Por Natalia Pandolfo
Quizá porque el vestuario incluye sotanas, pareciera que la historia tiene todos los condimentos de un culebrón de la tarde, de esos que empalagaban las pantallas en la era pre-Rial.
Resumen de los capítulos anteriores: un sacerdote -Tomás Olazábal, cara de ángel, sonrisa paternal, abrazo fácil- llega al Convento de Santo Domingo, en 9 de Julio y 3 de Febrero, a principios de 2008. Al poco tiempo comienza a difundirse el rumor de que el cura tiene poderes especiales. Las misas engruesan en público día a día. Corren testimonios sobre casos varios, que van desde curaciones de enfermedades terminales hasta alivio en situaciones de angustia.
Mientras tanto, sus colegas ven con desaprobación cómo se va perdiendo la mística de silencio que imperaba en el templo. Los superiores toman la decisión de trasladarlo antes de que finalice su período, que en principio era de tres años. Desesperados, los fieles hacen cadenas de oración, reparten mails y organizan un abrazo simbólico al convento. No alcanza: el 4 de marzo, Tomás da su última misa. Se despide rogando que el escándalo se esfume, bajo la promesa de volver una vez al mes. Hay impotencia y lágrimas, celos y bisbiseos. Pausa.
Por la fe que lo empecina
La escena se traslada ahora a Córdoba. Ha pasado un mes, el tiempo prometido. Tomás está en el Convento de los dominicos de la ciudad capital, sometido al régimen de una agenda que le impone días para realizar confesiones. Así, su tiempo está ordenado en función de estudiar y rezar. El voto de obediencia mantiene a raya su cuota de rebeldía.
La matemática no sirve, en esta trama, como argumento: en Santa Fe hoy hay sólo dos dominicos, contra diez que viven en la casa serrana.
Faltan palabras y sobran suspiros en la conversación telefónica. El por qué se repite, en busca de una explicación distinta, auténtica, impulsiva. La respuesta es siempre la misma, desesperante: “Dios sabe lo que hace”.
— Pero usted le aseguró a la gente que volvería una vez al mes...
— Lo dije en base a lo que me habían prometido a mí.
—¿Y cuál es el motivo por el que no puede venir?
— Tengo que estudiar. A lo mejor pueda ir pero más adelante, en septiembre.
— Sabe que la gente aquí está preguntando por usted.
— Sí, pero la cosa tiene que ser más tranquila. Dios dirá cuándo puedo volver.
— Tengo que estudiar. A lo mejor pueda ir pero más adelante, en septiembre.
— Sabe que la gente aquí está preguntando por usted.
— Sí, pero la cosa tiene que ser más tranquila. Dios dirá cuándo puedo volver.
Maruca es un personaje de reparto: vecina de barrio sur que frecuenta el convento, muy afectada por la situación. En una carta enviada a El Litoral, asegura sufrir “una profunda desmoralización”. “Estoy asustada y hasta diría horrorizada por lo que está ocurriendo. Muchas veces los veo como demonizados”, confiesa, en relación a los curas que habrían motorizado el traslado.
“Se está haciendo un daño irreparable a la Iglesia, no sólo con comentarios malintencionados respecto de Fray Tomás, sino que también se desmanteló el altar de la Divina Misericordia”, cuenta, en referencia a una devoción que alentaba el cura desterrado y cuya utilería desapareció misteriosamente.
Excepto porque lleva pocos días, en Córdoba el efecto Tomás no dista demasiado de lo que fue aquí. Algunos medios se hicieron eco de su llegada y la gente corrió con sus dolores a verlo. La diferencia es que allá las autoridades tomaron ciertas medidas con el objetivo de ordenar la desesperación, tremendo oxímoron.
“Atiendo, pero de a poco. Tengo turnos de confesión, y a veces se me juntan varias personas. Es complicado” dice él, y agrega: “En la iglesia no hay que ir al choque, sino tratar de que nos entendamos. Hay otros padres que hacen sanaciones y que desobedecen. Eso no le hace bien a la iglesia: uno tiene que someterse”, insiste.
Confiado en la providencia, sus explicaciones se limitan a que “por momentos hay muchas cosas de por medio y es difícil llegar a un acuerdo. Ya vendrán otros tiempos”. Nuevo suspiro. Pausa.
“Tomás debe reflexionar”
Toma del Convento santafesino: lunes previo a Pascua, seis de la tarde. Cinco señoras giran por el templo y recitan el Vía Crucis, en un desfasado coro que pelea estación a estación por lograr sincronía.
El oído del padre Marcos González se sorprende al recibir las señales de que, esta vez, no se trata de una confesión. Abandona el banco y propone una galería lateral para concretar la entrevista. “Yo no estoy a cargo del convento”, advierte un par de veces. Se sabe que el poder y los rótulos no siempre se dan la mano.
Marcos está en Santa Fe desde hace 18 años. Quienes frecuentan el lugar y conocen su pulso cotidiano coinciden en señalarlo como el que maneja las riendas. Visiblemente incómodo frente a la luz roja del grabador, su actitud es la de aquel que no quiere que le espíen las cartas.
— ¿Va a venir el padre Tomás?
— Él en Córdoba tiene sus propios mandos, y tendrá sus tareas. No me consta que tenga que volver próximamente por acá. Me parece que no va a volver.
— Pero habían prometido que iba a venir una vez al mes...
— No sé quién lo ha dicho. Si lo dijo él, habrá sido en otras circunstancias.
— ¿En qué cambiaron las circunstancias?
— Que hay otros mandos. Nosotros tenemos votos de obediencia, y respondemos a un superior. Tenemos una libertad, pero regulada.
— Tengo entendido que el superior de Córdoba es el mismo de Santa Fe.
— Claro, pero tienen... Es la misma persona, es prior de Córdoba y vicario de Santa Fe. Pero no es lo mismo desde el punto de vista formal.
— ¿Y cuál es el cargo con mayor autoridad?
— El de Córdoba, el prior.
El rompecabezas resulta demasiado forzado: sobran piezas. La situación sería: José María Cabrera, la misma persona que aquí tomó una determinación, luego se trasladó 400 kilómetros, cambió de idea y decidió lo contrario.
— ¿Qué opina usted de todo lo que pasó con Tomás?
— Creo que la cosa quedó un poco confusa. Tendrán que estudiar el caso, y él deberá reflexionar sobre sí mismo, es decir, sobre su persona y sus funciones.
— ¿Reflexionar acerca de qué?
— Sobre las cosas que hacía o no hacía.
— ¿Usted no estaba de acuerdo?
— Yo era un observador. Prácticamente no tenía autoridad sobre él. Entonces, él se manejaba solo y no daba demasiadas explicaciones.
— ¿En qué cambió el convento desde que se fue el padre Tomás?
— En un momento dado vino mucha gente que no era de esta iglesia, traída por la personalidad de él. Esa gente ha vuelto a sus lugares habituales.
— ¿Eso se vive como una pérdida?
— ...........
La mirada escurridiza bajo los lentes cuadrados, el cura se lleva el índice a la boca y dice que basta.
— En el templo había un altar de la Divina Misericordia, que en los últimos días fue desarmado.
— No sé qué pasó.
— ¿Cuántos sacerdotes hay hoy en la casa de Santa Fe?
— Usted hace demasiadas preguntas, hay cuestiones que son internas.
Marcos interrumpe la entrevista y emprende camino rumbo al altar. Tomás, en su nuevo destino, espera que las aguas se calmen para poder cumplir su promesa. El elenco está formado por personas a las que el cura ha ayudado, que no tienen acceso a las cuestiones internas y que ahora llaman al convento, desorientadas, en busca de respuestas.
Más información en:
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Fuente Diario El Litoral de Santa Fe
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