jueves, 9 de abril de 2009

LA PARADOJA DE JESÚS DE NAZARET


Jesús enseña a ver la tierra, el mundo, las personas, y toda la vida con una visión orientada hacia lo absoluto, hacia lo definitivo por donde el hombre -homo viator, como decían los antiguos- se encamina hacia lo trascendente y eterno.

Por el Padre Hilmar Zanello (*)

Jesús constituye la paradoja más grandiosa que conoce la historia. Aparece en una región secundaria del Imperio Romano, dentro de una nación a la que los dominadores de entonces definían como la más triste de todas (Tácito) y perniciosa a las otras (Quintiliano), considerándola como “despreciabilísima colección de esclavos” (Tácito).

No salió jamás de entre su gente, ni mostró deseos de conocer el mundo de los sabios, estetas, políticos o de los guerreros que dominaban la sociedad de entonces. Pasó las nueve décimas partes de su vida retirado en una pobre aldea. Allí no frecuentó escuelas, no manejó doctos pergaminos, ni mantuvo relaciones con lejanos sabios, trabajando únicamente como carpintero.

Durante treinta años nadie sabe quién es, salvo dos o tres personas tan calladas como Él mismo.

Pasados los treinta años comienza a actuar presentándose en público. No dispone de medios humanos de ningún género; no tiene armas, ni dinero, ni sabiduría académica, ni argumentos políticos. Anda siempre entre gente pobre, pescadores y campesinos, y busca con particular preferencia a los publicanos, meretrices y demás desechos de la sociedad. Opera entre la gente milagros de varios géneros. Se asocia a un grupito de pescadores que lo siguen constantemente como discípulos.

Su actividad consiste en predicar una doctrina que no es filosófica, ni política, sino exclusivamente religiosa y moral.

Esta doctrina es la más inaudita que jamás se haya predicado en el mundo. Diríase una doctrina formada por lo más repudiado por las filosofías humanas. Lo que para el mundo es mal, para Jesús es bien; para lo que el mundo es bien, para Jesús es mal.

La pobreza, la humildad, el aceptar las injurias silenciosamente, valorar a los demás sin juicio ni condena, el respeto a la persona del prójimo, sentirse solidario con el otro como el buen samaritano devolviendo siempre bien por el mal recibido, perdonando “setenta veces siete”.

Éstos eran los bienes que predicaba Jesús. Y al contrario, las riquezas, los honores, el dominio sobre los demás y todas las otras cosas que forman la felicidad para el mundo, representan para Jesús un daño o al menos un peligro gravísimo. Jesús es la antítesis del mundo pagano.

El mundo sólo ve lo que se percibe, en cambio Jesús afirma ver lo que también no se puede percibir. Jesús enseña a ver la tierra, el mundo, las personas, y toda la vida con una visión orientada hacia lo absoluto, hacia lo definitivo por donde el hombre -homo viator, como decían los antiguos- se encamina hacia lo trascendente y eterno.

En Jesús se van dando las caídas de todas las máscaras con que el corazón del hombre se puede engañar a sí mismo, tras los falsos dioses o ídolos que le van exigiendo adoración y pleitesía.

Bien lo decía hace unos años el escritor ruso Dostoievski: “El hombre ha nacido para arrodillarse... O se arrodilla ante el verdadero Dios o ante un falso dios”.

Así ha sido la predicación de Jesús de Nazaret, hacer descubrir al hombre dónde están los valores que plenifican, dan sentido a la verdadera vida, que van más allá de complacer la simple corporalidad placentera. Por eso anunció un Reino Nuevo, el Reino de Dios, que puede entrar en disonancia con el reino del mundo cuando únicamente se dedica a engendrar competencias en lugar de servicio o individualismo en lugar de solidaridad. Para llevar adelante este Reino Nuevo instituye la Iglesia, que muchos la escogen y otros la rechazan llevando a su fundador hasta la derrota con su muerte en la cruz.

Pero la paradoja de Jesús aún continúa después de su muerte. Sus discípulos pasan tres siglos entre persecuciones, matanzas y después parece como si Jesús tomara fuerzas en todo el mundo, anunciando que estaba vivo. Los evangelios relatan que Jesús, con su tumba sellada por los fariseos, resucitó. La historia ha demostrado mil veces que ese Jesús, muerto sucesivamente se ha mostrado cada vez más vivo en aquellos discípulos que siguen diciendo sus palabras y sobre todo renovando sus gestos salvadores.

Hay muchos sabios como Sócrates, muchos poderosos como Julio César o Napoleón que ya no ejercen eficacia sobre el mundo; nadie daría su vida por ellos, ya han perecido. Jesús, el humilde carpintero de Nazaret, sigue siendo amado o blasfemado; sigue siendo seguido por sus discípulos o vilipendiado por sus perseguidores. Sigue siendo “signo de contradicción” incluso como hecho histórico.

La crítica racionalista analiza la vida de Jesús queriendo despojarlo de todo lo milagroso, culpando a los Evangelios de mera charlatanería (Reimarus), calificándolo de visionario con poca realidad histórica, o considerándolo sólo como un benéfico predicador. Todo esto resulta de la milenaria lucha entre Jesús y el mundo. También los fariseos quisieron borrar su memoria sellando su tumba, colocando guardias y desparramando falsos rumores. La última palabra de verdad la tuvo aquel soldado romano testigo de la muerte de Jesús y de su desconcertante entorno, cuando proféticamente exclamó al verlo morir: “Verdaderamente éste era el hijo de Dios”. La sinceridad de este soldado nos pone sobre la memoria siempre actual de la presencia viva de Jesús de Nazaret verdadero hombre y verdadero Dios.

(Datos tomados de Giuseppe Ricciotti)

(*) Asesor de la Pastoral de la Salud.

Fuente El Litoral – Santa Fe


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