Por César Valdeolmillos Alonso
En el Palacio de Congresos de Torremolinos, se ha elegido recientemente, por vez primera en nuestro país, la Abuela de España. No se trataba de un concurso de mises de edad más o menos madura. El objetivo de esta muestra, en la que han participado diecisiete abuelas españolas —una por cada comunidad autónoma— era exaltar y rendir homenaje a la entrañable figura de la abuela. La abuela de hoy, la de nuestros días. La abuela de España 2011, además de tener nietos y de reunir todos los atributos propios de la abuela tradicional, debía ser una abuela simpática, elegante, dinámica… Es decir: una abuela moderna y con carisma.
El conocimiento de esta iniciativa, me produjo una gran satisfacción. Por fin alguien se acordaba de los mayores. De esos mayores, con frecuencia tan olvidados. Tan olvidados, que no sabemos ni cómo hemos de llamarles. ¿Tercera edad? ¿Personas mayores? ¿Viejos? ¿Abuelos? ¿Ancianos? O algo tan cursi y relamido como ¿Edad dorada?... Cada denominación tiene sus condicionamientos y la disyuntiva no es trivial. En el fondo, el no saber cómo se les debe denominar, revela la perplejidad y desorientación ante el papel que debe estar llamada a desempeñar en la vida cotidiana la figura de nuestros mayores. ¿Dónde se les coloca? ¿Cómo se les valora? ¿Cómo se les ha de tratar? ¿Qué hacer para que no se automarginen, para que intervengan en el devenir de la sociedad?
Es una triste realidad comprobar cómo nuestra sociedad, esa sociedad que sobre todo valora la apariencia externa de la juventud, excluye a sus mayores y ellos mismos, resignados, parecen en muchos casos dispuestos a arrinconarse en el furgón de cola; el del farolillo rojo que anuncia el final.
Es como si la juventud hubiese de perdurar indefinidamente. Cada arruga es una repulsiva cicatriz que debemos ocultar, en lugar de experimentar la feliz constatación de que seguimos viviendo, disfrutando del enriquecimiento como seres humanos que siempre proporciona el paso del tiempo, gozando de otros placeres anteriormente desconocidos o insuficientemente valorados.
Creo sinceramente que nuestra sociedad está perdida, desorientada. Pienso que no encuentra el lugar adecuado para cada uno de nosotros. Sí, porque resulta un contrasentido absoluto el que cuando el hombre a descubierto el camino que ha de seguir para vivir más años y el número de mayores aumente y sea más numeroso, al mismo tiempo se le rechace y cada vez, a más temprana edad. Ese mismo hombre que ha empleado sus mejores recursos para lograr la prolongación de la vida, al mismo tiempo se afana en marginar a sus semejantes cuando llegan precisamente a la edad en que comienza el alargamiento de su existencia. A partir de determinada edad, se es rechazado y arrojado del tejido de la vida activa. Esta realidad, quien la constata con mayor amargura, es aquel que se queda en paro a los cincuenta años y —por más que llame— no encuentra ya lugar en el que le abran la puerta.
Para que la sociedad nos acepte, hemos de ser eternos triunfadores, brillar, ofrecer siempre una imagen impoluta, irreprochablemente atractiva. En una sociedad que ha dado la espalda a los valores de sus mayores, basada en lo puramente material y alimentada por la insaciable voracidad de la pugna competitiva, constituye un descrédito no ganar más cada día para poder ostentar las marcas de mayor prestigio; hemos reemplazado los valores por los productos de consumo de lujo.
Vivimos inmersos en el deseo, en el anhelo imaginado de atrapar y retener para siempre la juventud, un empeño tan estéril e irreal como la imagen que nos devuelve el espejo. Nos encontramos inmersos en una situación que me recuerda a Dorian Grey, el personaje de la célebre novela de Oscar Wilde, que vendió su alma al diablo a cambio de la eterna juventud. Él se mantenía joven y seductor, mientras en su alma se iba almacenando la putrefacción de una vida basada únicamente en los placeres materiales. Hoy día, donde quiera que nos encontremos, nos encontraremos con Dorian Grey.
Nuestra sociedad, parece haber reducido el ciclo de la existencia a una sola de sus fases: la del joven adulto, que después de largos años de estudio y trabajo, quiere gozar largo tiempo de sus bienes materiales y de los privilegios adquiridos. No nos damos cuenta de que los cuarenta son la vejez de la juventud y los cincuenta, la juventud de la vejez.
Es la nuestra, una sociedad en la que sus mayores, de alguna manera, se sienten “extraños” en un mundo del cual ya no comparten, ni los valores, ni las acciones. ¿Para qué hemos prolongado el ciclo de la vida, si hemos configurado una existencia en la que vivir más, se ha convertido en un problema?
Contrariamente al criterio que esa sociedad mantiene sobre los mayores, la madurez no es simplemente una etapa de quebrantos y declive; es un período de plenitud; es la edad del dar. En la niñez, la necesidad esencial es recibir, porque se está construyendo el edificio de la personalidad; la edad adulta, requiere compartir; es la etapa de los proyectos y las consecuciones; la madurez es la edad de dar y darnos a los que han de sucedernos. De entregar el relevo de la sabiduría. De devolver todo aquello que de la vida hemos recibido. El longevo está lleno de vida interior, experiencia y conocimiento, y la necesidad que tiene, es la de vaciarse, la de entregar todo aquello que ha recibido en el transcurso de su existencia, la de darse por entero a los demás.
Pero, ¡No! En vez de acoger a nuestros mayores para que sean un miembro más de todos nosotros, marcamos distancias hablando a espaldas de ellos; nos alejamos cuando hablamos por teléfono con nuestras amistades, porque no forman parte del núcleo de las mismas; les diferenciamos cuando comemos a distintas horas que ellos; les hacemos daño cuando no les contamos lo que nos pasa, sea bueno o malo. Les ignoramos al no contar con ellos para nada. Sí, están ahí, pero arrinconados como si fuesen un mueble viejo e inútil al que un día se llevará el camión de lo inservible. No nos preocupa que ellos necesiten sentirse un miembro más de la familia.
Están acompañados sí, pero nuestra actitud relegadora, les hace sentir en lo más profundo de su ser, como les cubre la gélida sombra de la soledad, viendo como se extingue el mundo para ellos, como se repliega y se desvanece.
¿Qué sociedad es la nuestra que adora la vida, pero permite que se maten a los indefensos en el vientre de su madre? ¿Qué sociedad es la nuestra que ha hecho de la juventud el valor supremo, pero le niega los medios para construir su futuro? ¿Qué sociedad es la nuestra, que cada día reclama más derechos sociales, pero le vuelve la espalda a sus mayores?
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