto, en el monte Sinaí, en el Pentecostés del Antiguo Testamento, es el pueblo de Israel quien realiza la Alianza con su Dios. En el Pentecostés cristiano se advierte enseguida la universalidad de los destinatarios de la nueva alianza en la persona de los judíos de la diáspora llegados a Jerusalén de todas las naciones conocidas entonces.
De allí se explica que a pesar de que hablan diferentes idiomas comienzan a entender, cada uno en su lengua de origen, la manifestación del Espíritu.
“¿Acaso no son todos estos hombres galileos? ¿Cómo que cada uno de nosotros los oye en su propia lengua?” (Hechos 2, 1-11). Se trata de la acción del Espíritu por el “don de lenguas”, presente en la Iglesia en un primer momento como una forma concreta de manifestar la universalidad de la Iglesia, que es católica, no atándose a pueblo determinado alguno, sino abierta a todas las culturas, a todos los pueblos, por la acción del Espíritu que trabaja en cada uno para el bien de todos.
Y así este hecho del Pentecostés cristiano marca un nuevo comienzo, un llamado a todos los hombres de buena voluntad.
Nos dice el libro de los Hechos de los Apóstoles que se encontraban en la ciudad de Jerusalén “judíos piadosos venidos de todas las naciones”, judíos que buscaban sinceramente a Dios y que recibieron el Espíritu como primicia del Cristo resucitado para incorporarse con nuevas fuerzas a esta comunidad naciente que es la Iglesia.
Las lenguas de fuego están indicando no sólo la luz que esclarece las inteligencias para comprender el hecho de Pentecostés, sino también la fuerza de la caridad para seguir en la imitación permanente de Cristo bajo la acción de su Espíritu que viene a transformar el corazón humano.
De allí la importancia, queridos hermanos, que nosotros mismos nos dispongamos dócilmente a la acción nueva del Espíritu Santo que nos va modelando según Cristo, suscitando nuestras inspiraciones para el bien, para nuestra amistad con Dios.
El Espíritu muestra su riqueza por medio de la diversidad de dones, dice San Pablo (1 Cor.12, 3-7.12-13). En efecto, en la Iglesia que es Una, existe diversidad de dones, ministerios y actividades, pero es el único Dios el que realiza todo en todos manifestándose el Espíritu en cada uno diversamente.
Cuando en la Iglesia hay enconos, rivalidades o divisiones, no se está viviendo bajo la acción del Espíritu Santo, no se ha comprendido que la diversidad de dones enriquece a la Iglesia. La diversidad de dones, por tanto, no debe ser motivo de envidias, de peleas y recelos, sino que por el contrario hemos de ponernos al servicio de la comunidad toda a través de lo que el espíritu nos va inspirando, nos va mostrando, sabiendo que en la presencia y servicio más simple, hacemos presente al Señor. No es en el bullicio, o en las apariencias donde se manifiesta el Espíritu, sino por medio del silencio, de la sencillez, de todo lo que implique que nosotros desaparecemos para que se haga presente la acción divina.
La secuencia que hemos escuchado recién describe las maravillas que Dios realiza en nosotros por su Espíritu. Descanso en el trabajo, templanza en las pasiones, nos ayuda a vencer lo que nos aparta de Dios, alegría en nuestro llanto, encontrando en Dios el consuelo en medio de nuestras lágrimas y el dolor. El Espíritu nos hace entender que sin la ayuda de Dios, nada podemos hacer, ni cosa alguna es inocente en el hombre. Viene a purificar nuestro interior dándonos el don de la misericordia que Cristo dejó a sus discípulos. El Espíritu suaviza la dureza de nuestro corazón, haciéndonos cada día más permeables a la gracia de Dios. Nos da el calor del amor de Dios para desterrar la frialdad que a veces soportamos en nuestro interior. Corrige nuestros desvíos y nos colma con los siete dones que perfeccionan.
El don de ciencia nos permite descubrir la voluntad de Dios en el caminar por este mundo, mientras que por el don de entendimiento penetramos su misterio en medio de los interrogantes que nos presenta la vida.
El don de la fortaleza dada las dificultades y tentaciones de cada día, nos capacita para dar testimonio de nuestra fe y no ceder ante el maligno.
El consejo versará siempre sobre qué camino tomar para ser santos y evitar el mal, mientras que por el don del temor de Dios movidos por el amor, tememos ofenderlo por nuestras acciones.
El don de la sabiduría nos permite saborear lo que proviene del Señor y nos hace sentir cada vez más unidos a Él, mientras que por el de la piedad crecemos en el fervor por nuestro trato amical con Dios.
Hermanos, impulsados por el Espíritu, llevemos al mundo el mensaje salvador de Jesucristo, prolongando su ministerio entre nosotros. Sintámonos enviados por el Señor para llevar su Buena Nueva, para transmitir al mundo que sin Él nada podemos hacer.
Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la fiesta de Pentecostés. (Ciclo “A”). 12 de Junio de 2011. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com
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