El amor es la mejor reparación del pecado: “Se le perdonó mucho, porque amó mucho”, dijo Jesús de la Magdalena.
Domingo III de Pascua-B/ 26-abril-2009
Por el P. Jesús Álvarez, ssp
Los dos discípulos contaron lo sucedido en el camino de Emaús y cómo lo habían reconocido al partir el pan. Mientras estaban hablando de todo esto, Jesús se presentó en medio de ellos y les dijo: "Paz a ustedes." Quedaron atónitos y asustados, pensando que veían algún espíritu, pero él les dijo: "¿Por qué se desconciertan? ¿Cómo se les ocurre pensar eso? Miren mis manos y mis pies: soy yo. Tóquenme y fíjense bien que un espíritu no tiene carne ni huesos, como ustedes ven que yo tengo." Y dicho esto les mostró las manos y los pies. Y como no acababan de creerlo por su gran alegría y seguían maravillados, les dijo: "¿Tienen aquí algo que comer?" Ellos, entonces, le ofrecieron un pedazo de pescado asado y una porción de miel; lo tomó y lo comió delante ellos. Jesús les dijo: "Todo esto se lo había dicho cuando estaba todavía con ustedes; tenía que cumplirse todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos referente a mí." Entonces les abrió la mente para que entendieran las Escrituras. Les dijo: "Todo esto estaba escrito: los padecimientos del Mesías y su resurrección de entre los muertos al tercer día. Luego debe proclamarse en su nombre el arrepentimiento y el perdón de los pecados, comenzando por Jerusalén, y yendo después a todas las naciones, invitándolas a que se conviertan. Ustedes son testigos de todo esto”.
(Lc 24,35-48).
Las cualidades gloriosas de cuerpo resucitado de Jesús desconciertan a sus discípulos, como es lógico: el cuerpo resucitado del Maestro no está sujeto a las limitaciones de tiempo, espacio y la materia.
Su aparición inesperada, a puertas cerradas, en medio de ellos los asusta, y lo creen un espíritu. Al verlos temblar de miedo, los tranquiliza con cariño: “Paz a ustedes”. Y los invita a tocarlo, para que constaten que su cuerpo sigue siendo el mismo, de carne y hueso, aunque resucitado. El hecho era tan sorprendente y tanta la alegría que no les parecía realidad; les costaba creerlo a pesar de verlo.
Comprendiendo Jesús su resistencia a creer, decide darles otra prueba evidente de que es Él mismo: les pide algo para comer, a fin de que vean que su cuerpo sigue siendo humano, pues los espíritus no pueden comer alimentos físicos. Aunque surge la pregunta: ¿Qué efectos tiene una comida física en un cuerpo glorioso? Lo sabremos cuando nosotros mismos lo recibamos.
Y por fin les abre la mente para que entiendan todo lo que sobre Él estaba ya predicho en Sagradas Escrituras: su encarnación, su pasión, su muerte, su resurrección y vuelta al Padre.
No es difícil creer teóricamente la resurrección de Jesús y confesarlo con los labios; pero lo decisivo es que Él mismo abra nuestras mentes y corazones a su presencia real, y vivamos la increíble alegría de saberlo vivo, presente y actuante en nuestra vida. Sólo así podremos ser testigos creíbles de su presencia, con el gozo que contagia fe en su promesa: “Yo estoy con ustedes todos los días”.
Jesús mismo nos asegura que son más dichosos quienes creen sin verlo, que quienes creyeron al verlo. Pero la fe es un don que hay que pedir y cultivar cada día hablándole, escuchándolo, tratándolo.
Es necesario que la catequesis y la predicación se fundamenten abiertamente en la persona de Cristo resucitado, presente en la Eucaristía, en su Palabra, en nuestra persona y en el prójimo; de lo contrario esas actividades no lograrán su objetivo: la fe viva en la presencia salvífica de Jesús y el trato confiado con él.
Hechos 3, 13-15. 17-19
En aquellos días, Pedro dijo al pueblo: «El Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob, el Dios de nuestros padres, glorificó a su servidor Jesús, a quien ustedes entregaron, renegando de Él delante de Pilato, cuando éste había resuelto ponerlo en libertad. Ustedes renegaron del Santo y del Justo, y pidiendo como una gracia la liberación de un homicida, mataron al autor de la vida. Pero Dios lo resucitó de entre los muertos, de lo cual nosotros somos testigos. Ahora bien, hermanos, yo sé que ustedes obraron por ignorancia, lo mismo que sus jefes. Por lo tanto, hagan penitencia y conviértanse, para que sus pecados sean perdonados».
Los oyentes de Pedro habían sido cómplices de la muerte injusta de Jesús, cuando gritaron: “¡Crucifícalo, crucifícalo!”, forzando la decisión de Pilatos para que liberara a un homicida y mataran a Jesús, renegando así del mismo Mesías que esperaban, que hizo milagros entre ellos. Pedro se lo echa en cara sin más.
Sin embargo, nadie le refuta ni se rebela contra la acusación, sino que se reconocen cómplices. Entonces, viéndolos compungidos, los llama hermanos y minimiza su culpa a causa de su ignorancia, recordando sin duda la oración de Jesús en la cruz: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”.
Pedro se gana al auditorio, y lo ve dispuesto a recibir la gran noticia de que él es testigo: “Dios resucitó a Jesús de entre los muertos”. Y nadie lo tacha de mentiroso e iluso. Viendo su fe en el Resucitado, los invita a la penitencia para recibir el perdón de aquel que ellos habían condenado. Y se convertían por miles.
Desconcierta ver a esos “enemigos” de Jesús creer en la resurrección del Señor por la palabra de los discípulos, cuando a éstos les había costado tanto creer al mismo Cristo Resucitado. Aquí obraba el Espíritu enviado por Jesús.
También hoy condenamos a Cristo en el prójimo, lo desconocemos en la Eucaristía y en su Palabra, y lo echamos de todos los ambientes y de nosotros mismos. Pero él sigue orando por nosotros: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”. Recibimos su perdón y su paz, ¿y aún dudamos de que está resucitado y presente entre nosotros? ¿Llegamos a la fe de aquellos judíos?
1 Juan 2, 1-5
Hijos míos, les he escrito estas cosas para que no pequen. Pero si alguno peca, tenemos un defensor ante el Padre: Jesucristo, el Justo. Él es la Víctima propiciatoria por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero. La señal de que lo conocemos, es que cumplimos sus mandamientos.
San Juan, el discípulo amado, y el discípulo del amor, nos invita a reconocer el inmenso amor de Jesús por nosotros mereciéndonos la salvación, la resurrección y la gloria eterna, e intercediendo por nosotros sin cesar. La respuesta justa es corresponder con amor, la mejor medicina contra el pecado, pues no se ofende a quien se ama. Y cuando se le ofende, es que no se le ama de verdad.
El amor a Cristo se manifiesta cumpliendo sus mandamientos, el primero y principal de los cuales es el amor, que brota del conocer y valorar la inmensidad de su amor, de sus beneficios impagables. El amor es la mejor reparación del pecado: “Se le perdonó mucho, porque amó mucho”, dijo Jesús de la Magdalena.
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Por el P. Jesús Álvarez, ssp
Los dos discípulos contaron lo sucedido en el camino de Emaús y cómo lo habían reconocido al partir el pan. Mientras estaban hablando de todo esto, Jesús se presentó en medio de ellos y les dijo: "Paz a ustedes." Quedaron atónitos y asustados, pensando que veían algún espíritu, pero él les dijo: "¿Por qué se desconciertan? ¿Cómo se les ocurre pensar eso? Miren mis manos y mis pies: soy yo. Tóquenme y fíjense bien que un espíritu no tiene carne ni huesos, como ustedes ven que yo tengo." Y dicho esto les mostró las manos y los pies. Y como no acababan de creerlo por su gran alegría y seguían maravillados, les dijo: "¿Tienen aquí algo que comer?" Ellos, entonces, le ofrecieron un pedazo de pescado asado y una porción de miel; lo tomó y lo comió delante ellos. Jesús les dijo: "Todo esto se lo había dicho cuando estaba todavía con ustedes; tenía que cumplirse todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos referente a mí." Entonces les abrió la mente para que entendieran las Escrituras. Les dijo: "Todo esto estaba escrito: los padecimientos del Mesías y su resurrección de entre los muertos al tercer día. Luego debe proclamarse en su nombre el arrepentimiento y el perdón de los pecados, comenzando por Jerusalén, y yendo después a todas las naciones, invitándolas a que se conviertan. Ustedes son testigos de todo esto”.
(Lc 24,35-48).
Las cualidades gloriosas de cuerpo resucitado de Jesús desconciertan a sus discípulos, como es lógico: el cuerpo resucitado del Maestro no está sujeto a las limitaciones de tiempo, espacio y la materia.
Su aparición inesperada, a puertas cerradas, en medio de ellos los asusta, y lo creen un espíritu. Al verlos temblar de miedo, los tranquiliza con cariño: “Paz a ustedes”. Y los invita a tocarlo, para que constaten que su cuerpo sigue siendo el mismo, de carne y hueso, aunque resucitado. El hecho era tan sorprendente y tanta la alegría que no les parecía realidad; les costaba creerlo a pesar de verlo.
Comprendiendo Jesús su resistencia a creer, decide darles otra prueba evidente de que es Él mismo: les pide algo para comer, a fin de que vean que su cuerpo sigue siendo humano, pues los espíritus no pueden comer alimentos físicos. Aunque surge la pregunta: ¿Qué efectos tiene una comida física en un cuerpo glorioso? Lo sabremos cuando nosotros mismos lo recibamos.
Y por fin les abre la mente para que entiendan todo lo que sobre Él estaba ya predicho en Sagradas Escrituras: su encarnación, su pasión, su muerte, su resurrección y vuelta al Padre.
No es difícil creer teóricamente la resurrección de Jesús y confesarlo con los labios; pero lo decisivo es que Él mismo abra nuestras mentes y corazones a su presencia real, y vivamos la increíble alegría de saberlo vivo, presente y actuante en nuestra vida. Sólo así podremos ser testigos creíbles de su presencia, con el gozo que contagia fe en su promesa: “Yo estoy con ustedes todos los días”.
Jesús mismo nos asegura que son más dichosos quienes creen sin verlo, que quienes creyeron al verlo. Pero la fe es un don que hay que pedir y cultivar cada día hablándole, escuchándolo, tratándolo.
Es necesario que la catequesis y la predicación se fundamenten abiertamente en la persona de Cristo resucitado, presente en la Eucaristía, en su Palabra, en nuestra persona y en el prójimo; de lo contrario esas actividades no lograrán su objetivo: la fe viva en la presencia salvífica de Jesús y el trato confiado con él.
Hechos 3, 13-15. 17-19
En aquellos días, Pedro dijo al pueblo: «El Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob, el Dios de nuestros padres, glorificó a su servidor Jesús, a quien ustedes entregaron, renegando de Él delante de Pilato, cuando éste había resuelto ponerlo en libertad. Ustedes renegaron del Santo y del Justo, y pidiendo como una gracia la liberación de un homicida, mataron al autor de la vida. Pero Dios lo resucitó de entre los muertos, de lo cual nosotros somos testigos. Ahora bien, hermanos, yo sé que ustedes obraron por ignorancia, lo mismo que sus jefes. Por lo tanto, hagan penitencia y conviértanse, para que sus pecados sean perdonados».
Los oyentes de Pedro habían sido cómplices de la muerte injusta de Jesús, cuando gritaron: “¡Crucifícalo, crucifícalo!”, forzando la decisión de Pilatos para que liberara a un homicida y mataran a Jesús, renegando así del mismo Mesías que esperaban, que hizo milagros entre ellos. Pedro se lo echa en cara sin más.
Sin embargo, nadie le refuta ni se rebela contra la acusación, sino que se reconocen cómplices. Entonces, viéndolos compungidos, los llama hermanos y minimiza su culpa a causa de su ignorancia, recordando sin duda la oración de Jesús en la cruz: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”.
Pedro se gana al auditorio, y lo ve dispuesto a recibir la gran noticia de que él es testigo: “Dios resucitó a Jesús de entre los muertos”. Y nadie lo tacha de mentiroso e iluso. Viendo su fe en el Resucitado, los invita a la penitencia para recibir el perdón de aquel que ellos habían condenado. Y se convertían por miles.
Desconcierta ver a esos “enemigos” de Jesús creer en la resurrección del Señor por la palabra de los discípulos, cuando a éstos les había costado tanto creer al mismo Cristo Resucitado. Aquí obraba el Espíritu enviado por Jesús.
También hoy condenamos a Cristo en el prójimo, lo desconocemos en la Eucaristía y en su Palabra, y lo echamos de todos los ambientes y de nosotros mismos. Pero él sigue orando por nosotros: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”. Recibimos su perdón y su paz, ¿y aún dudamos de que está resucitado y presente entre nosotros? ¿Llegamos a la fe de aquellos judíos?
1 Juan 2, 1-5
Hijos míos, les he escrito estas cosas para que no pequen. Pero si alguno peca, tenemos un defensor ante el Padre: Jesucristo, el Justo. Él es la Víctima propiciatoria por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero. La señal de que lo conocemos, es que cumplimos sus mandamientos.
San Juan, el discípulo amado, y el discípulo del amor, nos invita a reconocer el inmenso amor de Jesús por nosotros mereciéndonos la salvación, la resurrección y la gloria eterna, e intercediendo por nosotros sin cesar. La respuesta justa es corresponder con amor, la mejor medicina contra el pecado, pues no se ofende a quien se ama. Y cuando se le ofende, es que no se le ama de verdad.
El amor a Cristo se manifiesta cumpliendo sus mandamientos, el primero y principal de los cuales es el amor, que brota del conocer y valorar la inmensidad de su amor, de sus beneficios impagables. El amor es la mejor reparación del pecado: “Se le perdonó mucho, porque amó mucho”, dijo Jesús de la Magdalena.
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