Existe la creencia de que para educar bien a los hijos hace falta mucho dinero. Eso no solo es falso, sino que, muchas veces, es contraproducente. Conviene educar con poco dinero. Los hijos no deben manejar mucho dinero hasta que sean ellos mismos los que lo ganen.
Por Oswaldo Pulgar Pérez
Las personas que han hecho algo en su vida, casi siempre han padecido de escasez en su infancia. Y probablemente, esto ha sido un factor decisivo en su vida de adulto. Al contrario, los hijos educados en la abundancia, no salen frecuentemente adelante, porque están acostumbrados a ser cómodos y porque los padres confunden el cariño con la facilonería.
Estas no son reglas invariables. Hay personas que en la escasez adquieren vicios, y otras que en la abundancia adquieren virtudes. Lo importante es el desprendimiento de los bienes materiales. En sí mismos, no son malos. Son indiferentes. La cualidad moral, se la da el modo como sean utilizados.
El desprendimiento de los bienes materiales forja un carácter noble y generoso, que se convierte en ejemplo para quienes los traten. Un tenor de vida sobrio y limpio, atrae poderosamente por su sencillez y alegría.
La excesiva preocupación por las cosas materiales empequeñece el corazón e impide ver las necesidades de los demás, mientras que el desprendimiento nos hace valientes, porque confiamos en Dios que es el mayor bien. El entramado de las virtudes, -en este caso la pobreza-, no es un añadido, un armatoste, una técnica o un cómputo numérico.
A veces pensamos que el Niño Dios era pobre por haber nacido en un pesebre. Esa es la pobreza material, que no siempre va unida al desprendimiento. Era pobre, sobre todo, por no vivir esclavizado a las riquezas y convertirlas en fin último.
Debemos cultivar en los hijos un corazón grande, generoso, capaz de darse sin cálculo. Eso se aprende en el hogar, y no se requieren las últimas tecnologías para conseguirlo. Es un deber de caridad y de justicia procurar que la familia goce de un mínimo de bienestar para vivir dignamente y afrontar el futuro y la educación de los hijos con seguridad. Al mismo tiempo, los padres aprenden a contagiar a su alrededor, de modo inteligente y amable, un clima alegre de amor a la pobreza.
En la instalación de la casa, en las relaciones sociales, al elegir el modo de descansar, de vestir, etc., se refleja un estilo de vida sencillo y sobrio, de acuerdo con la posición social, pero sin lujos, ni complicaciones. No hay que facilitarles indiscriminadamente todo lo que pidan -distracciones, juegos y aparatos quizá costosos, etc.
Orientarles positivamente sobre los ambientes y diversiones que frecuentan, fomentar su afición por lecturas sanas, enseñarles a cuidar la ropa y otros objetos de uso personal y a prestar pequeños servicios en la casa. Inculcarles el espíritu de laboriosidad y de reciedumbre, pues el trabajo y el estudio es lo más formativo.
Junto a todo esto, meter en su corazón la generosidad con las necesidades del prójimo: que sean magnánimos con sus amigos, que no permanezcan insensibles ante situaciones de miseria, de pobreza, o de dolor físico o moral.
También el sufrimiento -dice Benedicto XVI- forma parte de nuestra vida. Por eso, al proteger a los más jóvenes de cualquier dificultad y experiencia del dolor, corremos el riesgo de formar, a pesar de nuestras buenas intenciones, personas frágiles y poco generosas, pues la capacidad de amar corresponde a la capacidad de sufrir, y de sufrir juntos.
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