A ejemplo de leproso al sentirse curado, deberíamos saltar de júbilo y gratitud cada vez que recibimos el perdón, y unirnos al gozo de los ángeles del cielo, que hacen fiesta por cada pecador que se convierte.Domingo 6° durante el año – B / 12-02-06
Por el P. Jesús Álvarez, ssp
Se le acercó un leproso, que se arrodilló ante él y le suplicó: - Si quieres, puedes limpiarme. Sintiendo compasión, Jesús extendió la mano y lo tocó diciendo: - Quiero, queda limpio. Al instante se le quitó la lepra y quedó sano. Entonces Jesús lo despidió, pero le ordenó enérgicamente: - No cuentes esto a nadie, pero vete y preséntate al sacerdote y haz por tu purificación la ofrenda que ordena la Ley de Moisés, pues tú tienes que hacer tu declaración. Pero el hombre, en cuanto se fue, empezó a hablar y a divulgar lo ocurrido, de tal manera que Jesús ya no podía entrar públicamente en el pueblo; tenía que andar por las afueras, en lugares solitarios. Pero la gente venía a él de todas partes.
(Mc 1,40-45).
Al tiempo de Cristo había colonias de leprosos, totalmente marginados. Todos pensaban, incluidos los leprosos, que esa enfermedad era un castigo por un gran pecado, que los hacía indignos de compasión, convencidos de que por su culpa vivían el infierno ya en esta vida.
Quien tocara o se dejara tocar por un leproso, era considerado impuro y debía marginarse con los leprosos, y el leproso responsable de haber tocado a otra persona, debía morir apedreado.
El leproso que se acercó a Jesús, aun consciente del riesgo para él y para el Maestro, se saltó la Ley y se arrodilló con fe suplicante a los pies de Jesús, sin atreverse a tocarlo para no contagiarlo. Y Jesús, movido a compasión, también se saltó la ley y lo tocó con su divina mano, y en vez de ser contagiado por el enfermo, Jesús contagió la salud y el amor al enfermo, quedando así ambos libres del castigo que imponía la Ley.
¿No hacemos a menudo lo contrario nosotros? No nos acercamos a personas marginadas de mil maneras, por respeto humano, omitiendo hacer algo para mejorar su situación. Tal vez no tenemos a Cristo para llevárselo, a la vez que nuestra ayuda, para que él las alivie con su presencia, les revele el sentido de la vida y del sufrimiento, o los sane.
Jesús cura al ciego también de sus pecados, “la lepra del espíritu”. Y al sentirse curado de ambas enfermedades, el hombre salta y grita de gratitud y júbilo, proclamando por doquier lo que ha hecho Jesús por él, a pesar de que el Maestro le había prohibido divulgar el milagro.
El pecado es mucho más peligroso que la lepra corporal, es la terrible lepra del mundo, de la que no quiere enterarse. Por eso Jesús ha dado a su Iglesia el poder de perdonar el pecado en su nombre. Y la Iglesia invita presentarse al ministro de la reconciliación para recibir el sacramento del perdón. A ejemplo de leproso al sentirse curado, deberíamos saltar de júbilo y gratitud cada vez que recibimos el perdón, y unirnos al gozo de los ángeles del cielo, que hacen fiesta por cada pecador que se convierte.
Pero, ¿sólo son perdonados y se salvan quienes acuden a la confesión sacramental? ¿No perdonó Jesús sin que le manifestaran los pecados y antes de presentarse a los sacerdotes? Quienes no tienen la posibilidad de acudir a un sacerdote, ¿se condenan sin remedio? No. Dios perdona sin más a todo el que le pide sinceramente perdón, si a la vez se compromete a luchar en serio contra el pecado, reparar, perdonar a los otros, hacer obras de misericordia por amor a Dios y al prójimo, hacer oración, ofrecer el sufrimiento...
Recordemos la frase de Jesús a una gran pecadora: “Se le perdonó mucho porque amó mucho”; y la que dijo a santa Faustina Kowalska: “Cuanto más grande sea el pecador, más derecho tiene a mi misericordia”. Quien pide perdón con sinceridad, lo recibe.
Aunque cada vez hay menos sacerdotes confesores y menos penitentes, si nos negamos a buscar la absolución, ¿no nos cerramos al perdón? Por otra parte, no se ha de olvidar que los pecados no mortales se perdonan con la limosna, la oración, la comunión recibida con fe y amor, el sufrimiento ofrecido..., pero con arrepentimiento sincero y lucha valiente contra todo pecado propio y ajeno.
Y cada noche pidamos confiados perdón a Dios para no dormir sobre nuestros pecados.
Levítico 13, 1-2. 45-46
El Señor dijo a Moisés y a Aarón: Cuando aparezca en la piel de una persona una hinchazón, una erupción o una mancha lustrosa, que hacen previsible un caso de lepra, la persona será llevada al sacerdote Aarón o a uno de sus hijos, los sacerdotes. La persona afectada de lepra llevará la ropa desgarrada y los cabellos sueltos; se cubrirá hasta la boca e irá gritando: «¡Impuro, impuro!». Será impuro mientras dure su afección. Por ser impuro, vivirá apartado y su morada estará fuera del campamento.
En el Antiguo Testamento no se conocía remedio contra la lepra, enfermedad que destruye el cuerpo: la carne se va cayendo a pedazos. Y era causa de un terrible destrozo de la persona: la expulsión de la familia y la total marginación de la sociedad. ¡Insoportable!
Todavía el siglo pasado, en la Isla de Molokai (Hawai), había una colonia de leprosos, a cuyo servicio se puso el P. Damián, marginándose con los marginados, hasta caer víctima de la lepra y hacerse mártir del amor más grande al “dar la vida por quienes amaba”, como Jesús.
Hay lepras siempre actuales que marginan de Dios y a Dios, y las principales son el orgullo, el egoísmo y la hipocresía, que suelen ir siempre juntos, y destruyen a la persona desde dentro en sus valores más altos y perennes: el amor, la paz, la alegría del corazón, la justicia, la vida del espíritu y la salvación. ¿Qué puede quedar de esa persona cuando todo lo material se le desplome de improviso? Se quedará en la automarginación total y eterna.
Ésas son también las principales lepras que marginan del prójimo y al prójimo, pues la hipocresía es la mentira de la vida, mentira que destroza toda relación humana; y por su parte el orgullo y el egoísmo ponen por pedestal a los demás por o para creerse superior a ellos.
Pero también se da la automarginación cuando uno se niega a compartir lo que es, lo que sabe, lo que posee, goza y ama, desrozado por la lepra del corazón: el egoísmo.
¡Hay tanta lepra que prevenir y curar! Nuevas lepras físicas, morales y espirituales, que la medicina no logra erradicar, y que sólo la omnipotencia del Médico divino puede curar.
Sumémonos con decisión a la acción silenciosa pero triunfante de Cristo resucitado contra el pecado, el sufrimiento y la muerte. Es lo máximo que podemos hacer.
Corintios 10, 31-11,1
Hermanos: Sea que ustedes coman, sea que beban, o cualquier cosa que hagan, háganlo todo para la gloria de Dios. No sean motivo de escándalo ni para los judíos ni para los paganos ni tampoco para la Iglesia de Dios. Hagan como yo, que me esfuerzo por complacer a todos en todas las cosas, no buscando mi interés personal, sino el del mayor número, para que puedan salvarse. Sigan mi ejemplo, así como yo sigo el ejemplo de Cristo.
San Pablo pide a los corintios, y a nosotros, que obremos con recta intención en todo: que lo hagamos todo para agradar a Dios, para su gloria, de modo que quienes nos observen y traten, reconozcan que Cristo está en nosotros y que obra en nosotros y por nosotros.
Por lo contrario, seremos motivo de escándalo si aparentamos ser adoradores de Dios y seguidores de Cristo –cristianos-, pero luego no lo reflejamos en las obras, actitudes y conducta. No importa si los que nos observan son cristianos o no creyentes.
El escándalo, igual que el buen ejemplo, podemos darlo tanto en la calle, en la familia, en el trabajo, en la universidad..., como en el templo.
Y los mayores escándalos suelen tener relación con la asistencia hipócrita al templo, cuando se acude a él por cumplir y aparentar, y se vive en contradicción vital con la fe y con lo que en el templo se celebra.
El escándalo y la hipocresía son dos de los pecados que más fustigó Jesús. El egoísmo es su raíz. Por eso es necesario aplicarnos y vivir a diario la consigna de san Pablo: no hacer nada que no se pueda hacer para gloria de Dios o en nombre de Jesús.
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