domingo, 22 de marzo de 2009

REFLEXIONANDO EL DOMINGO: LA SERPIENTE Y LA CRUZ


La mayor ofensa a quien ama y perdona es la ingratitud. Que Dios nos libre del pecado de ingratitud para con él y para con el prójimo.
Domingo IV cuaresma-B / 22-3-09


Por el P. Jesús Álvarez, ssp
En aquel tiempo dijo Jesús: - Recuerden la serpiente que Moisés hizo levantar en el desierto: así también tiene que ser levantado el Hijo del Hombre, y entonces todo el que crea en él, tendrá por él vida eterna. ¡Así amó Dios al mundo! Le dio al Hijo Único, para que quien cree en él, no se pierda, sino que tenga vida eterna. Dios no envió al Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que se salve el mundo gracias a él. Para quien cree en él no hay juicio. En cambio, el que no cree ya se ha condenado, por el hecho de no creer en el Nombre del Hijo único de Dios. Esto requiere un juicio: la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Pues el que obra el mal odia la luz y no va a la luz, no sea que sus obras malas sean descubiertas y condenadas. Pero el que hace la verdad va a la luz, para que se vea que sus obras han sido hechas en Dios.
(Jn 3,14-21).
La serpiente de bronce que Moisés elevó en el desierto sobre un poste para curar a quienes eran mordidos por serpientes venenosas, es un símbolo de la cruz desde la cual Cristo cura del pecado del hombre y merece la resurrección y la vida eterna a quienes lo miran con fe, amor y esperanza como único Salvador.
Los hebreos no atribuían la curación a la serpiente de bronce, sino a Dios que los curaba al mirarla. Así nosotros no creemos que nos salva la cruz, sino Cristo clavado en ella. Los dones de Dios y su salvación no pueden atribuirse a imágenes, ángeles, santos, y ni siquiera a la Virgen María, sino sólo a Dios, que realiza nuestra salvación a través de esos signos e intercesores.
La serpiente de bronce – como lo ángeles del Arca - justifica la veneración, no la adoración de las imágenes en la Iglesia católica, que las considera como un dedo, un signo que señala la presencia del sol (Cristo), y ayuda al encuentro con Jesús muerto y resucitado, a ejemplo de las personas representadas por las imágenes, que vivieron unidas a Cristo, entregaron sus vidas por amor a Dios y al prójimo, y nos animan a imitarlas.
En el Éxodo (20, 1-5) Dios no prohíbe hacer imágenes, prohíbe suplantar a Dios por una imagen en el corazón y en la vida del individuo y del pueblo, ya que en eso consiste la idolatría.
Dios mismo le mandó a Moisés fundir la serpiente de bronce, pero no para que los hebreos la adoraran, como luego adoraron el becerro de oro (Éx 32, 1-5). Y también le mandó hacer dos imágenes de querubines para la entrada del Arca de la Alianza (Éxodo 25, 18-20), y a nadie se le ocurrió adorar a aquellos ángeles de oro, sino a Dios, cuya presencia anunciaban.
Pero hay más: Dios mismo hace cada día millones de imágenes suyas, pues toda persona nacida es “imagen y semejanza” de Dios, su obra maestra. Mas la imagen suprema de Dios es Cristo, “imagen de Dios invisible”, como dice san Pablo.
La cruz no salva, sino que salva quien murió clavado en ella. El crucificado es la muestra de cuánto ama Dios al hombre. Y sólo pueden salvarse quienes crean en él como el único Salvador y correspondan al amor inmenso del Padre, que lo “envió al mundo, no para condenarlo, sino para salvarlo”.
Orar ante un crucifijo o contemplarlo, no es idolatrar al crucifijo, sino orar y adorar a quien el crucifijo representa: el mismo Hijo de Dios muerto y resucitado, que pasó por la cruz a la resurrección y a la gloria eterna, mostrándonos el camino, abierto por él también para nosotros. ¡Tanto nos amó y ama Dios!
Quien cree en Cristo resucitado y lo ama, tiene asegurada la vida eterna, y no será juzgado, como él mismo promete. Pero quien lo niega conscientemente, se excluye de la salvación. Pidamos y cultivemos la fe amorosa en el Salvador.
Crónicas 36, 14-16. 19-23
Todos los jefes de Judá, los sacerdotes y el pueblo multiplicaron sus infidelidades, imitando todas las abominaciones de los paganos, y contaminaron el Templo que el Señor se había consagrado en Jerusalén. El Señor, el Dios de sus padres, les llamó la atención constantemente por medio de sus mensajeros, porque tenía compasión de su pueblo y de su Morada. Pero ellos escarnecían a los mensajeros de Dios, despreciaban sus palabras y ponían en ridículo a sus profetas, hasta que la ira del Señor contra su pueblo subió a tal punto, que ya no hubo más remedio. Los caldeos quemaron la Casa de Dios, demolieron las murallas de Jerusalén, prendieron fuego a todos sus palacios y destruyeron todos sus objetos preciosos. Nabucodonosor deportó a Babilonia a los que habían escapado de la espada y estos se convirtieron en esclavos del rey y de sus hijos. En el primer año del reinado de Ciro, rey de Persia, para que se cumpliera la palabra del Señor pronunciada por Jeremías, el Señor despertó el espíritu de Ciro, el rey de Persia, y este mandó proclamar de viva voz y por escrito en todo su reino: «Así habla Ciro, rey de Persia: El Señor, el Dios del cielo, me ha dado todos los reinos de la tierra y Él me ha encargado que le edifique una Casa en Jerusalén, de Judá. Si alguno de ustedes pertenece a ese pueblo, ¡que el Señor, su Dios, lo acompañe y que suba!»
La situación reflejada en esta lectura se repite a través de la historia del mundo y de la misma Iglesia: líderes políticos y religiosos que se venden por un cargo, un poco poder, de dinero y de placer, ridiculizan, persiguen o eliminan a quienes los denuncian, y arrastran al pueblo a la corrupción. “Por sus obras los conocerán”
Pero los poderosos no tienen en mano el control de las consecuencias de sus malas acciones y de sus omisiones: guerras, desastres, matanza de inocentes, hogares que son infiernos, comunidades que agonizan, crisis mundiales…
A pesar de todo, Dios decide en su misericordia salvar al pueblo; y al no encontrar en ese pueblo a nadie capaz de guiarlo en su nombre, se vale de paganos para llevar a cabo su plan de salvación, como hizo con el pagano rey Darío, que se reconoció elegido por Dios para gobernar las naciones, para salvar al mismo pueblo de Israel y reconstruir el templo. ¡Siempre queda una esperanza en Dios!
Efesios 2, 4-10
Hermanos: Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, precisamente cuando estábamos muertos a causa de nuestros pecados, nos hizo revivir con Cristo -¡ustedes han sido salvados gratuitamente!- y con Cristo Jesús nos resucitó y nos hizo reinar con Él en el cielo. Así, Dios ha querido demostrar a los tiempos futuros la inmensa riqueza de su gracia por el amor que nos tiene en Cristo Jesús. Porque ustedes han sido salvados por su gracia, mediante la fe. Esto no proviene de ustedes, sino que es un don de Dios; y no es el resultado de las obras, para que nadie se gloríe. Nosotros somos creación suya: fuimos creados en Cristo Jesús, a fin de realizar aquellas buenas obras, que Dios preparó de antemano para que las practicáramos.
Muchos creen que la salvación se gana sólo por las buenas obras; pero éstas sólo son un mínimo aporte a la salvación gratuita que Cristo nos ganó con su vida, muerte y resurrección. Las obras son condición, pero no causa de la salvación.
Jesús nos demostró su amor realizando con nosotros su lema: “No hay amor más grande que el de quien da la vida por los que ama”. La mayor prueba de amor a Dios que nos perdona, es la correspondencia a ese amor con la vida, las obras y el perdón al prójimo.
La mayor ofensa a quien ama y perdona es la ingratitud. Que Dios nos libre del pecado de ingratitud para con él y para con el prójimo.

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